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Columnista - 19 marzo, 2012

El Barrilito

MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta La ansiedad inquietaba a Ernesto. Solía ingerir una frugal comida para no perder tiempo en espera de lo que se venía. Era un ritual diario que duraba un mes, el tiempo de sus vacaciones de fin de curso. A sus catorce años cumplidos derrochaba vitalidad, aunque sus empeños podrían […]

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MISCELÁNEA

Por Luis Augusto González Pimienta
La ansiedad inquietaba a Ernesto. Solía ingerir una frugal comida para no perder tiempo en espera de lo que se venía. Era un ritual diario que duraba un mes, el tiempo de sus vacaciones de fin de curso.
A sus catorce años cumplidos derrochaba vitalidad, aunque sus empeños podrían ser dignos de mejor causa. Eso pensaba pero no lo decía su abuela, una octogenaria mujer, toda virtud, adoratriz de su nieto como lo son las abuelas en ese afán de recomponer el camino de prohibiciones por donde llevaron a los hijos.
Siguiendo su rutina, Ernesto sacaba un taburete y lo recostaba sobre la pared que daba a la calle, se hurgaba los dientes con el palillo prohibido por los finos modales de su madre y empezaba a mirar acuciosamente a los transeúntes, como tratando de desnudar sus pensamientos. Lo divertía la aplicación de las mujeres a la moda, así dejaran al descubierto sus defectos, como aquella gorda que se veía obscena en minifalda. Juzgaba estúpida la actitud de aparente desenfado de los hombres cuando a leguas se les notaba la afectación. Por su mente rondaba la idea de ser abogado como su padre y su abuelo, sin advertir que era un sociólogo innato.
En esa casa solariega se sentía feliz, dominador. Los hábitos no le eran dictados por las convenciones sociales ni por las órdenes paternas. Se diría un reyezuelo sentado en el trono de un reino imaginario.
Frente a la casa de sus mayores había un teatro a cielo abierto, cuya pared de fondo hacía las veces de pantalla para la proyección de películas, en su mayoría mejicanas. Los corridos y las rancheras en las voces de Negrete, Infante, Aguilar, le eran familiares y la repetición constante le facilitaron el aprendizaje de sus melodías y sus letras. Tiempo después, cuando en acto de osadía incursionó como compositor, descubriría que la música mejicana era un venero del que bebían los artistas del folclor vallenato.
Su habitual espera vespertina terminaba cuando    por los altavoces del cine se daba la señal para ingresar, haciendo sonar El Barrilito, una popular canción que creía era una marcha. Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que era una polca compuesta por un checoslovaco de nombre impronunciable, conocida en español como el “Barrilito de cerveza”, que sirvió de inspiración a las tropas aliadas contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial y animó también a los astronautas del transbordador espacial Discovery de finales del siglo XX.
Saltaba de su asiento tan pronto sonaban los primeros acordes de El Barrilito y entraba a la sala de cine. La publicidad que antecedía a la proyección de la película se hacía mediante diapositivas que se pasaban por una especie de iluminador mecánico. Luego comenzaba la cinta que llegaba desgastada por el uso en otras muchas poblaciones y se reventaba con frecuencia, volviendo irascible al público que lanzaba improperios a tutiplén.
La costumbre perduró hasta el cierre del cine. Hoy sexagenario, Ernesto perdió a sus  abuelos y a sus padres, la casa mayor tiene otros dueños, el cine fue demolido, guarda un borroso recuerdo de las películas y los intérpretes de entonces, pero conserva y evoca con afecto los compases melódicos de El Barrilito.

Columnista
19 marzo, 2012

El Barrilito

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Augusto González Pimienta

MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta La ansiedad inquietaba a Ernesto. Solía ingerir una frugal comida para no perder tiempo en espera de lo que se venía. Era un ritual diario que duraba un mes, el tiempo de sus vacaciones de fin de curso. A sus catorce años cumplidos derrochaba vitalidad, aunque sus empeños podrían […]


MISCELÁNEA

Por Luis Augusto González Pimienta
La ansiedad inquietaba a Ernesto. Solía ingerir una frugal comida para no perder tiempo en espera de lo que se venía. Era un ritual diario que duraba un mes, el tiempo de sus vacaciones de fin de curso.
A sus catorce años cumplidos derrochaba vitalidad, aunque sus empeños podrían ser dignos de mejor causa. Eso pensaba pero no lo decía su abuela, una octogenaria mujer, toda virtud, adoratriz de su nieto como lo son las abuelas en ese afán de recomponer el camino de prohibiciones por donde llevaron a los hijos.
Siguiendo su rutina, Ernesto sacaba un taburete y lo recostaba sobre la pared que daba a la calle, se hurgaba los dientes con el palillo prohibido por los finos modales de su madre y empezaba a mirar acuciosamente a los transeúntes, como tratando de desnudar sus pensamientos. Lo divertía la aplicación de las mujeres a la moda, así dejaran al descubierto sus defectos, como aquella gorda que se veía obscena en minifalda. Juzgaba estúpida la actitud de aparente desenfado de los hombres cuando a leguas se les notaba la afectación. Por su mente rondaba la idea de ser abogado como su padre y su abuelo, sin advertir que era un sociólogo innato.
En esa casa solariega se sentía feliz, dominador. Los hábitos no le eran dictados por las convenciones sociales ni por las órdenes paternas. Se diría un reyezuelo sentado en el trono de un reino imaginario.
Frente a la casa de sus mayores había un teatro a cielo abierto, cuya pared de fondo hacía las veces de pantalla para la proyección de películas, en su mayoría mejicanas. Los corridos y las rancheras en las voces de Negrete, Infante, Aguilar, le eran familiares y la repetición constante le facilitaron el aprendizaje de sus melodías y sus letras. Tiempo después, cuando en acto de osadía incursionó como compositor, descubriría que la música mejicana era un venero del que bebían los artistas del folclor vallenato.
Su habitual espera vespertina terminaba cuando    por los altavoces del cine se daba la señal para ingresar, haciendo sonar El Barrilito, una popular canción que creía era una marcha. Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que era una polca compuesta por un checoslovaco de nombre impronunciable, conocida en español como el “Barrilito de cerveza”, que sirvió de inspiración a las tropas aliadas contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial y animó también a los astronautas del transbordador espacial Discovery de finales del siglo XX.
Saltaba de su asiento tan pronto sonaban los primeros acordes de El Barrilito y entraba a la sala de cine. La publicidad que antecedía a la proyección de la película se hacía mediante diapositivas que se pasaban por una especie de iluminador mecánico. Luego comenzaba la cinta que llegaba desgastada por el uso en otras muchas poblaciones y se reventaba con frecuencia, volviendo irascible al público que lanzaba improperios a tutiplén.
La costumbre perduró hasta el cierre del cine. Hoy sexagenario, Ernesto perdió a sus  abuelos y a sus padres, la casa mayor tiene otros dueños, el cine fue demolido, guarda un borroso recuerdo de las películas y los intérpretes de entonces, pero conserva y evoca con afecto los compases melódicos de El Barrilito.