Por: Andrés Quintero Olmos Ningún tacto es más penetrante que el que se experimenta cuando se toca la piel de cobertura de un libro escrito por un hispanoamericano exiliado en París. Se siente el roce de los pellejos criollos dejados durante el manoseo de sus páginas. El lector nostálgico de París subraya con la mirada […]
Por: Andrés Quintero Olmos
Ningún tacto es más penetrante que el que se experimenta cuando se toca la piel de cobertura de un libro escrito por un hispanoamericano exiliado en París. Se siente el roce de los pellejos criollos dejados durante el manoseo de sus páginas. El lector nostálgico de París subraya con la mirada y deja un poco de su materia en aquél.
No creo que haya un momento más apócrifo para la literatura hispanoamericana del siglo pasado, cuando García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar y tantos otros vivían en París, que el instante que aquéllos aprovechaban para sentarse al frente de una panadería imaginando que el olor de los baguettes, recién salido del horno, era el mismo olor que el de la guayaba.
La inspiración de la escritura hispanoamericana en París siempre ha sido fructífera. Porque de tales territorios tan desiguales, consecuencias directas de los contrastes entre nuestros búngalos autóctonos y los barrios de París, sobresale un oasis de imaginación quimérica. Un poco como si entre las avenidas parisinas y la mente del autor hispanoamericano en París crearan una mezcla mística, levemente nostálgica, como si fuese una combustión literaria.
París mantiene, con su encanto hausmaniano, la pulcritud y la viveza de los latinoamericanos caminantes por sus calles. No es en vano que nuestros dos nobeles de literatura hayan escogido a París como teatro de sus pensamientos.
Y esto explica cómo, por ejemplo, Vargas Llosa lograba escribir desde su escritorio en París una escena tan sutilmente latinoamericana como este extraordinario extracto del libro “La ciudad y los perros”: “Desde allí ve, entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio.”*
Parece paradójico pero algunos piensan, y creo que atinan, que para comprender nuestro continente y sus mestizajes, en todos sus ámbitos, se necesita experimentar aquél, pero desde el extranjero, logrando desenfocarse de su cotidianidad, pero sin perder su espíritu al mirar por cada esquina de sus ojos.
Por eso, cuando escucho a los pensadores o líderes latinoamericanos, tanto locales como nacionales, cierro los ojos, oigo sus discursos, y es viable reconocer cual de todos ha madurado únicamente en el lecho latinoamericano y cual ha tenido la estrella de poderlo hacer desde afuera y, más aún, si es desde la ciudad luz.
Twitter: @QuinteroOlmos ; Email: [email protected]
Por: Andrés Quintero Olmos Ningún tacto es más penetrante que el que se experimenta cuando se toca la piel de cobertura de un libro escrito por un hispanoamericano exiliado en París. Se siente el roce de los pellejos criollos dejados durante el manoseo de sus páginas. El lector nostálgico de París subraya con la mirada […]
Por: Andrés Quintero Olmos
Ningún tacto es más penetrante que el que se experimenta cuando se toca la piel de cobertura de un libro escrito por un hispanoamericano exiliado en París. Se siente el roce de los pellejos criollos dejados durante el manoseo de sus páginas. El lector nostálgico de París subraya con la mirada y deja un poco de su materia en aquél.
No creo que haya un momento más apócrifo para la literatura hispanoamericana del siglo pasado, cuando García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar y tantos otros vivían en París, que el instante que aquéllos aprovechaban para sentarse al frente de una panadería imaginando que el olor de los baguettes, recién salido del horno, era el mismo olor que el de la guayaba.
La inspiración de la escritura hispanoamericana en París siempre ha sido fructífera. Porque de tales territorios tan desiguales, consecuencias directas de los contrastes entre nuestros búngalos autóctonos y los barrios de París, sobresale un oasis de imaginación quimérica. Un poco como si entre las avenidas parisinas y la mente del autor hispanoamericano en París crearan una mezcla mística, levemente nostálgica, como si fuese una combustión literaria.
París mantiene, con su encanto hausmaniano, la pulcritud y la viveza de los latinoamericanos caminantes por sus calles. No es en vano que nuestros dos nobeles de literatura hayan escogido a París como teatro de sus pensamientos.
Y esto explica cómo, por ejemplo, Vargas Llosa lograba escribir desde su escritorio en París una escena tan sutilmente latinoamericana como este extraordinario extracto del libro “La ciudad y los perros”: “Desde allí ve, entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio.”*
Parece paradójico pero algunos piensan, y creo que atinan, que para comprender nuestro continente y sus mestizajes, en todos sus ámbitos, se necesita experimentar aquél, pero desde el extranjero, logrando desenfocarse de su cotidianidad, pero sin perder su espíritu al mirar por cada esquina de sus ojos.
Por eso, cuando escucho a los pensadores o líderes latinoamericanos, tanto locales como nacionales, cierro los ojos, oigo sus discursos, y es viable reconocer cual de todos ha madurado únicamente en el lecho latinoamericano y cual ha tenido la estrella de poderlo hacer desde afuera y, más aún, si es desde la ciudad luz.
Twitter: @QuinteroOlmos ; Email: [email protected]