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Columnista - 2 agosto, 2011

Homenaje a mis valores

BITÁCORA Por: Oscar Ariza Entre las distinciones que hacemos a quienes de una u otra forma han tenido un papel importante en nuestra formación, está el reconocimiento a los padres y maestros que nos han dado las bases para ser lo que somos en los momentos trascendentales de la vida; en el hogar, la escuela, […]

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BITÁCORA

Por: Oscar Ariza

Entre las distinciones que hacemos a quienes de una u otra forma han tenido un papel importante en nuestra formación, está el reconocimiento a los padres y maestros que nos han dado las bases para ser lo que somos en los momentos trascendentales de la vida; en el hogar, la escuela, universidad y en el trabajo. Sin embargo, hay otros,  que aunque el tiempo los relegue al recuerdo momentáneo,  nos damos cuenta del sagrado valor que tuvieron en su momento y aún conservan en nuestra grata manera de recordarlos. Ellos, ayudaron a entender que las dificultades son más fáciles de superar cuando hay alguien que con paciencia, solidaridad y amor ayude a vencer los miedos que  impiden seguir el camino; mejor si es la familia la que teje esos hilos de salvación que nos siguen enredando en los afectos.

Actividades que suelen ser fáciles desde la adultez, en la infancia causaron una dificultad tal, que aún nos vienen a la memoria las ayudas recibidas como el mejor homenaje de gratitud hacia ellos.

De  mi tía María Cristina recuerdo  que fue quien me enseñó con cantos a amarrar los cordones de mis zapatos, después de los  intentos fallidos e impacientes de mucha gente. Aunque mi abuelo me enseñó a  conocer la hora por el sol, no olvido que mi madre, después de tantas frustraciones en la escuela, me enseñó en casa a leer las horas en las manecillas del reloj; su calor maternal me enseñó también a coger los cubiertos en la mesa, a cocinar y a combinar los cinturones con los zapatos.

De mi hermano Marco aprendí desde su paciencia y solidaridad a manejar bicicleta, con tal de que luego de muchas caídas se la pudiera prestar para su diversión. De Fernando, mi otro hermano, después de muchos combates y forcejeos, aprendí a ser valeroso y de carácter aguerrido ante las dificultades. A la primera novia le debo el haber superado el vicio de chupar dedo a mis catorce años, metiendo mi mano en una media durante muchas noches, pues ni el ají picante, ni el yeso, ni el excremento de gallina lograron conseguir que lo dejara. Es ahí donde el amor extrañamente actúa como mejor medicina ante cualquier anomalía.

Mi padre me enseñó las fábulas de Pombo,  a hacer el nudo de la corbata aunque poco la he usado, pero sobre todo me enseñó que por encima de cometas, balones, bicicletas, video juegos,  y carritos,  él era el mejor de mis juguetes. De esos dos  hermanos mayores aprendí a silbar, bailar trompo y  que cuando se llegaba tarde a casa, debía buscar un huesito y llevarlo al bolsillo,  pues era un buen amuleto para que no me pegaran por desobediente. Eso al igual que echarme  ají picante en las manos para que se partiera la regla de madera con la que la profesora  me azotaba, tampoco sirvió de nada; nunca funcionó, pero me hizo descubrir en el mito y en la unión familiar  una fuente indispensable para aferrarme a la fe en un mundo mejor.

Ya grande he aprendido de mucha gente como Cristian, el haberme enseñado cosas valiosas como callar con humildad y esperar a que la vida nos determine la oportunidad de ser escuchados; de Carmen, a celebrar la vida sonriendo; de María Emma, a reírme con seriedad; de Adalberto a ser austero, de mis sobrinitos, a entender los reveces de la realidad y del amor, he aprendido cosas tan simplemente ignoradas como lavarme el cabello con champú y acondicionador todos los días, superar el temor a la piña, pero sobre todo a entender la grandeza, el poder, la misericordia de Dios y la necesidad de ajustarnos a él.

Hoy, la  familia corre el riesgo de  desnuclearizarse, pues a veces el trabajo priva a padres e hijos de superar dificultades juntos, de aprender de la mano del otro, porque las responsabilidades se dejan a las escuelas y a empleadas del servicio doméstico, que aunque hacen bien su trabajo, jamás podrán tener la misma fuerza mágica de los padres, la misma que tienen los huesitos y el ají para ayudarnos a creer que el mundo puede ser mejor si soñamos en compañía, en lugar de volvernos solitarios e individualistas ante el acoso de la postmodernidad.

[email protected]

Columnista
2 agosto, 2011

Homenaje a mis valores

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Oscar Ariza Daza

BITÁCORA Por: Oscar Ariza Entre las distinciones que hacemos a quienes de una u otra forma han tenido un papel importante en nuestra formación, está el reconocimiento a los padres y maestros que nos han dado las bases para ser lo que somos en los momentos trascendentales de la vida; en el hogar, la escuela, […]


BITÁCORA

Por: Oscar Ariza

Entre las distinciones que hacemos a quienes de una u otra forma han tenido un papel importante en nuestra formación, está el reconocimiento a los padres y maestros que nos han dado las bases para ser lo que somos en los momentos trascendentales de la vida; en el hogar, la escuela, universidad y en el trabajo. Sin embargo, hay otros,  que aunque el tiempo los relegue al recuerdo momentáneo,  nos damos cuenta del sagrado valor que tuvieron en su momento y aún conservan en nuestra grata manera de recordarlos. Ellos, ayudaron a entender que las dificultades son más fáciles de superar cuando hay alguien que con paciencia, solidaridad y amor ayude a vencer los miedos que  impiden seguir el camino; mejor si es la familia la que teje esos hilos de salvación que nos siguen enredando en los afectos.

Actividades que suelen ser fáciles desde la adultez, en la infancia causaron una dificultad tal, que aún nos vienen a la memoria las ayudas recibidas como el mejor homenaje de gratitud hacia ellos.

De  mi tía María Cristina recuerdo  que fue quien me enseñó con cantos a amarrar los cordones de mis zapatos, después de los  intentos fallidos e impacientes de mucha gente. Aunque mi abuelo me enseñó a  conocer la hora por el sol, no olvido que mi madre, después de tantas frustraciones en la escuela, me enseñó en casa a leer las horas en las manecillas del reloj; su calor maternal me enseñó también a coger los cubiertos en la mesa, a cocinar y a combinar los cinturones con los zapatos.

De mi hermano Marco aprendí desde su paciencia y solidaridad a manejar bicicleta, con tal de que luego de muchas caídas se la pudiera prestar para su diversión. De Fernando, mi otro hermano, después de muchos combates y forcejeos, aprendí a ser valeroso y de carácter aguerrido ante las dificultades. A la primera novia le debo el haber superado el vicio de chupar dedo a mis catorce años, metiendo mi mano en una media durante muchas noches, pues ni el ají picante, ni el yeso, ni el excremento de gallina lograron conseguir que lo dejara. Es ahí donde el amor extrañamente actúa como mejor medicina ante cualquier anomalía.

Mi padre me enseñó las fábulas de Pombo,  a hacer el nudo de la corbata aunque poco la he usado, pero sobre todo me enseñó que por encima de cometas, balones, bicicletas, video juegos,  y carritos,  él era el mejor de mis juguetes. De esos dos  hermanos mayores aprendí a silbar, bailar trompo y  que cuando se llegaba tarde a casa, debía buscar un huesito y llevarlo al bolsillo,  pues era un buen amuleto para que no me pegaran por desobediente. Eso al igual que echarme  ají picante en las manos para que se partiera la regla de madera con la que la profesora  me azotaba, tampoco sirvió de nada; nunca funcionó, pero me hizo descubrir en el mito y en la unión familiar  una fuente indispensable para aferrarme a la fe en un mundo mejor.

Ya grande he aprendido de mucha gente como Cristian, el haberme enseñado cosas valiosas como callar con humildad y esperar a que la vida nos determine la oportunidad de ser escuchados; de Carmen, a celebrar la vida sonriendo; de María Emma, a reírme con seriedad; de Adalberto a ser austero, de mis sobrinitos, a entender los reveces de la realidad y del amor, he aprendido cosas tan simplemente ignoradas como lavarme el cabello con champú y acondicionador todos los días, superar el temor a la piña, pero sobre todo a entender la grandeza, el poder, la misericordia de Dios y la necesidad de ajustarnos a él.

Hoy, la  familia corre el riesgo de  desnuclearizarse, pues a veces el trabajo priva a padres e hijos de superar dificultades juntos, de aprender de la mano del otro, porque las responsabilidades se dejan a las escuelas y a empleadas del servicio doméstico, que aunque hacen bien su trabajo, jamás podrán tener la misma fuerza mágica de los padres, la misma que tienen los huesitos y el ají para ayudarnos a creer que el mundo puede ser mejor si soñamos en compañía, en lugar de volvernos solitarios e individualistas ante el acoso de la postmodernidad.

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