-->
Hay historias que se graban en la historia con tinta indeleble. Una de ellas es la de Singapur, un pequeño país-isla, sin recursos naturales, rodeado de incertidumbre, azotado por la pobreza y la corrupción, que logró lo impensable: en una sola generación pasó de ser un país del Tercer Mundo a una de las potencias económicas más admiradas del planeta. Y lo hizo a través del arma más poderosa que existe: el liderazgo férreo y visionario.
Hay historias que se graban en la historia con tinta indeleble. Una de ellas es la de Singapur, un pequeño país-isla, sin recursos naturales, rodeado de incertidumbre, azotado por la pobreza y la corrupción, que logró lo impensable: en una sola generación pasó de ser un país del Tercer Mundo a una de las potencias económicas más admiradas del planeta. Y lo hizo a través del arma más poderosa que existe: el liderazgo férreo y visionario.
La figura que cambió la historia fue Lee Kuan Yew, su primer ministro fundador, un hombre que comprendió, como lo dijo alguna vez Platón, que “el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”. Lee no se desentendió ni por un segundo. Gobernó por más de tres décadas con mano firme, con medidas que para muchos rozaban el autoritarismo, pero que eran, en el fondo, un acto de amor inquebrantable por su país.
Implementó leyes estrictas, erradicó la corrupción desde sus raíces más profundas, e instauró un orden social y jurídico que hoy parece una utopía en países como el nuestro. “Si quieres saber cómo vencer la corrupción, comienza por castigar con el mismo rigor al ladrón de cuello blanco que al de la calle”, decía Lee con una contundencia que hoy resuena como un eco lejano en los pasillos del Congreso colombiano.
Pero ¿qué fue lo que realmente logró el milagro de Singapur? La respuesta es simple y compleja al mismo tiempo: disciplina, visión y cultura. Porque las leyes, por duras que sean, no bastan. Se requiere tiempo para que la disciplina cree hábitos, y que esos hábitos terminen modelando una nueva cultura. Y eso solo lo puede lograr un liderazgo coherente, persistente y honesto.
Ahora miremos hacia adentro, hacia Colombia, nuestro amado país, tan rico en alma como pobre en dirección. Aquí, la historia parece caminar en círculos, y la gente —nosotros, todos— transitamos como autómatas entre la resignación y la esperanza. A veces da la impresión de que vivimos en una tierra sin norte, sin sentido, donde cada uno intenta sobrevivir a su manera, como si no hubiese un proyecto común, una visión compartida.
Pero no siempre fue así. Recuerdo vívidamente el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez, no por su figura política, sino por lo que provocó en el ánimo nacional: la sensación de que había un timón, que alguien tenía el control del barco. Fue la primera vez en mucho tiempo que vi cómo el colombiano comenzaba a cambiar. Hasta los policías de tránsito dejaron de pedir sobornos en las esquinas. Había algo en el ambiente: respeto, dirección, orden.
Colombia es un país fértil. Lo que siembras aquí, germina. Si siembras bondad, brota bondad. Si siembras odio, crece odio. Nuestro problema es que llevamos tanto tiempo sembrando violencia, injusticia, corrupción y desgobierno, que nos hemos olvidado de cómo se cultiva la esperanza. En esta vorágine, todos somos responsables. No se trata de señalar con el dedo. Porque ya no sabemos si fue primero el huevo o la gallina: ¿un pueblo corrupto que creó gobernantes a su imagen y semejanza, o una clase dirigente podrida que nos llevó a la apatía y a la desesperanza? Probablemente, fue una mezcla de las dos.
Sin embargo, hay algo de lo que sí estoy absolutamente seguro: cuando en Colombia surja un líder verdaderamente puro, coherente, valiente y honesto, este país será imparable. Tenemos el talento, la riqueza natural, la pasión, la calidez humana, la creatividad… lo tenemos todo. Solo nos falta dirección.
Como decía el propio Lee Kuan Yew: “Dirigir un país es como volar un avión: necesitas saber a dónde vas, entender los controles, y tener el coraje de enfrentar tormentas.” Nosotros llevamos demasiado tiempo volando a ciegas, con pilotos improvisados y mapas rotos. Pero no todo está perdido.
Singapur nos demuestra que sí se puede. Que incluso desde el lodo más profundo se puede edificar un imperio de dignidad, si hay visión y carácter. Que el orden no es lo opuesto a la libertad, sino su condición previa. Que la autoridad no es enemiga del amor, sino su brazo fuerte cuando se trata de proteger lo más sagrado: el futuro de una nación.
Colombia no necesita una dictadura, ni leyes opresoras. Lo que necesita es liderazgo con propósito, justicia sin privilegios, y una cultura del esfuerzo y el mérito que reemplace al clientelismo y la trampa. Necesita líderes que no quieran robarse el país, sino reconstruirlo con el sudor de su frente y el brillo de su ejemplo.
El milagro de Singapur no es inalcanzable. Es simplemente el resultado lógico de sembrar lo correcto durante el tiempo suficiente. Que no se nos olvide jamás: la cultura no es un accidente. Es la consecuencia inevitable del liderazgo.
Y si algún día nace en nuestra tierra un Lee Kuan Yew criollo, que no lo dejemos solo. Porque cambiar un país no es tarea de uno, sino de todos. Y Colombia, mi patria amada, está lista. Solo necesita recordar quién es. Y lo que puede llegar a ser.
“Las naciones tienen la historia que merecen, pero también la posibilidad de cambiarla si tienen el coraje suficiente” (Hernán José Restrepo Muñoz).
Por: Hernán José Restrepo Muñoz.
Hay historias que se graban en la historia con tinta indeleble. Una de ellas es la de Singapur, un pequeño país-isla, sin recursos naturales, rodeado de incertidumbre, azotado por la pobreza y la corrupción, que logró lo impensable: en una sola generación pasó de ser un país del Tercer Mundo a una de las potencias económicas más admiradas del planeta. Y lo hizo a través del arma más poderosa que existe: el liderazgo férreo y visionario.
Hay historias que se graban en la historia con tinta indeleble. Una de ellas es la de Singapur, un pequeño país-isla, sin recursos naturales, rodeado de incertidumbre, azotado por la pobreza y la corrupción, que logró lo impensable: en una sola generación pasó de ser un país del Tercer Mundo a una de las potencias económicas más admiradas del planeta. Y lo hizo a través del arma más poderosa que existe: el liderazgo férreo y visionario.
La figura que cambió la historia fue Lee Kuan Yew, su primer ministro fundador, un hombre que comprendió, como lo dijo alguna vez Platón, que “el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”. Lee no se desentendió ni por un segundo. Gobernó por más de tres décadas con mano firme, con medidas que para muchos rozaban el autoritarismo, pero que eran, en el fondo, un acto de amor inquebrantable por su país.
Implementó leyes estrictas, erradicó la corrupción desde sus raíces más profundas, e instauró un orden social y jurídico que hoy parece una utopía en países como el nuestro. “Si quieres saber cómo vencer la corrupción, comienza por castigar con el mismo rigor al ladrón de cuello blanco que al de la calle”, decía Lee con una contundencia que hoy resuena como un eco lejano en los pasillos del Congreso colombiano.
Pero ¿qué fue lo que realmente logró el milagro de Singapur? La respuesta es simple y compleja al mismo tiempo: disciplina, visión y cultura. Porque las leyes, por duras que sean, no bastan. Se requiere tiempo para que la disciplina cree hábitos, y que esos hábitos terminen modelando una nueva cultura. Y eso solo lo puede lograr un liderazgo coherente, persistente y honesto.
Ahora miremos hacia adentro, hacia Colombia, nuestro amado país, tan rico en alma como pobre en dirección. Aquí, la historia parece caminar en círculos, y la gente —nosotros, todos— transitamos como autómatas entre la resignación y la esperanza. A veces da la impresión de que vivimos en una tierra sin norte, sin sentido, donde cada uno intenta sobrevivir a su manera, como si no hubiese un proyecto común, una visión compartida.
Pero no siempre fue así. Recuerdo vívidamente el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez, no por su figura política, sino por lo que provocó en el ánimo nacional: la sensación de que había un timón, que alguien tenía el control del barco. Fue la primera vez en mucho tiempo que vi cómo el colombiano comenzaba a cambiar. Hasta los policías de tránsito dejaron de pedir sobornos en las esquinas. Había algo en el ambiente: respeto, dirección, orden.
Colombia es un país fértil. Lo que siembras aquí, germina. Si siembras bondad, brota bondad. Si siembras odio, crece odio. Nuestro problema es que llevamos tanto tiempo sembrando violencia, injusticia, corrupción y desgobierno, que nos hemos olvidado de cómo se cultiva la esperanza. En esta vorágine, todos somos responsables. No se trata de señalar con el dedo. Porque ya no sabemos si fue primero el huevo o la gallina: ¿un pueblo corrupto que creó gobernantes a su imagen y semejanza, o una clase dirigente podrida que nos llevó a la apatía y a la desesperanza? Probablemente, fue una mezcla de las dos.
Sin embargo, hay algo de lo que sí estoy absolutamente seguro: cuando en Colombia surja un líder verdaderamente puro, coherente, valiente y honesto, este país será imparable. Tenemos el talento, la riqueza natural, la pasión, la calidez humana, la creatividad… lo tenemos todo. Solo nos falta dirección.
Como decía el propio Lee Kuan Yew: “Dirigir un país es como volar un avión: necesitas saber a dónde vas, entender los controles, y tener el coraje de enfrentar tormentas.” Nosotros llevamos demasiado tiempo volando a ciegas, con pilotos improvisados y mapas rotos. Pero no todo está perdido.
Singapur nos demuestra que sí se puede. Que incluso desde el lodo más profundo se puede edificar un imperio de dignidad, si hay visión y carácter. Que el orden no es lo opuesto a la libertad, sino su condición previa. Que la autoridad no es enemiga del amor, sino su brazo fuerte cuando se trata de proteger lo más sagrado: el futuro de una nación.
Colombia no necesita una dictadura, ni leyes opresoras. Lo que necesita es liderazgo con propósito, justicia sin privilegios, y una cultura del esfuerzo y el mérito que reemplace al clientelismo y la trampa. Necesita líderes que no quieran robarse el país, sino reconstruirlo con el sudor de su frente y el brillo de su ejemplo.
El milagro de Singapur no es inalcanzable. Es simplemente el resultado lógico de sembrar lo correcto durante el tiempo suficiente. Que no se nos olvide jamás: la cultura no es un accidente. Es la consecuencia inevitable del liderazgo.
Y si algún día nace en nuestra tierra un Lee Kuan Yew criollo, que no lo dejemos solo. Porque cambiar un país no es tarea de uno, sino de todos. Y Colombia, mi patria amada, está lista. Solo necesita recordar quién es. Y lo que puede llegar a ser.
“Las naciones tienen la historia que merecen, pero también la posibilidad de cambiarla si tienen el coraje suficiente” (Hernán José Restrepo Muñoz).
Por: Hernán José Restrepo Muñoz.