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Columnista - 15 enero, 2025

A veces llegan cartas

Algunos que sobrepasamos cierta edad, pudimos sentir la emoción que ocasionó la espera de una carta. Una ansiedad que marcaba muchas veces incertidumbre por lo que se esperaba leer. Noticias de alguien amado, o tal vez no. Noticias alegres, otras no tanto, pero al fin y al cabo eran noticias que venían de otros lados.

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Algunos que sobrepasamos cierta edad, pudimos sentir la emoción que ocasionó la espera de una carta. Una ansiedad que marcaba muchas veces incertidumbre por lo que se esperaba leer. Noticias de alguien amado, o tal vez no. Noticias alegres, otras no tanto, pero al fin y al cabo eran noticias que venían de otros lados.

Rasgar y abrir el sobre llevaba a veces un determinado ritual, pues dependiendo de quien fuera el remitente se advertía la necesidad de resguardar o no cualquier vestigio de lo que pudiera ser un recuerdo efímero o inmortal, atendiendo las circunstancias.

Muchos esperaban la llegada del cartero, sea oficial o no; a nadie le importaba quién entregaba la carta, solo importaba el mensaje a entregar. La madre expectante por saber del hijo que andaba lejos preguntaba para quién era la carta entregada; la hija enamorada sin pretender parecer desesperada por tener noticias de aquel amado a escondidas con sutileza intentaba saber de reojo si era para ella; el viejo padre, ansioso deseaba igualmente recibir noticias que aliviaran su afán por el reconocimiento de alguna pensión o aumento de la misma, evocando al coronel; hasta la señora que nos ayudaba en los quehaceres de la casa indagaba si era para ella, aunque no supiera leer. En fin, todos de alguna manera anhelaban esa carta.

Hoy, los tiempos han cambiado. Si bien existe la oficina de correos en algunos países como el nuestro, ya esta no se encarga de entregar este tipo de cartas, su objeto es otro. Las cartas que ahora entregan, en su mayoría, son las de cobro enviadas por las casas de cobranzas o de algún banco advirtiendo la mora en alguna obligación crediticia o el anuncio de unas medidas cautelares por el incumplimiento de estas.

Ya no llegan cartas de amor, ni siquiera de advertencias mortales. Mucho menos llegan cartas perfumadas o escritas en esquelas u hojas adornadas con florecitas que advierten pasiones que no se pueden expresar o escribir con letras por parte de alguna dama romántica o recatada. No, ya ese tipo de cartas se extinguieron, literal, han desaparecido. Hace décadas nacieron los correos electrónicos que sepultaron a las cartas tradicionales, ni siquiera dando oportunidad a los destinatarios para negarse a recibirlos. 

Ya el cartero no debe esperar a que les abran la puerta o depositar aquellas cartas que contienen alegrías, tristezas o esperanzas en algún buzón físico. Entre otras cosas, porque ya tampoco existen los carteros, pues desde hace mucho tiempo ahora existen los servicios de mensajería especializada que prestan el servicio de entrega de algunas cartas sobrevivientes a la tecnología. Mucho menos hay perros que persigan y ladren a los carteros, pues ahora estos caninos están ocupados y extasiados en el confort de sus hogares deleitándose con concentrados elaborados con una estricta dieta alimenticia saludable para ellos. Hasta ya son pocos los perros que persiguen a alguien con la salvedad de aquellos sobrevivientes que habitan en algún pueblo de calles polvorientas olvidado en la geografía de nuestro país.

A veces llegan cartas, claro que sí, pero ya no son de esas que anhelamos. Ya no existen aquellas que cuando llegan agitan nuestro corazón, que esperamos algún día con el credo en la boca como decía mi madre; ni mucho menos con algún sello oficial que nos haga interesar en ella, como las que esperaba nuestro padre o el abuelo. Hoy, las que llegan ni siquiera las abrimos, porque sin abrirlas no nos interesa lo que dice en su contenido. Ya no llevan el nombre del remitente ni tampoco el del destinatario escritos con el puño y letra de quien las escribía. Ya estos datos están escritos en una hoja impresa al volante anexo del servicio de mensajería que nos la entrega.

Mientras tanto, con nostalgia, me uno a los interrogantes del escritor Simón Garfield: “¿Cuándo llegará ese día memorable, esa última carta auténtica? ¿El próximo miércoles? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de cinco años? No sabremos que era la última hasta meses o años después, cuando miremos atrás para valorar el pasado…”.   

POR: JAIRO MEJÍA.

Columnista
15 enero, 2025

A veces llegan cartas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jairo Mejía Cuello

Algunos que sobrepasamos cierta edad, pudimos sentir la emoción que ocasionó la espera de una carta. Una ansiedad que marcaba muchas veces incertidumbre por lo que se esperaba leer. Noticias de alguien amado, o tal vez no. Noticias alegres, otras no tanto, pero al fin y al cabo eran noticias que venían de otros lados.


Algunos que sobrepasamos cierta edad, pudimos sentir la emoción que ocasionó la espera de una carta. Una ansiedad que marcaba muchas veces incertidumbre por lo que se esperaba leer. Noticias de alguien amado, o tal vez no. Noticias alegres, otras no tanto, pero al fin y al cabo eran noticias que venían de otros lados.

Rasgar y abrir el sobre llevaba a veces un determinado ritual, pues dependiendo de quien fuera el remitente se advertía la necesidad de resguardar o no cualquier vestigio de lo que pudiera ser un recuerdo efímero o inmortal, atendiendo las circunstancias.

Muchos esperaban la llegada del cartero, sea oficial o no; a nadie le importaba quién entregaba la carta, solo importaba el mensaje a entregar. La madre expectante por saber del hijo que andaba lejos preguntaba para quién era la carta entregada; la hija enamorada sin pretender parecer desesperada por tener noticias de aquel amado a escondidas con sutileza intentaba saber de reojo si era para ella; el viejo padre, ansioso deseaba igualmente recibir noticias que aliviaran su afán por el reconocimiento de alguna pensión o aumento de la misma, evocando al coronel; hasta la señora que nos ayudaba en los quehaceres de la casa indagaba si era para ella, aunque no supiera leer. En fin, todos de alguna manera anhelaban esa carta.

Hoy, los tiempos han cambiado. Si bien existe la oficina de correos en algunos países como el nuestro, ya esta no se encarga de entregar este tipo de cartas, su objeto es otro. Las cartas que ahora entregan, en su mayoría, son las de cobro enviadas por las casas de cobranzas o de algún banco advirtiendo la mora en alguna obligación crediticia o el anuncio de unas medidas cautelares por el incumplimiento de estas.

Ya no llegan cartas de amor, ni siquiera de advertencias mortales. Mucho menos llegan cartas perfumadas o escritas en esquelas u hojas adornadas con florecitas que advierten pasiones que no se pueden expresar o escribir con letras por parte de alguna dama romántica o recatada. No, ya ese tipo de cartas se extinguieron, literal, han desaparecido. Hace décadas nacieron los correos electrónicos que sepultaron a las cartas tradicionales, ni siquiera dando oportunidad a los destinatarios para negarse a recibirlos. 

Ya el cartero no debe esperar a que les abran la puerta o depositar aquellas cartas que contienen alegrías, tristezas o esperanzas en algún buzón físico. Entre otras cosas, porque ya tampoco existen los carteros, pues desde hace mucho tiempo ahora existen los servicios de mensajería especializada que prestan el servicio de entrega de algunas cartas sobrevivientes a la tecnología. Mucho menos hay perros que persigan y ladren a los carteros, pues ahora estos caninos están ocupados y extasiados en el confort de sus hogares deleitándose con concentrados elaborados con una estricta dieta alimenticia saludable para ellos. Hasta ya son pocos los perros que persiguen a alguien con la salvedad de aquellos sobrevivientes que habitan en algún pueblo de calles polvorientas olvidado en la geografía de nuestro país.

A veces llegan cartas, claro que sí, pero ya no son de esas que anhelamos. Ya no existen aquellas que cuando llegan agitan nuestro corazón, que esperamos algún día con el credo en la boca como decía mi madre; ni mucho menos con algún sello oficial que nos haga interesar en ella, como las que esperaba nuestro padre o el abuelo. Hoy, las que llegan ni siquiera las abrimos, porque sin abrirlas no nos interesa lo que dice en su contenido. Ya no llevan el nombre del remitente ni tampoco el del destinatario escritos con el puño y letra de quien las escribía. Ya estos datos están escritos en una hoja impresa al volante anexo del servicio de mensajería que nos la entrega.

Mientras tanto, con nostalgia, me uno a los interrogantes del escritor Simón Garfield: “¿Cuándo llegará ese día memorable, esa última carta auténtica? ¿El próximo miércoles? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de cinco años? No sabremos que era la última hasta meses o años después, cuando miremos atrás para valorar el pasado…”.   

POR: JAIRO MEJÍA.