El general vallenato Vicente Sebastian Mestre, tras una batalla legal, hace 120 años, tuvo el control de la sede de gobierno de los presidentes de Venezuela. Mestre, un prolífico y versátil escritor, propuso a los ejércitos hispanoamericanos normas del ‘derecho de la guerra’, destinado a humanizar las hostilidades.
Vicente Sebastian Mestre Socarrás, nacido en Valledupar el 10 de enero de 1858, hace 167 años, fue un militar preparado en Europa, que sobresalió por sus estudios sobre la ciencia y el derecho de la disciplina militar, viajó por los países latinoamericanos e intervino en la vida social y política en Venezuela. No tuvo descendencia y murió, según la Biblioteca Nacional de Francia, en 1919.
Una versión en Valledupar sostiene que se suicidó en el Capitolio Nacional en Bogotá, como el pariente Coronel, esperando una pensión, más que por interés económico, por el reconocimiento de la Nación por su posturas en defensa del país y de sus límites territoriales. Dos siglos atrás su antepasado español Vicente Sebastian Mestre fue gobernador de Santa Marta (1672-1678). “Su abuelo fue el cura Joseph Valentín Mestre Gonzalez”, dice el investigador Alfredo Mestre Orozco en su libro ‘El Padre Valentín’, Valledupar 2004.
Su vinculación a Venezuela y su conocimiento de la política y de los militares venezolanos, que generalmente se convertían en políticos y gobernantes, fue estrecha y no pocas veces conflictiva. Su amistad y relación con ellos le produjo satisfacciones pero también situaciones embarazosas como su famoso pleito judicial y su expulsión en 1908 por el presidente Cipriano Castro. Este había estudiado en Pamplona. Permaneció en Colombia siete años, de donde inició una revolución armada que lo llevó al poder a fines de siglo XIX, acompañado de su futuro sucesor Juan Vicente Gomez, el legendario dictador de la primera mitad del siglo XX. Castro apoyó la rebelión de los liberales colombianos en la Guerra de los Mil Días.
El plano topográfico de Caracas de 1894 del general Mestre fue la mejor referencia espacial-geográfica de la capital venezolana por muchas décadas.
Mestre escribió una veintena de libros, en su mayor parte dirigidos a los militares y unos libelos defendiendo sus derechos en un conflicto con el presidente de Venezuela, Joaquín Crespo, que no le pagó los servicios de elaboración del Código Militar, para el ejército de la hermana República. Crespo vivía, con su esposa Jacinta Parejo, la mejor y más grande residencia de estilo real de Caracas, que fue objeto de su acción judicial al punto de que pudo ser liberada solo cuando el gobierno la adquirió en 1911.
En el oficial Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, cuyo ejemplar, consultado por el autor, reposa en la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM (página 6) se lee: “El 20 de junio de 1911, el Palacio de Miraflores fue adquirido por la Nación para ser usada como residencia y despacho de los presidentes de la República, de conformidad con el acuerdo sancionado por la Asamblea Nacional Constituyente, el 28 de marzo de 1901. En realidad no se trató de una operación de Compra- Venta (ver documento publicado en el BAHM No 4 pp 209-210) sino de un remate judicial en subasta pública originado en la demanda que el ciudadano colombiano Vicente Sebastian Mestre, introdujo en contra de la sucesión del General Joaquín Crespo, quien había comprado la posesión en 1884 y construido el Palacio en 1898, como residencia particular”.
El documento que publicamos a continuación constituye una de las vicisitudes acaecidas en el curso del proceso seguido contra los herederos de Joaquin Crespo. Se trata de una extensa comunicación, datada en 1903, que dirige el demandante al general Cipriano Castro en su condición de presidente de los Estados Unidos de Venezuela, en donde denuncia la denegación de justicia de que ha sido objeto por parte de los tribunales venezolanos debido al poder e influencia que sobre éste ejerce la parte demandada, es decir, la sucesión Crespo.
Después de relatar en resumen sucinto las incidencias sufridas desde 1895, por el reclamo de la restitución de la obra inédita denominada ‘Proyecto de Código Militar’, constante de siete volúmenes de manuscritos numerados y lujosamente empastados, el remitente expone cómo “habiendo fallado hacia (sic) todas las instancias judiciales, le ha sido imposible hacer ejecutar las faltas debido a la perturbación que los abogados de la contraparte impone en los juzgados. Es por tal razón que solicita la intervención del Poder Ejecutivo Federal con el objeto de restablecer el imperio de la justicia”.
Aun cuando en el documento no se menciona a Miraflores, consideramos este texto como una curiosidad histórica en el proceso de adquisición del Palacio, debido a que fue este pleito judicial el que culminó en la operación de compra efectuada en 1911.
Crespo comisionó al arquitecto italiano Giuseppe Orsi de Montbello las obras del Palacio, que se apoyó en otros arquitectos y pintores. Al morir aquel quedó en manos de su esposa Jacinta Parejo, conocida como Misiá Jacinta. Por la majestuosidad del edificio y a raíz del terremoto de Caracas del 29 de octubre de 1900, pensando en que la casa tenía una habitación antisísmica, el presidente Cipriano Castro propuso a la viuda pagarle 2.000 bolívares mensuales de arriendo. Se cuenta que Castro, del miedo, había saltado de una ventana de la casa en que estaba frente a la plaza de Bolivar.
El 13 de mayo de 1911, el apoderado de Mestre, José Maria Galavís, procedió a embargar para remate el inmueble y efectivamente fue rematado por 500.000 bolívares -la pretensión del general Mestre era por 111.000 pesos oro-, y el 19 de junio de 1911 se le vendió a la Nación por dicho valor.
En Venezuela, en los corrillos de veredas y calles, se tejen todo tipo de historias alrededor de la sede presidencial. La vida palaciega en los aposentos de poder ha sido pródiga de acontecimientos de violencia, protagonizados por los militares, en los que se ha lacerado buena parte de la vida republicana y democrática. Quiénes mejor para contarlo que los propios venezolanos:
“Antes de pertenecer al patrimonio nacional, despachó en Miraflores el general Cipriano Castro ̶ después del terremoto de 1900 ̶ y luego el general Juan Vicente Gómez, cuando éste quedaba encargado de la presidencia. En la madrugada del 22 de junio de 1923, en una de las piezas de la galería situada al este del edificio, fue asesinado de 7 puñaladas, el general Juan Crisóstomo Gómez, hermano del presidente de la República.
El hecho se consumó en el propio lecho de la víctima y la reacción del mandatario fue feroz, desatándose en el interior del Palacio de Miraflores sanguinarias venganzas en las personas de la servidumbre y encarcelamientos de personas enemigas del régimen, entre ellas, el poeta Francisco Pimentel, “Job Pim”, y el caricaturista Leoncio Martínez, “Leo”. Hasta los años cincuenta, existían aún los sótanos en donde se torturaba y encadenaba a los prisioneros.
De 1911 en adelante, ya convertida la mansión en Despacho Presidencial, actuaron en ella los presidentes Juan Vicente Gómez, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Carlos Delgado Chalbaud, Germán Suárez Flamerich, Marcos Pérez Jiménez, el propio Betancourt nuevamente, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campíns, Jaime Lusinchi, Pérez otra vez, Ramón J. Velásquez, Caldera de nuevo, y Hugo Chávez y el actual presidente Nicolás Maduro”.
Y finaliza la cita con la dificil historia de para construir la democracia venezolana : “Durante el gobierno gomecista y a raíz del asesinato del hermano del presidente, Miraflores fue escenario de no pocos crímenes y torturas.
El 18 de octubre de 1945, al caer el gobierno presidido por el general Isaías Medina Angarita, se instaló en Miraflores la Junta Revolucionaria de Gobierno que presidió Rómulo Betancourt. El 24 de noviembre de 1948, el movimiento subversivo que derrocó al presidente constitucional Rómulo Gallegos tuvo su epílogo en Miraflores al instalarse en el Palacio la Junta Militar, bajo la presidencia de Carlos Delgado Chalbaud. Igual cosa sucedió a raíz de su muerte (1950), cuando se reformó la Junta, bajo la presidencia del doctor Germán Suárez Flamerich.
Años más tarde, en 1992, una intentona golpista, dirigida por el teniente coronel Hugo Chávez, asaltó violentamente al Palacio, pretendiendo derrocar al entonces presidente Carlos Andrés Pérez.
Los sucesos del movimiento del 23 de enero de 1958, que derribó del poder al general Marcos Pérez Jiménez, se escenificaron en el Palacio Blanco (…) Hay un segundo piso en Miraflores que muy pocas personas conocen. Es la suite presidencial con una hermosa terraza y un jardín estilo japonés. Pocos presidentes han dormido en esta suite, ya que la mayoría de ellos han preferido vivir fuera del Palacio de Miraflores.
Después del atentado al presidente Rómulo Betancourt, en 1960, este permaneció varios días en Miraflores reponiéndose de las heridas. También Gonzalo Barrios, durante su suplencia a Leoni, durmió en la suite Presidencial. Otros presidentes como Jaime Lusinchi y Hugo Chávez disfrutaron esta alcoba. Dicen que Nicolás Maduro también habita ese aposento.
En Miraflores se han ofrecido elegantes recepciones y fiestas señoriales, pero estas han escaseado en los últimos tiempos. Miraflores mantiene su antiguo esplendor. Continúa sirviendo para funciones oficiales. Guarda este palacio de Misia Jacinta, como muchos lo llaman, un mundo de leyendas misteriosas, entre las cuales figura la existencia de un túnel hasta Caño Amarillo, construido por Crespo.
Dicen que en las noches se oyen lamentos en los sótanos y risas en los corredores. Afirman muchos, haber visto fantasmas y escuchado ruidos tenebrosos, hacia la medianoche. Nadie puede hoy comprobar esto. En Miraflores nunca se habla de Miraflores, ni se descorre el telón de su misterio. Ya en Miraflores no se ofrecen datos sobre su vida, ni se permite tomar fotografías. Miraflores se está convirtiendo en una Esfinge” (Tomado del portal de la Cámara de Comercio de Caracas, denominado ‘El Palacio de Misia Jacinta’).
Una esfinge es la estatua de un monstruo de enigmas irresolubles. De golpes y conspiraciones internas. Entonces Miraflores fue tomado por un general, de una remota población mediterránea, Valledupar, pero no acudiendo a las armas de la violencia sino a las más nobles, pacíficas y argumentales de la justicia y el derecho. Mestre, un militar, con valiosas distinciones condecoraciones y membresias en academias europeas, siempre tuvo clara su vocación pacifista, una característica de muchos militares colombianos en el siglo XIX caracterizados por aquella máxima de quien no se conoce autor: “Colombia que es la tierra de las cosas singulares, los civiles hacen guerra y hacen paz los militares”.
Su padre Vicente Sebastian Mestre de Oñate representó a la provincia del Valle de Upar en la asamblea que aprobó la Constitución Política de la Nueva Granada del 20 de mayo de 1853 bajo el gobierno de Jose María Obando. Por línea paterna heredó una tradición de gobierno, política y servicio público y social. Fue su madre Juana Socarrás, estrecha familiar de los militares Jose Francisco Socarrás Cotes, fallecido en la guerra de los Mil Días y su hijo combatiente, el general Sabas Socarrás, ascendientes de José Francisco Socarrás, padre de los estudios de psiquiatría en Colombia, pertenecientes a una familia de curiosos intelectuales y académicos.
De modo que el general Mestre no solo escribía sobre el Mauser, el novedoso fusil de uso de la época, sino sobre aspectos varios del conocimiento. En la Urna Centenaria de Bogotá, con ocasión de la celebración del primer centenario de la independencia -la que se abrió cien años después, en 2010, para revelar la memoria de la ciudad- reposa una publicación de su autoría titulada ‘La Calidad Nacional’.
“Edición especial en la que publica el debate sobre quiénes deben ser considerados como ciudadanos colombianos, teniendo en cuenta los casos controversiales en que los extranjeros logran establecerse en el país, obteniendo la nacionalidad conforme a la regulación..”, cuya edición se halla en la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la biblioteca Luis Ángel Arango, donde también están disponibles gran parte de las publicaciones del General Mestre, así como en la Academia Colombiana de Historia. En la biblioteca del Estado Mayor Conjunto del Ejército Nacional se ofrece para consulta su libro ‘Disquisiciones Militares’ de 1911 publicado en Barcelona.
Mestre había sentido en carne propia el rigor de los vejámenes, el destierro y la persecución, fue recluido, sin fórmula legal de juicio ni grave acusación, solo por desagrado del gobierno venezolano de Joaquin Crespo en 1897, en la temible cárcel caraqueña La Rotunda.
El 4 de abril de 1908 en decreto publicado en la Gaceta Oficial 10352 el presidente Cipriano Castro lo expulsa “por ser notoriamente perjudicial al orden público”. Este hecho fue precedido por la pretensión de Castro de que el representante diplomático, el general Benjamín Herrera, firmara un protocolo destinado a revisar el laudo del Rey de España sobre los límites con Venezuela. Castro organizó un ejército para invadir a Colombia, a lo que Herrera contestó: “Le pido contenga el avance de las fuerzas venezolanas, o de lo contrario, con el Ejército de Colombia, seguiré a Caracas” (pág 33, Vecindario Agitado, entre la hermandad y la conflictividad, dic 2008, Javeriana . Vargas, Carnsten y Pastrana E.).
Sus bienes en Venezuela no obtuvieron protección diplomática. Salió hacia la isla de Trinidad y luego regresó a su patria por Barranquilla, donde es acogido por las autoridades y resaltado por la prensa local. Pasado un tiempo en vista del desinterés que siente hacia él del gobierno colombiano, para no enemistarse con Venezuela, por las presiones recibidas, y a pesar de la compañía en Barranquilla de jóvenes de su misma provincia natal como el riohachero Enrique Camilo Riveira, el cambio de gobierno por el ascenso de Juan Vicente Gomez y el llamado de sus subalternos a regresar resuelve hacerlo.
Al llegar al puerto de la Gaira se le dice que el decreto aún está vigente y se le pide a cambio que desista de su pretensión sobre el Palacio de Miraflores, lo cual rechaza y decide no ingresar al territorio. Lo encontramos en Curazao el 22 de abril de 1910 escribiendo al presidente de la República y a los diputados a la Asamblea Nacional en Bogotá haciendo observaciones a la propuesta de la misión chilena sobre la organización militar del ejército de Colombia. Sus duros reveses personales le afectaron pero no impidió seguir escribiendo y luchando por sus activos en Venezuela y el reconocimiento de su patria. Nunca se le perdonó por los caudillos de Venezuela que mantuviera vigente el embargo sobre la emblemática residencia presidencial.
Juan José Hoyos, el columnista de El Colombiano, el 15 de mayo de 2010, escribió ‘La Cartilla Humanitaria del General Mestre’, sobresaltado, en medio del debate nacional de los ‘falsos positivos’, por un descubrimiento en la biblioteca de un viejo sacerdote: “Su título me cautivó: ‘Deontología militar para uso de las tropas hispanoamericanas’. El autor firmaba: “General Don Vicente S. Mestre. Ciudadano colombiano”. Fue editado en Barcelona, en 1911, por encargo del gobierno de Venezuela, para distribuirlo entre los soldados de su ejército. Me detuve en la página 12. El autor decía que un ejército se compone de dos elementos visibles que son el personal y el material, y de uno invisible que es el elemento moral. Sobre éste aseguraba que “con frecuencia es superior en importancia a todos los demás. Pasados ciertos límites, la fuerza real de un ejército no crece en razón del número de los soldados y de los medios materiales, sino en razón del espíritu que le anima”.
Devoré las páginas del libro de principio a fin. Copié algunos párrafos que me impresionaron por sus palabras sabias y rotundas: “En sus relaciones con la población, el soldado está obligado a observar la misma conducta que en la guarnición de su país. Debe abstenerse, como de un crimen, de todo atentado contra la vida de los individuos y de toda violencia contra sus personas. Es para él una obligación absoluta el respetar el honor y los derechos de la familia. El asesinato, las amenazas condicionales, las heridas, las violencias, los atentados contra las costumbres, los arrestos o encierros arbitrarios, la sustracción de menores, el rapto; son crímenes, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, en país enemigo como en territorio nacional“.
A la pregunta ¿qué es humanidad?, el autor respondía: “Es el buen trato que se debe a los prisioneros, a los heridos enemigos y a los pueblos que sufren los estragos de la guerra”. Luego decía: “Los enemigos no son fieras salvajes que el cazador ha de matar siempre que se le pongan a tiro. La vida humana no puede estar amenazada sino en caso de necesidad, y no para satisfacer pasiones o por el placer de derramar sangre. Lo que excita la indignación pública no es tanto la sangre derramada; no son tanto los estragos inseparables del combate como las manifestaciones de los instintos depravados, de la cobarde villanía que hay en rematar a un herido, en degollar a un prisionero, en robar a un cadáver“.
¡Cómo cambian las cosas con el paso de los años! pienso, repasando la cartilla del General Mestre. Un siglo después, en Colombia, soldados de su Ejército son acusados por la justicia de haber cometido crímenes fuera de combate contra la población civil para cobrar recompensas del gobierno. (…) Y pensar que en 1911, un noble general colombiano nacido en Valledupar escribía estas páginas para los soldados de Venezuela”.
El 10 de marzo del 2021 el diario El Pilón de Valledupar citaba en su editorial ‘Historia Local de la infamia’, las mismas palabras del General Mestre recordadas por el columnista, al escucharse en audiencia pública las confesiones de integrantes de la Fuerza Pública, y decía entonces el diario: “Para los romanos la infamia era un acto de tal perversidad que la honra de quien lo cometiera. Lo mismo ocurre con las instituciones cuando sus miembros, en contra de la ley y la moral, cometen crímenes de lesa humanidad alejadas de lo que se espera sea su conducta en una democracia moderna. En esos casos, dichas instituciones ponen en entredicho su reputación y legitimidad ante la ciudadanía.
Las guerrillas cometieron crímenes iguales. Se han expuesto ante la JEP. No obstante, eso no los justifica porque el Estado no puede actuar igual que los delincuentes. El Estado no puede delinquir. Las víctimas de esos homicidios no hacían parte de la confrontación armada. No eran guerrilleros, eran civiles inocentes. La mayoría jóvenes desempleados, engañados con triquiñuelas para después asesinarlos y presentarlos como bajas guerrilleras en combate a cambio de incentivos perversos como dinero, viajes o una condecoración.
No podía el Cesar salir de su sino trágico de ser los primeros en lo que debemos ser los últimos, y los últimos en lo que debemos ser los primeros. El batallón La Popa está entre las unidades militares que más asesinatos registran.
El Gobierno nacional y los locales deben, a su vez, rescatar el buen nombre y la dignidad de las víctimas que son de nuestra región. No será un gesto débil de la institución sino de fortaleza frente a hechos que no comprometieron a la mayoría de soldados y oficiales”.
Los ejércitos de los países hispanoamericanos bien hacen en seguir las recomendaciones del general Mestre. Su recuerdo y su llamado a la humanidad, a la civilidad, al Estado de derecho y al imperio de la justicia, retumba también como un fantasma en el Palacio de Miraflores.
Por Juan Carlos Quintero Castro.
El general vallenato Vicente Sebastian Mestre, tras una batalla legal, hace 120 años, tuvo el control de la sede de gobierno de los presidentes de Venezuela. Mestre, un prolífico y versátil escritor, propuso a los ejércitos hispanoamericanos normas del ‘derecho de la guerra’, destinado a humanizar las hostilidades.
Vicente Sebastian Mestre Socarrás, nacido en Valledupar el 10 de enero de 1858, hace 167 años, fue un militar preparado en Europa, que sobresalió por sus estudios sobre la ciencia y el derecho de la disciplina militar, viajó por los países latinoamericanos e intervino en la vida social y política en Venezuela. No tuvo descendencia y murió, según la Biblioteca Nacional de Francia, en 1919.
Una versión en Valledupar sostiene que se suicidó en el Capitolio Nacional en Bogotá, como el pariente Coronel, esperando una pensión, más que por interés económico, por el reconocimiento de la Nación por su posturas en defensa del país y de sus límites territoriales. Dos siglos atrás su antepasado español Vicente Sebastian Mestre fue gobernador de Santa Marta (1672-1678). “Su abuelo fue el cura Joseph Valentín Mestre Gonzalez”, dice el investigador Alfredo Mestre Orozco en su libro ‘El Padre Valentín’, Valledupar 2004.
Su vinculación a Venezuela y su conocimiento de la política y de los militares venezolanos, que generalmente se convertían en políticos y gobernantes, fue estrecha y no pocas veces conflictiva. Su amistad y relación con ellos le produjo satisfacciones pero también situaciones embarazosas como su famoso pleito judicial y su expulsión en 1908 por el presidente Cipriano Castro. Este había estudiado en Pamplona. Permaneció en Colombia siete años, de donde inició una revolución armada que lo llevó al poder a fines de siglo XIX, acompañado de su futuro sucesor Juan Vicente Gomez, el legendario dictador de la primera mitad del siglo XX. Castro apoyó la rebelión de los liberales colombianos en la Guerra de los Mil Días.
El plano topográfico de Caracas de 1894 del general Mestre fue la mejor referencia espacial-geográfica de la capital venezolana por muchas décadas.
Mestre escribió una veintena de libros, en su mayor parte dirigidos a los militares y unos libelos defendiendo sus derechos en un conflicto con el presidente de Venezuela, Joaquín Crespo, que no le pagó los servicios de elaboración del Código Militar, para el ejército de la hermana República. Crespo vivía, con su esposa Jacinta Parejo, la mejor y más grande residencia de estilo real de Caracas, que fue objeto de su acción judicial al punto de que pudo ser liberada solo cuando el gobierno la adquirió en 1911.
En el oficial Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, cuyo ejemplar, consultado por el autor, reposa en la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM (página 6) se lee: “El 20 de junio de 1911, el Palacio de Miraflores fue adquirido por la Nación para ser usada como residencia y despacho de los presidentes de la República, de conformidad con el acuerdo sancionado por la Asamblea Nacional Constituyente, el 28 de marzo de 1901. En realidad no se trató de una operación de Compra- Venta (ver documento publicado en el BAHM No 4 pp 209-210) sino de un remate judicial en subasta pública originado en la demanda que el ciudadano colombiano Vicente Sebastian Mestre, introdujo en contra de la sucesión del General Joaquín Crespo, quien había comprado la posesión en 1884 y construido el Palacio en 1898, como residencia particular”.
El documento que publicamos a continuación constituye una de las vicisitudes acaecidas en el curso del proceso seguido contra los herederos de Joaquin Crespo. Se trata de una extensa comunicación, datada en 1903, que dirige el demandante al general Cipriano Castro en su condición de presidente de los Estados Unidos de Venezuela, en donde denuncia la denegación de justicia de que ha sido objeto por parte de los tribunales venezolanos debido al poder e influencia que sobre éste ejerce la parte demandada, es decir, la sucesión Crespo.
Después de relatar en resumen sucinto las incidencias sufridas desde 1895, por el reclamo de la restitución de la obra inédita denominada ‘Proyecto de Código Militar’, constante de siete volúmenes de manuscritos numerados y lujosamente empastados, el remitente expone cómo “habiendo fallado hacia (sic) todas las instancias judiciales, le ha sido imposible hacer ejecutar las faltas debido a la perturbación que los abogados de la contraparte impone en los juzgados. Es por tal razón que solicita la intervención del Poder Ejecutivo Federal con el objeto de restablecer el imperio de la justicia”.
Aun cuando en el documento no se menciona a Miraflores, consideramos este texto como una curiosidad histórica en el proceso de adquisición del Palacio, debido a que fue este pleito judicial el que culminó en la operación de compra efectuada en 1911.
Crespo comisionó al arquitecto italiano Giuseppe Orsi de Montbello las obras del Palacio, que se apoyó en otros arquitectos y pintores. Al morir aquel quedó en manos de su esposa Jacinta Parejo, conocida como Misiá Jacinta. Por la majestuosidad del edificio y a raíz del terremoto de Caracas del 29 de octubre de 1900, pensando en que la casa tenía una habitación antisísmica, el presidente Cipriano Castro propuso a la viuda pagarle 2.000 bolívares mensuales de arriendo. Se cuenta que Castro, del miedo, había saltado de una ventana de la casa en que estaba frente a la plaza de Bolivar.
El 13 de mayo de 1911, el apoderado de Mestre, José Maria Galavís, procedió a embargar para remate el inmueble y efectivamente fue rematado por 500.000 bolívares -la pretensión del general Mestre era por 111.000 pesos oro-, y el 19 de junio de 1911 se le vendió a la Nación por dicho valor.
En Venezuela, en los corrillos de veredas y calles, se tejen todo tipo de historias alrededor de la sede presidencial. La vida palaciega en los aposentos de poder ha sido pródiga de acontecimientos de violencia, protagonizados por los militares, en los que se ha lacerado buena parte de la vida republicana y democrática. Quiénes mejor para contarlo que los propios venezolanos:
“Antes de pertenecer al patrimonio nacional, despachó en Miraflores el general Cipriano Castro ̶ después del terremoto de 1900 ̶ y luego el general Juan Vicente Gómez, cuando éste quedaba encargado de la presidencia. En la madrugada del 22 de junio de 1923, en una de las piezas de la galería situada al este del edificio, fue asesinado de 7 puñaladas, el general Juan Crisóstomo Gómez, hermano del presidente de la República.
El hecho se consumó en el propio lecho de la víctima y la reacción del mandatario fue feroz, desatándose en el interior del Palacio de Miraflores sanguinarias venganzas en las personas de la servidumbre y encarcelamientos de personas enemigas del régimen, entre ellas, el poeta Francisco Pimentel, “Job Pim”, y el caricaturista Leoncio Martínez, “Leo”. Hasta los años cincuenta, existían aún los sótanos en donde se torturaba y encadenaba a los prisioneros.
De 1911 en adelante, ya convertida la mansión en Despacho Presidencial, actuaron en ella los presidentes Juan Vicente Gómez, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Carlos Delgado Chalbaud, Germán Suárez Flamerich, Marcos Pérez Jiménez, el propio Betancourt nuevamente, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campíns, Jaime Lusinchi, Pérez otra vez, Ramón J. Velásquez, Caldera de nuevo, y Hugo Chávez y el actual presidente Nicolás Maduro”.
Y finaliza la cita con la dificil historia de para construir la democracia venezolana : “Durante el gobierno gomecista y a raíz del asesinato del hermano del presidente, Miraflores fue escenario de no pocos crímenes y torturas.
El 18 de octubre de 1945, al caer el gobierno presidido por el general Isaías Medina Angarita, se instaló en Miraflores la Junta Revolucionaria de Gobierno que presidió Rómulo Betancourt. El 24 de noviembre de 1948, el movimiento subversivo que derrocó al presidente constitucional Rómulo Gallegos tuvo su epílogo en Miraflores al instalarse en el Palacio la Junta Militar, bajo la presidencia de Carlos Delgado Chalbaud. Igual cosa sucedió a raíz de su muerte (1950), cuando se reformó la Junta, bajo la presidencia del doctor Germán Suárez Flamerich.
Años más tarde, en 1992, una intentona golpista, dirigida por el teniente coronel Hugo Chávez, asaltó violentamente al Palacio, pretendiendo derrocar al entonces presidente Carlos Andrés Pérez.
Los sucesos del movimiento del 23 de enero de 1958, que derribó del poder al general Marcos Pérez Jiménez, se escenificaron en el Palacio Blanco (…) Hay un segundo piso en Miraflores que muy pocas personas conocen. Es la suite presidencial con una hermosa terraza y un jardín estilo japonés. Pocos presidentes han dormido en esta suite, ya que la mayoría de ellos han preferido vivir fuera del Palacio de Miraflores.
Después del atentado al presidente Rómulo Betancourt, en 1960, este permaneció varios días en Miraflores reponiéndose de las heridas. También Gonzalo Barrios, durante su suplencia a Leoni, durmió en la suite Presidencial. Otros presidentes como Jaime Lusinchi y Hugo Chávez disfrutaron esta alcoba. Dicen que Nicolás Maduro también habita ese aposento.
En Miraflores se han ofrecido elegantes recepciones y fiestas señoriales, pero estas han escaseado en los últimos tiempos. Miraflores mantiene su antiguo esplendor. Continúa sirviendo para funciones oficiales. Guarda este palacio de Misia Jacinta, como muchos lo llaman, un mundo de leyendas misteriosas, entre las cuales figura la existencia de un túnel hasta Caño Amarillo, construido por Crespo.
Dicen que en las noches se oyen lamentos en los sótanos y risas en los corredores. Afirman muchos, haber visto fantasmas y escuchado ruidos tenebrosos, hacia la medianoche. Nadie puede hoy comprobar esto. En Miraflores nunca se habla de Miraflores, ni se descorre el telón de su misterio. Ya en Miraflores no se ofrecen datos sobre su vida, ni se permite tomar fotografías. Miraflores se está convirtiendo en una Esfinge” (Tomado del portal de la Cámara de Comercio de Caracas, denominado ‘El Palacio de Misia Jacinta’).
Una esfinge es la estatua de un monstruo de enigmas irresolubles. De golpes y conspiraciones internas. Entonces Miraflores fue tomado por un general, de una remota población mediterránea, Valledupar, pero no acudiendo a las armas de la violencia sino a las más nobles, pacíficas y argumentales de la justicia y el derecho. Mestre, un militar, con valiosas distinciones condecoraciones y membresias en academias europeas, siempre tuvo clara su vocación pacifista, una característica de muchos militares colombianos en el siglo XIX caracterizados por aquella máxima de quien no se conoce autor: “Colombia que es la tierra de las cosas singulares, los civiles hacen guerra y hacen paz los militares”.
Su padre Vicente Sebastian Mestre de Oñate representó a la provincia del Valle de Upar en la asamblea que aprobó la Constitución Política de la Nueva Granada del 20 de mayo de 1853 bajo el gobierno de Jose María Obando. Por línea paterna heredó una tradición de gobierno, política y servicio público y social. Fue su madre Juana Socarrás, estrecha familiar de los militares Jose Francisco Socarrás Cotes, fallecido en la guerra de los Mil Días y su hijo combatiente, el general Sabas Socarrás, ascendientes de José Francisco Socarrás, padre de los estudios de psiquiatría en Colombia, pertenecientes a una familia de curiosos intelectuales y académicos.
De modo que el general Mestre no solo escribía sobre el Mauser, el novedoso fusil de uso de la época, sino sobre aspectos varios del conocimiento. En la Urna Centenaria de Bogotá, con ocasión de la celebración del primer centenario de la independencia -la que se abrió cien años después, en 2010, para revelar la memoria de la ciudad- reposa una publicación de su autoría titulada ‘La Calidad Nacional’.
“Edición especial en la que publica el debate sobre quiénes deben ser considerados como ciudadanos colombianos, teniendo en cuenta los casos controversiales en que los extranjeros logran establecerse en el país, obteniendo la nacionalidad conforme a la regulación..”, cuya edición se halla en la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la biblioteca Luis Ángel Arango, donde también están disponibles gran parte de las publicaciones del General Mestre, así como en la Academia Colombiana de Historia. En la biblioteca del Estado Mayor Conjunto del Ejército Nacional se ofrece para consulta su libro ‘Disquisiciones Militares’ de 1911 publicado en Barcelona.
Mestre había sentido en carne propia el rigor de los vejámenes, el destierro y la persecución, fue recluido, sin fórmula legal de juicio ni grave acusación, solo por desagrado del gobierno venezolano de Joaquin Crespo en 1897, en la temible cárcel caraqueña La Rotunda.
El 4 de abril de 1908 en decreto publicado en la Gaceta Oficial 10352 el presidente Cipriano Castro lo expulsa “por ser notoriamente perjudicial al orden público”. Este hecho fue precedido por la pretensión de Castro de que el representante diplomático, el general Benjamín Herrera, firmara un protocolo destinado a revisar el laudo del Rey de España sobre los límites con Venezuela. Castro organizó un ejército para invadir a Colombia, a lo que Herrera contestó: “Le pido contenga el avance de las fuerzas venezolanas, o de lo contrario, con el Ejército de Colombia, seguiré a Caracas” (pág 33, Vecindario Agitado, entre la hermandad y la conflictividad, dic 2008, Javeriana . Vargas, Carnsten y Pastrana E.).
Sus bienes en Venezuela no obtuvieron protección diplomática. Salió hacia la isla de Trinidad y luego regresó a su patria por Barranquilla, donde es acogido por las autoridades y resaltado por la prensa local. Pasado un tiempo en vista del desinterés que siente hacia él del gobierno colombiano, para no enemistarse con Venezuela, por las presiones recibidas, y a pesar de la compañía en Barranquilla de jóvenes de su misma provincia natal como el riohachero Enrique Camilo Riveira, el cambio de gobierno por el ascenso de Juan Vicente Gomez y el llamado de sus subalternos a regresar resuelve hacerlo.
Al llegar al puerto de la Gaira se le dice que el decreto aún está vigente y se le pide a cambio que desista de su pretensión sobre el Palacio de Miraflores, lo cual rechaza y decide no ingresar al territorio. Lo encontramos en Curazao el 22 de abril de 1910 escribiendo al presidente de la República y a los diputados a la Asamblea Nacional en Bogotá haciendo observaciones a la propuesta de la misión chilena sobre la organización militar del ejército de Colombia. Sus duros reveses personales le afectaron pero no impidió seguir escribiendo y luchando por sus activos en Venezuela y el reconocimiento de su patria. Nunca se le perdonó por los caudillos de Venezuela que mantuviera vigente el embargo sobre la emblemática residencia presidencial.
Juan José Hoyos, el columnista de El Colombiano, el 15 de mayo de 2010, escribió ‘La Cartilla Humanitaria del General Mestre’, sobresaltado, en medio del debate nacional de los ‘falsos positivos’, por un descubrimiento en la biblioteca de un viejo sacerdote: “Su título me cautivó: ‘Deontología militar para uso de las tropas hispanoamericanas’. El autor firmaba: “General Don Vicente S. Mestre. Ciudadano colombiano”. Fue editado en Barcelona, en 1911, por encargo del gobierno de Venezuela, para distribuirlo entre los soldados de su ejército. Me detuve en la página 12. El autor decía que un ejército se compone de dos elementos visibles que son el personal y el material, y de uno invisible que es el elemento moral. Sobre éste aseguraba que “con frecuencia es superior en importancia a todos los demás. Pasados ciertos límites, la fuerza real de un ejército no crece en razón del número de los soldados y de los medios materiales, sino en razón del espíritu que le anima”.
Devoré las páginas del libro de principio a fin. Copié algunos párrafos que me impresionaron por sus palabras sabias y rotundas: “En sus relaciones con la población, el soldado está obligado a observar la misma conducta que en la guarnición de su país. Debe abstenerse, como de un crimen, de todo atentado contra la vida de los individuos y de toda violencia contra sus personas. Es para él una obligación absoluta el respetar el honor y los derechos de la familia. El asesinato, las amenazas condicionales, las heridas, las violencias, los atentados contra las costumbres, los arrestos o encierros arbitrarios, la sustracción de menores, el rapto; son crímenes, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, en país enemigo como en territorio nacional“.
A la pregunta ¿qué es humanidad?, el autor respondía: “Es el buen trato que se debe a los prisioneros, a los heridos enemigos y a los pueblos que sufren los estragos de la guerra”. Luego decía: “Los enemigos no son fieras salvajes que el cazador ha de matar siempre que se le pongan a tiro. La vida humana no puede estar amenazada sino en caso de necesidad, y no para satisfacer pasiones o por el placer de derramar sangre. Lo que excita la indignación pública no es tanto la sangre derramada; no son tanto los estragos inseparables del combate como las manifestaciones de los instintos depravados, de la cobarde villanía que hay en rematar a un herido, en degollar a un prisionero, en robar a un cadáver“.
¡Cómo cambian las cosas con el paso de los años! pienso, repasando la cartilla del General Mestre. Un siglo después, en Colombia, soldados de su Ejército son acusados por la justicia de haber cometido crímenes fuera de combate contra la población civil para cobrar recompensas del gobierno. (…) Y pensar que en 1911, un noble general colombiano nacido en Valledupar escribía estas páginas para los soldados de Venezuela”.
El 10 de marzo del 2021 el diario El Pilón de Valledupar citaba en su editorial ‘Historia Local de la infamia’, las mismas palabras del General Mestre recordadas por el columnista, al escucharse en audiencia pública las confesiones de integrantes de la Fuerza Pública, y decía entonces el diario: “Para los romanos la infamia era un acto de tal perversidad que la honra de quien lo cometiera. Lo mismo ocurre con las instituciones cuando sus miembros, en contra de la ley y la moral, cometen crímenes de lesa humanidad alejadas de lo que se espera sea su conducta en una democracia moderna. En esos casos, dichas instituciones ponen en entredicho su reputación y legitimidad ante la ciudadanía.
Las guerrillas cometieron crímenes iguales. Se han expuesto ante la JEP. No obstante, eso no los justifica porque el Estado no puede actuar igual que los delincuentes. El Estado no puede delinquir. Las víctimas de esos homicidios no hacían parte de la confrontación armada. No eran guerrilleros, eran civiles inocentes. La mayoría jóvenes desempleados, engañados con triquiñuelas para después asesinarlos y presentarlos como bajas guerrilleras en combate a cambio de incentivos perversos como dinero, viajes o una condecoración.
No podía el Cesar salir de su sino trágico de ser los primeros en lo que debemos ser los últimos, y los últimos en lo que debemos ser los primeros. El batallón La Popa está entre las unidades militares que más asesinatos registran.
El Gobierno nacional y los locales deben, a su vez, rescatar el buen nombre y la dignidad de las víctimas que son de nuestra región. No será un gesto débil de la institución sino de fortaleza frente a hechos que no comprometieron a la mayoría de soldados y oficiales”.
Los ejércitos de los países hispanoamericanos bien hacen en seguir las recomendaciones del general Mestre. Su recuerdo y su llamado a la humanidad, a la civilidad, al Estado de derecho y al imperio de la justicia, retumba también como un fantasma en el Palacio de Miraflores.
Por Juan Carlos Quintero Castro.