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Columnista - 30 octubre, 2024

La fuente inagotable de los sueños

El hombre crece y sin embargo, desea más historias, y por ello acude a los sueños, creados en la vigilia o en el sopor del descanso porque el acto de enamorarse de ellas despierta algo en los hombres que los nutre durante toda la vida: la imaginación.

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Se dice que antes de que existieran los libros ya existían las historias. Al principio éstas no estaban escritas, muchas veces incluso se cantaban como en algunas partes aún se hace, como aún nacen los niños, y antes de que aprendan a hablar, sus padres (en especial su madre o abuela) les cantan canciones. Canciones que recogen alguna historia, historia que se crea por los sueños que algún día alguien al despertar decidió hacerla eterna o al menos duradera.

En la medida que el hombre crece empieza a crear historias, cuestión tan necesaria como el alimentarse. De niño aún recuerda una gallina que ponía los huevos de oro, pero ya ni siquiera recuerda la enseñanza de la historia, o como aquel otro niño que vendió, o mejor aún, la vaca de la familia por un puñado de habichuelas mágicas, o qué me dicen de aquel conejo travieso que se colaba entre las tierras de un granjero peligroso. Todas, historias maravillosas, forjadas de sueños, sin duda alguna, invención de la inconsciencia o inocencia de percibir el mundo, pero también historias originadas por los miedos y temores que el hombre siempre anida muy adentro de su ser.

El hombre crece y sin embargo, desea más historias, y por ello acude a los sueños, creados en la vigilia o en el sopor del descanso porque el acto de enamorarse de ellas despierta algo en los hombres que los nutre durante toda la vida: la imaginación. El hombre se enamora fácilmente de las historias que arroja la fuente inagotable de los sueños y quiere hacerlas realidad, vivirlas en un presente duro e incierto, muchas veces. Se inventa historias para salir airoso cada día de su vida, afrontar su mundo y su destino. Todos de alguna forma somos creadores de historias surgidas de los sueños que nos creamos y nos proponemos conscientes creyendo que somos capaces de vivirlos y ser los héroes en ellos. Antes, inventábamos historias para jugar, asaltar castillos, conquistar países, navegar los mares, vencer ogros y dragones, ahora las historias que inventamos se basan en lo mismo pero con diferentes objetivos, pero al fin y al cabo queremos siempre todos el mismo final, salir airosos y vencedores de las dificultades que la vida nos pone en nuestro camino.

Soy un convencido de que no solo los libros y las historias de las que nos enamoramos nos hacen quienes somos, o bien, para no hacernos afirmaciones demasiado grandilocuentes, como nos lo dice Salman Rushdie, que el acto de enamorarse de un libro o de una historia nos cambia de alguna forma, y que esa historia que amamos se convierte en parte de nuestra imagen del mundo, en parte de nuestra forma de entender las cosas y formular juicios y tomar decisiones en nuestras existencias diarias. Somos habitantes de nuestros propios sueños, de nuestras propias historias y también de las de otros que nos hacen partícipes de ellas. Sin embargo, son sueños que nos entregan cada día historias que debemos ajustar a nuestra realidad. Tal vez, ahora como mayores nos cuesta más trabajo enamorarnos de esas historias y quizá por eso tomamos tantas decisiones equivocadas, porque no vemos lo que hay en ellas en realidad.

Como todo, todo cambia, se transforma, e incluso muere, pero depende de nosotros hacer inmortal la historia que creamos algún día, parida de un sueño, dormido o despierto, aunque ya mañana no estemos para que siga viviendo. Crecemos en una ciudad que ya no se parece en nada a la ciudad que fue en pasado; los que están a nuestro lado también crecen y hasta se olvidan o nos olvidan. La infancia se ha esfumado y solo queda algún recuerdo que cada vez que se nos obliga a pensar en ella, entonces tratamos de apartar las nubes y dejamos asomar de nuevo aquel cielo azul que de niños solíamos mirar. 

Tenemos aún la fuente inagotable de los sueños, la que no está prohibida y que jamás se secará, y depende de nosotros seguir bebiendo sus historias y permitir que a nuestros corazones llegue un aire moral procedente de tierras remotas, tierras del contenido perdido, en donde veremos siempre el resplandor hermoso de su llano y los caminos felices por donde fuimos algún día y por donde tal vez ya no podamos volver.  

Por: Jairo Mejía.

Columnista
30 octubre, 2024

La fuente inagotable de los sueños

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jairo Mejía Cuello

El hombre crece y sin embargo, desea más historias, y por ello acude a los sueños, creados en la vigilia o en el sopor del descanso porque el acto de enamorarse de ellas despierta algo en los hombres que los nutre durante toda la vida: la imaginación.


Se dice que antes de que existieran los libros ya existían las historias. Al principio éstas no estaban escritas, muchas veces incluso se cantaban como en algunas partes aún se hace, como aún nacen los niños, y antes de que aprendan a hablar, sus padres (en especial su madre o abuela) les cantan canciones. Canciones que recogen alguna historia, historia que se crea por los sueños que algún día alguien al despertar decidió hacerla eterna o al menos duradera.

En la medida que el hombre crece empieza a crear historias, cuestión tan necesaria como el alimentarse. De niño aún recuerda una gallina que ponía los huevos de oro, pero ya ni siquiera recuerda la enseñanza de la historia, o como aquel otro niño que vendió, o mejor aún, la vaca de la familia por un puñado de habichuelas mágicas, o qué me dicen de aquel conejo travieso que se colaba entre las tierras de un granjero peligroso. Todas, historias maravillosas, forjadas de sueños, sin duda alguna, invención de la inconsciencia o inocencia de percibir el mundo, pero también historias originadas por los miedos y temores que el hombre siempre anida muy adentro de su ser.

El hombre crece y sin embargo, desea más historias, y por ello acude a los sueños, creados en la vigilia o en el sopor del descanso porque el acto de enamorarse de ellas despierta algo en los hombres que los nutre durante toda la vida: la imaginación. El hombre se enamora fácilmente de las historias que arroja la fuente inagotable de los sueños y quiere hacerlas realidad, vivirlas en un presente duro e incierto, muchas veces. Se inventa historias para salir airoso cada día de su vida, afrontar su mundo y su destino. Todos de alguna forma somos creadores de historias surgidas de los sueños que nos creamos y nos proponemos conscientes creyendo que somos capaces de vivirlos y ser los héroes en ellos. Antes, inventábamos historias para jugar, asaltar castillos, conquistar países, navegar los mares, vencer ogros y dragones, ahora las historias que inventamos se basan en lo mismo pero con diferentes objetivos, pero al fin y al cabo queremos siempre todos el mismo final, salir airosos y vencedores de las dificultades que la vida nos pone en nuestro camino.

Soy un convencido de que no solo los libros y las historias de las que nos enamoramos nos hacen quienes somos, o bien, para no hacernos afirmaciones demasiado grandilocuentes, como nos lo dice Salman Rushdie, que el acto de enamorarse de un libro o de una historia nos cambia de alguna forma, y que esa historia que amamos se convierte en parte de nuestra imagen del mundo, en parte de nuestra forma de entender las cosas y formular juicios y tomar decisiones en nuestras existencias diarias. Somos habitantes de nuestros propios sueños, de nuestras propias historias y también de las de otros que nos hacen partícipes de ellas. Sin embargo, son sueños que nos entregan cada día historias que debemos ajustar a nuestra realidad. Tal vez, ahora como mayores nos cuesta más trabajo enamorarnos de esas historias y quizá por eso tomamos tantas decisiones equivocadas, porque no vemos lo que hay en ellas en realidad.

Como todo, todo cambia, se transforma, e incluso muere, pero depende de nosotros hacer inmortal la historia que creamos algún día, parida de un sueño, dormido o despierto, aunque ya mañana no estemos para que siga viviendo. Crecemos en una ciudad que ya no se parece en nada a la ciudad que fue en pasado; los que están a nuestro lado también crecen y hasta se olvidan o nos olvidan. La infancia se ha esfumado y solo queda algún recuerdo que cada vez que se nos obliga a pensar en ella, entonces tratamos de apartar las nubes y dejamos asomar de nuevo aquel cielo azul que de niños solíamos mirar. 

Tenemos aún la fuente inagotable de los sueños, la que no está prohibida y que jamás se secará, y depende de nosotros seguir bebiendo sus historias y permitir que a nuestros corazones llegue un aire moral procedente de tierras remotas, tierras del contenido perdido, en donde veremos siempre el resplandor hermoso de su llano y los caminos felices por donde fuimos algún día y por donde tal vez ya no podamos volver.  

Por: Jairo Mejía.