Hiriente y fría como daga que penetra en la carne, así se siente la palabra dicha malintencionada, cuando se incrusta en el alma del ser, sin necesidad de atravesar y desgarrar tejidos que sangren ante la herida causada por la poderosa expresión escrita o declamada.
Hiriente y fría como daga que penetra en la carne, así se siente la palabra dicha malintencionada, cuando se incrusta en el alma del ser, sin necesidad de atravesar y desgarrar tejidos que sangren ante la herida causada por la poderosa expresión escrita o declamada.
Se dice que las palabras son música cargada de significado, que hoy, las que usamos, son las mismas que un día pronunciaron sacerdotes, faraones, sabios, como dones maravillosos dependiendo el momento y el contexto en el que se utilizaron, porque aunque no lo pensemos o ni siquiera lo sepamos, estamos acudiendo y usando casi las mismas palabras que algún día, ya olvidado en la noche de los tiempos, como dice Ricardo Soca, probablemente hayan usado París y Elena, Marco Antonio y Cleopatra o Dante y Beatriz, cuando expresamos un juramento de amor. Pero, tampoco podemos olvidar que hay palabras que se gritan con rabia o dolor, con odio o rencor, con sevicia y resentimiento y no importa en qué lenguaje lo hagamos, también lo hacemos recurriendo a vocablos que un día fueron gritados por guerreros asiáticos o persas, o tal vez por un soldado espartano bajo la espada enemiga o por un legionario romano en los confines del Imperio.
Independiente a quien la pronuncie o la escriba, la fuerza de la palabra es tan maravillosa y grande que es capaz tanto de crear como destruir, dependiendo el uso que le demos. Quizás a los que nos apasionan las palabras, independiente a que sean cantadas o escritas, las entendemos como vehículos mágicos que mantiene vivo el pensamiento, son elementos u objetos que aprendimos a amarlos, disfrutarlos y acariciarlos aún sin muchas veces comprender su verdadero significado o esencia. Tal vez, no seamos dignos de usarlas; sin embargo, tenemos la obligación de utilizarlas para crear, más no para destruir, para reconciliar y no para dividir, y cuando las utilicemos para expresarnos con respecto a otros, debemos hacerlo con profundo respeto hacia ellos.
Tal vez, muchas personas tienen una mordaza en la boca y atadas sus manos para pronunciar o escribir palabra alguna; personas que odian la tiranía y la opresión de manera unánime y que solo quieren y ansían exclamar un mensaje de redención y no pueden. Pero, si al menos, una de nuestras palabras llegase a pronunciarse como fiel reflejo de sus pensamientos, ellas estarían felices porque saben que la alquimia igual existe en el deseo de querer decir lo que se piensa, transformando el pensamiento en la palabra.
Sin embargo, hay algo preocupante en estos tiempos, pues la palabra hoy se utiliza como dije al inicio, como un arma que sin piedad destroza más que el cuerpo, que penetra hasta el tuétano de la conciencia pretendiendo exterminar la moralidad de otras personas, enjuiciando sus actos y, lo peor, sentenciándolos con nuestra verborrea hipócrita e inmoral.
Estamos en un mundo libre, donde se garantiza la libertad de opinar, de expresarnos, con mínimas regulaciones legales que solo minimizan un poco los agravios desaforados que muchas veces se dicen al aire o se escriben intentando implantarlos como sentencias perversas contra otros. Nos pasamos por la faja, como coloquialmente decimos, lo que nos impone el ordenamiento legal y ni qué decir del moral, nos vale cinco calumniar o injuriar, herimos sin piedad utilizando la palabra como daga, como arma destructora, afanados por destruir.
Pero también hay muchos que reconocen ese deber sagrado del buen uso de la palabra y que en la actualidad nunca habíamos estado ante algo más urgente y crucial como el de utilizarla para propiciar unión y reconciliación. Por eso, como dice uno de mis escritores favoritos, Stefan Zweig, que hoy depende de nosotros, a quienes se nos ha dado el don maravilloso de la palabra, mantener imperturbable la creencia en el poder moral, la confianza en lo invencible del espíritu, a pesar de todo y de todos, en mitad de un mundo aturdido y medio devastado. De esta forma, debemos permanecer juntos, cumpliendo con este deber en nuestra obra y en nuestra vida, cada cual con su idioma o forma, oral o escrito, cada cual por sus semejantes, cada cual por su país. Y recuerden apreciados lectores que siempre habrá una palabra que nos servirá como escudo ante otra mal utilizada como espada.
POR: JAIRO MEJÍA.
Hiriente y fría como daga que penetra en la carne, así se siente la palabra dicha malintencionada, cuando se incrusta en el alma del ser, sin necesidad de atravesar y desgarrar tejidos que sangren ante la herida causada por la poderosa expresión escrita o declamada.
Hiriente y fría como daga que penetra en la carne, así se siente la palabra dicha malintencionada, cuando se incrusta en el alma del ser, sin necesidad de atravesar y desgarrar tejidos que sangren ante la herida causada por la poderosa expresión escrita o declamada.
Se dice que las palabras son música cargada de significado, que hoy, las que usamos, son las mismas que un día pronunciaron sacerdotes, faraones, sabios, como dones maravillosos dependiendo el momento y el contexto en el que se utilizaron, porque aunque no lo pensemos o ni siquiera lo sepamos, estamos acudiendo y usando casi las mismas palabras que algún día, ya olvidado en la noche de los tiempos, como dice Ricardo Soca, probablemente hayan usado París y Elena, Marco Antonio y Cleopatra o Dante y Beatriz, cuando expresamos un juramento de amor. Pero, tampoco podemos olvidar que hay palabras que se gritan con rabia o dolor, con odio o rencor, con sevicia y resentimiento y no importa en qué lenguaje lo hagamos, también lo hacemos recurriendo a vocablos que un día fueron gritados por guerreros asiáticos o persas, o tal vez por un soldado espartano bajo la espada enemiga o por un legionario romano en los confines del Imperio.
Independiente a quien la pronuncie o la escriba, la fuerza de la palabra es tan maravillosa y grande que es capaz tanto de crear como destruir, dependiendo el uso que le demos. Quizás a los que nos apasionan las palabras, independiente a que sean cantadas o escritas, las entendemos como vehículos mágicos que mantiene vivo el pensamiento, son elementos u objetos que aprendimos a amarlos, disfrutarlos y acariciarlos aún sin muchas veces comprender su verdadero significado o esencia. Tal vez, no seamos dignos de usarlas; sin embargo, tenemos la obligación de utilizarlas para crear, más no para destruir, para reconciliar y no para dividir, y cuando las utilicemos para expresarnos con respecto a otros, debemos hacerlo con profundo respeto hacia ellos.
Tal vez, muchas personas tienen una mordaza en la boca y atadas sus manos para pronunciar o escribir palabra alguna; personas que odian la tiranía y la opresión de manera unánime y que solo quieren y ansían exclamar un mensaje de redención y no pueden. Pero, si al menos, una de nuestras palabras llegase a pronunciarse como fiel reflejo de sus pensamientos, ellas estarían felices porque saben que la alquimia igual existe en el deseo de querer decir lo que se piensa, transformando el pensamiento en la palabra.
Sin embargo, hay algo preocupante en estos tiempos, pues la palabra hoy se utiliza como dije al inicio, como un arma que sin piedad destroza más que el cuerpo, que penetra hasta el tuétano de la conciencia pretendiendo exterminar la moralidad de otras personas, enjuiciando sus actos y, lo peor, sentenciándolos con nuestra verborrea hipócrita e inmoral.
Estamos en un mundo libre, donde se garantiza la libertad de opinar, de expresarnos, con mínimas regulaciones legales que solo minimizan un poco los agravios desaforados que muchas veces se dicen al aire o se escriben intentando implantarlos como sentencias perversas contra otros. Nos pasamos por la faja, como coloquialmente decimos, lo que nos impone el ordenamiento legal y ni qué decir del moral, nos vale cinco calumniar o injuriar, herimos sin piedad utilizando la palabra como daga, como arma destructora, afanados por destruir.
Pero también hay muchos que reconocen ese deber sagrado del buen uso de la palabra y que en la actualidad nunca habíamos estado ante algo más urgente y crucial como el de utilizarla para propiciar unión y reconciliación. Por eso, como dice uno de mis escritores favoritos, Stefan Zweig, que hoy depende de nosotros, a quienes se nos ha dado el don maravilloso de la palabra, mantener imperturbable la creencia en el poder moral, la confianza en lo invencible del espíritu, a pesar de todo y de todos, en mitad de un mundo aturdido y medio devastado. De esta forma, debemos permanecer juntos, cumpliendo con este deber en nuestra obra y en nuestra vida, cada cual con su idioma o forma, oral o escrito, cada cual por sus semejantes, cada cual por su país. Y recuerden apreciados lectores que siempre habrá una palabra que nos servirá como escudo ante otra mal utilizada como espada.
POR: JAIRO MEJÍA.