Mi columna de hoy es el testimonio de la fe que mi esposa, Marta Elena Orozco Bernier, le profesa a Dios y a Jesucristo su hijo divino salvador de la humanidad.
Por: José Romero Churio
Mi columna de hoy es el testimonio de la fe que mi esposa, Marta Elena Orozco Bernier, le profesa a Dios y a Jesucristo su hijo divino salvador de la humanidad. En los casi 45 años que llevamos unidos en matrimonio católico, la fe de mi esposa en Dios ha permanecido inalterable, y cada día con mayor vocación y pasión.
Gracias a este don tan arraigado en el espíritu de mi esposa, Dios nos ha permitido superar las desavenencias que hemos tenidos en la convivencia matrimonial, la cual, afortunadamente, se ha reflejado en el comportamiento de nuestros hijos, altamente ponderados por nuestros allegados (también léase amigos) y por quienes los conocen consuetudinariamente.
La importancia de la fe radica en que es el sustento divino concedido por el creador del universo; es decir, Dios. Él es quien le otorga sus dones a la humanidad, para ayudarlos a superarse, a conocerse y convivir armónicamente, a buscar la libertad, la verdad, la protección, el cuidado y la confianza necesaria para afrontar los retos y miedos que la humanidad encuentra en el transcurso de la vida, cuyo objetivo principal debe ser, vivirla con el mejor bienestar posible sin menoscabar el bienestar de sus congéneres.
Lamentablemente, una parte de la humanidad, la cual es incuantificable y, frecuentemente, tampoco identificable. Me atrevo a manifestar que entre esta gente se encuentran aquellos que no creen en Dios; sin embargo, fingen de benefactores, pero en realidad son los fomentadores de las discordias y de los conflictos bélicos y, por ende, depredadores de la convivencia pacífica. Practicantes de la doble moral y partidarios a ultranza de que el fin justifica los medios. Desafortunadamente, la mayoría son políticos con el propósito de usurpar los erarios de sus respectivos territorios.
Como no todo es absoluto, coexiste gente creyente de Dios que desconfía de la omnipotencia del supremo creador del universo, a estos, en el ejercicio de mi profesión, tuve la estrategia para convencerlos de que era necesario operarlos (practicarles cirugías) para la erradicación de las enfermedades que sufrían. Una de esas personas fue el sacerdote español, más conocido como el ‘padre Segarra’, estimado y querido consejero espiritual de la sociedad valduparense, entonces tanto él como yo, grandes benefactores de la casa de los abuelos pobres de Valledupar y latitudes circunvecinas.
Dicho sacerdote requirió mi servicio de urgencias por hernias inguinales encarceladas, en la atención me dijo “que tenía muchos años de venir sufriendo por tales hernias”. Al preguntarle por qué no se las habían operado, y me respondió: “porque me da miedo que me operen”. Con gesto fruncido le objeté: ¿padre, usted cree en Dios? El sacerdote, ruborizado me replica: “¡Claro! De lo contrario no sería sacerdote”. Pero por su miedo parece que no cree en Dios, que es quien dispone cuándo y de qué se muere la gente (esta era mi estrategia para convencer a los católicos renuentes a operarse por miedo a complicarse o a morirse).
En conclusión, en el Hospital Rosario Pumarejo de López le operé las dos hernias en el mismo acto quirúrgico, el anestesiólogo fue Anaurio Castilla Arias, mi amigo de la infancia que pasamos en el callejón de Pedro Rizo, donde ambos nacimos.
El padre Segarra guardó una larga amistad conmigo, les celebró la primera comunión a mis hijos en la casa del abuelo con las hermanas de dicho orfanato. Él recomendó a muchos pacientes para que se operaran conmigo; entre sus recomendados no se me olvida la señora Blanca Noguera de Araujo, la madre de Consuelo Araujonoguera, ‘La Cacica vallenata’ (Q.E.P.D.), con quien, después guardé una gran amistad, también con Edgardo Maya Villazón, su cónyuge de entonces.
Mi columna de hoy es el testimonio de la fe que mi esposa, Marta Elena Orozco Bernier, le profesa a Dios y a Jesucristo su hijo divino salvador de la humanidad.
Por: José Romero Churio
Mi columna de hoy es el testimonio de la fe que mi esposa, Marta Elena Orozco Bernier, le profesa a Dios y a Jesucristo su hijo divino salvador de la humanidad. En los casi 45 años que llevamos unidos en matrimonio católico, la fe de mi esposa en Dios ha permanecido inalterable, y cada día con mayor vocación y pasión.
Gracias a este don tan arraigado en el espíritu de mi esposa, Dios nos ha permitido superar las desavenencias que hemos tenidos en la convivencia matrimonial, la cual, afortunadamente, se ha reflejado en el comportamiento de nuestros hijos, altamente ponderados por nuestros allegados (también léase amigos) y por quienes los conocen consuetudinariamente.
La importancia de la fe radica en que es el sustento divino concedido por el creador del universo; es decir, Dios. Él es quien le otorga sus dones a la humanidad, para ayudarlos a superarse, a conocerse y convivir armónicamente, a buscar la libertad, la verdad, la protección, el cuidado y la confianza necesaria para afrontar los retos y miedos que la humanidad encuentra en el transcurso de la vida, cuyo objetivo principal debe ser, vivirla con el mejor bienestar posible sin menoscabar el bienestar de sus congéneres.
Lamentablemente, una parte de la humanidad, la cual es incuantificable y, frecuentemente, tampoco identificable. Me atrevo a manifestar que entre esta gente se encuentran aquellos que no creen en Dios; sin embargo, fingen de benefactores, pero en realidad son los fomentadores de las discordias y de los conflictos bélicos y, por ende, depredadores de la convivencia pacífica. Practicantes de la doble moral y partidarios a ultranza de que el fin justifica los medios. Desafortunadamente, la mayoría son políticos con el propósito de usurpar los erarios de sus respectivos territorios.
Como no todo es absoluto, coexiste gente creyente de Dios que desconfía de la omnipotencia del supremo creador del universo, a estos, en el ejercicio de mi profesión, tuve la estrategia para convencerlos de que era necesario operarlos (practicarles cirugías) para la erradicación de las enfermedades que sufrían. Una de esas personas fue el sacerdote español, más conocido como el ‘padre Segarra’, estimado y querido consejero espiritual de la sociedad valduparense, entonces tanto él como yo, grandes benefactores de la casa de los abuelos pobres de Valledupar y latitudes circunvecinas.
Dicho sacerdote requirió mi servicio de urgencias por hernias inguinales encarceladas, en la atención me dijo “que tenía muchos años de venir sufriendo por tales hernias”. Al preguntarle por qué no se las habían operado, y me respondió: “porque me da miedo que me operen”. Con gesto fruncido le objeté: ¿padre, usted cree en Dios? El sacerdote, ruborizado me replica: “¡Claro! De lo contrario no sería sacerdote”. Pero por su miedo parece que no cree en Dios, que es quien dispone cuándo y de qué se muere la gente (esta era mi estrategia para convencer a los católicos renuentes a operarse por miedo a complicarse o a morirse).
En conclusión, en el Hospital Rosario Pumarejo de López le operé las dos hernias en el mismo acto quirúrgico, el anestesiólogo fue Anaurio Castilla Arias, mi amigo de la infancia que pasamos en el callejón de Pedro Rizo, donde ambos nacimos.
El padre Segarra guardó una larga amistad conmigo, les celebró la primera comunión a mis hijos en la casa del abuelo con las hermanas de dicho orfanato. Él recomendó a muchos pacientes para que se operaran conmigo; entre sus recomendados no se me olvida la señora Blanca Noguera de Araujo, la madre de Consuelo Araujonoguera, ‘La Cacica vallenata’ (Q.E.P.D.), con quien, después guardé una gran amistad, también con Edgardo Maya Villazón, su cónyuge de entonces.