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Columnista - 30 junio, 2023

El infinito en un junco: La invención de los libros

Desde ‘El mundo de Sofía’ –y poco antes ‘Memorias de Adriano’– no había percibido tanto entusiasmo por un libro de autor extranjero, hasta este que intento reseñar: ‘El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo’. Lo acabo de leer, en la séptima edición, pasta dura, de Siruela, 2021. La autora es la española Irene Vallejo (Zaragoza, 1979). 

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Desde ‘El mundo de Sofía’ –y poco antes ‘Memorias de Adriano’– no había percibido tanto entusiasmo por un libro de autor extranjero, hasta este que intento reseñar: ‘El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo’. Lo acabo de leer, en la séptima edición, pasta dura, de Siruela, 2021. La autora es la española Irene Vallejo (Zaragoza, 1979). 

Su lectura no deja de entretener hasta la página 407 de su contenido. Otras 45 pp. son de notas, bibliografía, índice onomástico…, que dan fe del rigor de la investigación sobre un tema archiconocido, pero que en la pluma de Irene se presenta nuevo.  

Como ensayo, el libro tiene virtudes de ese género anfibio: entre texto expositivo/argumentativo y creación literaria. Dividido en dos partes: ‘Grecia imagina el futuro’ y ‘Los caminos de Roma’. Como en la muñeca rusa, cada parte se va mostrando en medianos y pequeños artículos, hasta completar cuarenta y cuatro, las dos. 

El reto de la autora es desarrollar la obra con base en rasgos propios del ensayo: llevar la unidad estructural aun en textos de distinta índole, ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron, y perspectiva personal a través de un estilo vivo y atrayente.

El eje temático es la historia del libro, maravilloso invento de la humanidad para que las palabras viajen en el espacio y en el tiempo. Aproximadamente treinta siglos de historia de ese ser alado que se ofrenda como amigo de todos. Luengos tiempos, que lo vieron pasar en diversos formatos: el humo, la piedra, la arcilla, el papiro, el pergamino, el papel y esta pantalla de luz en la que escribo. Historia de innúmeras aventuras de quienes lo fabricaron y expusieron su vida para protegerlo.

El primer templo para la liturgia de la lectura fue la legendaria Gran Biblioteca de Alejandría (Egipto), un sueño de Alejandro Magno que hizo realidad el rey Ptolomeo III (nieto de general alejandrino). Este visionario soñador envió mensajeros por todo el mundo conocido para que trajeran un ejemplar de cada obra relevante. Cuando creyó tener “todos los libros del mundo”, preguntó a Demetrio de Falero (primer bibliotecario que registra la historia) cuántos libros había; después de un solemnísimo saludo, Falero respondió: «Ya hay más de veinte decenas de millares, oh Rey; y me afano para completar en breve lo que falta para los quinientos mil». 

Su origen se remonta al siglo III a.C., hasta el año 270, o 275, cuando fue combustible de los incendios provocados por el dominio cristiano sobre los últimos rezagos del paganismo.

Borges convirtió en alegoría esa biblioteca en su relato ‘La biblioteca de Babel’: «Una biblioteca prodigiosa, el laberinto completo de todos los sueños y palabras». Y en este siglo, la gran biblioteca deviene en el signo profético de la virtualidad, “de la desmesura de internet, gigantesca red de información”. Ayer con organizados catálogos para orientarse en los laberintos de la gran biblioteca, hoy con el http como ficha de solicitud.

Con la venia del lector, me permito compartir un fragmento de ‘El infinito en un junco’. Una licencia narrativa, y de estilo, de Irene Vallejo (autora también de novelas), en este ensayo. «Esta historia empieza en los cañaverales de un río que espejea bajo el sol, en latitudes orientales casi desnudas de arbolado. El agua lame las riberas húmedas, donde nace una vegetación enmarañada, los grillos cantan obstinados y brilla el vuelo azul de los caballitos del diablo. Al amanecer, un cazador que acecha a sus presas junto al ribazo escucha los chapoteos débiles del agua y el crujido de los carrizos movidos por la brisa».

Por Donaldo Mendoza.

Columnista
30 junio, 2023

El infinito en un junco: La invención de los libros

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Donaldo Mendoza

Desde ‘El mundo de Sofía’ –y poco antes ‘Memorias de Adriano’– no había percibido tanto entusiasmo por un libro de autor extranjero, hasta este que intento reseñar: ‘El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo’. Lo acabo de leer, en la séptima edición, pasta dura, de Siruela, 2021. La autora es la española Irene Vallejo (Zaragoza, 1979). 


Desde ‘El mundo de Sofía’ –y poco antes ‘Memorias de Adriano’– no había percibido tanto entusiasmo por un libro de autor extranjero, hasta este que intento reseñar: ‘El infinito en un junco / La invención de los libros en el mundo antiguo’. Lo acabo de leer, en la séptima edición, pasta dura, de Siruela, 2021. La autora es la española Irene Vallejo (Zaragoza, 1979). 

Su lectura no deja de entretener hasta la página 407 de su contenido. Otras 45 pp. son de notas, bibliografía, índice onomástico…, que dan fe del rigor de la investigación sobre un tema archiconocido, pero que en la pluma de Irene se presenta nuevo.  

Como ensayo, el libro tiene virtudes de ese género anfibio: entre texto expositivo/argumentativo y creación literaria. Dividido en dos partes: ‘Grecia imagina el futuro’ y ‘Los caminos de Roma’. Como en la muñeca rusa, cada parte se va mostrando en medianos y pequeños artículos, hasta completar cuarenta y cuatro, las dos. 

El reto de la autora es desarrollar la obra con base en rasgos propios del ensayo: llevar la unidad estructural aun en textos de distinta índole, ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron, y perspectiva personal a través de un estilo vivo y atrayente.

El eje temático es la historia del libro, maravilloso invento de la humanidad para que las palabras viajen en el espacio y en el tiempo. Aproximadamente treinta siglos de historia de ese ser alado que se ofrenda como amigo de todos. Luengos tiempos, que lo vieron pasar en diversos formatos: el humo, la piedra, la arcilla, el papiro, el pergamino, el papel y esta pantalla de luz en la que escribo. Historia de innúmeras aventuras de quienes lo fabricaron y expusieron su vida para protegerlo.

El primer templo para la liturgia de la lectura fue la legendaria Gran Biblioteca de Alejandría (Egipto), un sueño de Alejandro Magno que hizo realidad el rey Ptolomeo III (nieto de general alejandrino). Este visionario soñador envió mensajeros por todo el mundo conocido para que trajeran un ejemplar de cada obra relevante. Cuando creyó tener “todos los libros del mundo”, preguntó a Demetrio de Falero (primer bibliotecario que registra la historia) cuántos libros había; después de un solemnísimo saludo, Falero respondió: «Ya hay más de veinte decenas de millares, oh Rey; y me afano para completar en breve lo que falta para los quinientos mil». 

Su origen se remonta al siglo III a.C., hasta el año 270, o 275, cuando fue combustible de los incendios provocados por el dominio cristiano sobre los últimos rezagos del paganismo.

Borges convirtió en alegoría esa biblioteca en su relato ‘La biblioteca de Babel’: «Una biblioteca prodigiosa, el laberinto completo de todos los sueños y palabras». Y en este siglo, la gran biblioteca deviene en el signo profético de la virtualidad, “de la desmesura de internet, gigantesca red de información”. Ayer con organizados catálogos para orientarse en los laberintos de la gran biblioteca, hoy con el http como ficha de solicitud.

Con la venia del lector, me permito compartir un fragmento de ‘El infinito en un junco’. Una licencia narrativa, y de estilo, de Irene Vallejo (autora también de novelas), en este ensayo. «Esta historia empieza en los cañaverales de un río que espejea bajo el sol, en latitudes orientales casi desnudas de arbolado. El agua lame las riberas húmedas, donde nace una vegetación enmarañada, los grillos cantan obstinados y brilla el vuelo azul de los caballitos del diablo. Al amanecer, un cazador que acecha a sus presas junto al ribazo escucha los chapoteos débiles del agua y el crujido de los carrizos movidos por la brisa».

Por Donaldo Mendoza.