Cándida Guillén Amador llegó Curumaní en 1948; procedía del poblado de Saloa. La acompañaba su primera hija nombrada Lorenza, nacida dos años atrás, y su esposo, Carlos Quintero Castilla, quien, a la sazón, ya conocía el lugar de arribo.
Cándida Guillén Amador llegó Curumaní en 1948; procedía del poblado de Saloa. La acompañaba su primera hija nombrada Lorenza, nacida dos años atrás, y su esposo, Carlos Quintero Castilla, quien, a la sazón, ya conocía el lugar de arribo.
Cándida, sin retener la fecha del suceso, cuenta que en Curumaní asistió a la honra fúnebre de una señorita de catorce años de edad; el velatorio fue realizado en la vivienda de la señora Apolonia Barahona, su vecina de unos sesenta y cinco años de existencia. El deceso ocurrió después del mediodía y cuando fue conocida la noticia el vecindario llenó la alcoba en donde aún permanecía el cadáver y donde, extrañamente, de un momento a otro, una cantidad de pequeñas mariposas blancas cubrieron las paredes.
En vano trató la asistencia de sacarlas agitándolas con trapos. Minutos después, en cuanto el cadáver fue metido en el ataúd y exhibido en la sala, también este fue cubierto por igual cantidad de las pequeñas mariposas. Serían las dos de la tarde cuando los asistentes observaron cómo, más acá del fondo del espacio celeste, en el vacío despejado y bañado de sol, fue dibujándose lentamente una enorme palma de vino, es decir, la hoja de la palmera.
La misteriosa obra de arte, hecha de nubes del color de la leche, Cándida y los demás espectadores la imaginaron ocupando, algo así, como la cuarta parte del lado norte de la amplia altitud. El mural, realizado por manos y pinceles imaginarios, dista mucho de ser una ilusión; se trata de una obra virtual del realismo mágico de Alejo Carpentier; y como producto de la magia, pasadas unas tres horas, terminó diluyéndose tal como había aparecido: lentamente.
Ese día supo Cándida Guillén Amador que aquella palma es el anuncio del fallecimiento de una señorita. Dicho espectáculo también fue observado por: Olivia Daza Muñoz, en su niñez, en el cielo de Curumaní, y aunque desconoció el lugar de la ocurrencia y la persona fallecida, el hecho lo comprobó el día siguiente por el tañido de campanas y la presencia, luego, de la multitud en la iglesia.
Sin embargo, ya Olivia tenía conocimiento del suceso por boca de su madre quien lo observó al fallecer una de las hijas de Nicasio Pallares, en Chiriguaná. Irma Rosa Camacho Yépez cita a su madre Marquesa Yépez como fiel testigo de este mensaje del cielo. María del Tránsito Machado recuerda haber recibido la noticia de su abuela María de la Paz Martínez, residente en el caserío denominado La Sierrita, jurisdicción del municipio de Chiriguaná, en cuyo limbo había visto el fenómeno.
María del Carmen Queruz Ceballos, en 1954, manifiesta que cuando era de 15 años, de dos a tres de la tarde, la población de Chimichagua lo observó en la parte sur oriental, muy por encima de las islas que pueblan la ciénaga, muy por encima y muy lejos de la vegetación.
La palmera formaba un arco en cuyo centro, pero mucho más acá, estaba el sol. Esa vez su madre le explicó que (el acto jamás vuelto a ver) se debía a la muerte de una virgen. Natividad Cárcamo García, en mi obra titulada ‘Curumaní: creencias, costumbres y leyendas’ revela ser adolescente cuando, en Chiriguaná, vio una palma dibujada en lo alto; ella, llena de sorpresa y agrado, salió a contárselo a su tutora Liboria Padilla. Como la muerte no había acontecido en esa localidad, Liboria le explicó que cuando la palma se dibujaba en el cielo de un pueblo diferente al deceso se debía a que la señorita había sido desacreditada en su honor.
Por: Andrés Camacho García.
Cándida Guillén Amador llegó Curumaní en 1948; procedía del poblado de Saloa. La acompañaba su primera hija nombrada Lorenza, nacida dos años atrás, y su esposo, Carlos Quintero Castilla, quien, a la sazón, ya conocía el lugar de arribo.
Cándida Guillén Amador llegó Curumaní en 1948; procedía del poblado de Saloa. La acompañaba su primera hija nombrada Lorenza, nacida dos años atrás, y su esposo, Carlos Quintero Castilla, quien, a la sazón, ya conocía el lugar de arribo.
Cándida, sin retener la fecha del suceso, cuenta que en Curumaní asistió a la honra fúnebre de una señorita de catorce años de edad; el velatorio fue realizado en la vivienda de la señora Apolonia Barahona, su vecina de unos sesenta y cinco años de existencia. El deceso ocurrió después del mediodía y cuando fue conocida la noticia el vecindario llenó la alcoba en donde aún permanecía el cadáver y donde, extrañamente, de un momento a otro, una cantidad de pequeñas mariposas blancas cubrieron las paredes.
En vano trató la asistencia de sacarlas agitándolas con trapos. Minutos después, en cuanto el cadáver fue metido en el ataúd y exhibido en la sala, también este fue cubierto por igual cantidad de las pequeñas mariposas. Serían las dos de la tarde cuando los asistentes observaron cómo, más acá del fondo del espacio celeste, en el vacío despejado y bañado de sol, fue dibujándose lentamente una enorme palma de vino, es decir, la hoja de la palmera.
La misteriosa obra de arte, hecha de nubes del color de la leche, Cándida y los demás espectadores la imaginaron ocupando, algo así, como la cuarta parte del lado norte de la amplia altitud. El mural, realizado por manos y pinceles imaginarios, dista mucho de ser una ilusión; se trata de una obra virtual del realismo mágico de Alejo Carpentier; y como producto de la magia, pasadas unas tres horas, terminó diluyéndose tal como había aparecido: lentamente.
Ese día supo Cándida Guillén Amador que aquella palma es el anuncio del fallecimiento de una señorita. Dicho espectáculo también fue observado por: Olivia Daza Muñoz, en su niñez, en el cielo de Curumaní, y aunque desconoció el lugar de la ocurrencia y la persona fallecida, el hecho lo comprobó el día siguiente por el tañido de campanas y la presencia, luego, de la multitud en la iglesia.
Sin embargo, ya Olivia tenía conocimiento del suceso por boca de su madre quien lo observó al fallecer una de las hijas de Nicasio Pallares, en Chiriguaná. Irma Rosa Camacho Yépez cita a su madre Marquesa Yépez como fiel testigo de este mensaje del cielo. María del Tránsito Machado recuerda haber recibido la noticia de su abuela María de la Paz Martínez, residente en el caserío denominado La Sierrita, jurisdicción del municipio de Chiriguaná, en cuyo limbo había visto el fenómeno.
María del Carmen Queruz Ceballos, en 1954, manifiesta que cuando era de 15 años, de dos a tres de la tarde, la población de Chimichagua lo observó en la parte sur oriental, muy por encima de las islas que pueblan la ciénaga, muy por encima y muy lejos de la vegetación.
La palmera formaba un arco en cuyo centro, pero mucho más acá, estaba el sol. Esa vez su madre le explicó que (el acto jamás vuelto a ver) se debía a la muerte de una virgen. Natividad Cárcamo García, en mi obra titulada ‘Curumaní: creencias, costumbres y leyendas’ revela ser adolescente cuando, en Chiriguaná, vio una palma dibujada en lo alto; ella, llena de sorpresa y agrado, salió a contárselo a su tutora Liboria Padilla. Como la muerte no había acontecido en esa localidad, Liboria le explicó que cuando la palma se dibujaba en el cielo de un pueblo diferente al deceso se debía a que la señorita había sido desacreditada en su honor.
Por: Andrés Camacho García.