Con este epígrafe afortunado, el acertado sacerdote Enrique Iseda comenzó su elegía por María Cecilia Cuello Dávila de Campo Soto, en las exequias catedralicia; al final logró calurosa y solidaria acogida entre los concurridos. Luego participaron su nieto, Sergio Araujo Campo; sus hijos, María Isabel y Carlos Eduardo; con espléndidas evocaciones familiares, enternecidas por sus […]
Con este epígrafe afortunado, el acertado sacerdote Enrique Iseda comenzó su elegía por María Cecilia Cuello Dávila de Campo Soto, en las exequias catedralicia; al final logró calurosa y solidaria acogida entre los concurridos.
Luego participaron su nieto, Sergio Araujo Campo; sus hijos, María Isabel y Carlos Eduardo; con espléndidas evocaciones familiares, enternecidas por sus entrañables recordaciones afectivas, colmando el recinto de la asamblea con bellos y veraces panegíricos.
Ciertamente, piezas oratorias sublimemente hermosas, surgidas de sus nobles corazones agradecidos, exaltadas delante de la principalía de la sociedad valduparense, consternada.
María Cecilia gozaba de una distinguida personalidad generosa, acompañada por la virtud de una caridad sin orillas, que les sirvieron de fuente fresca a las lúcidas alusiones de los intervinientes, sobre la esposa, madre y abuela, quien había rebosado de alegría sus vidas, y constituida en excepcional referente humano de nuestra comunidad regional.
Un justo comentario generalizado se difundió entre los asistentes al luctuoso acto, proclamando una inusitada pero explicable admiración a ella, la más dulcemente amorosa entre nuestras excelentes mujeres principales; pues como es notorio, su corazón guardaba con esmerado afecto el inestimable valor de su fe cristiana que custodiaba como su mejor tesoro, de todos cuanto muchos tenía, y del que sacaba las prendas más a propósito para servir de una o de otras maneras a su amado prójimo. Junto a los suyos, a quienes amó y consagró su vida santa, con dobladas y reconocidas abnegaciones, aquilatadas con exquisitos detalles personales, tocados con extrema delicadeza femenina, les reservó un cuidado cariñoso de alto relieve, a su adorada Iglesia Católica, a su jerarquía pastoral, durante muchos años de su esclarecida existencia.
Y ahora también recuerdo los tiempos pasados, de cuando su esposo fue por dos ocasiones uno de los mejores alcaldes del municipio de Valledupar y ella celosa guardián del patrimonio material y cultural de dicha entidad y de la sociedad civil; y antes aún, cuando sus ilustres padres, don Manuel y doña Rosa, de gratísima recordación para mí y los míos, sazonaron su espíritu y formaron su corazón con la finalidad específica de hacer feliz a los demás, al servicio de su prójimo, así como ellos también habían donado sus vidas en beneficio del bien común, cuyas realizaciones no es menester enumerarlas aquí, por bien sabidas de la ciudadanía.
Ya al término de las anteriores modestas, pero sentidas, remembranzas, con las cuales me honro, estoy seguro que los corazones de las mujeres y hombres de San Juan del Cesar y Valledupar, los tenemos conmovidos por su ausencia, más al propio tiempo, enarbolados en la cima del horizonte que ella avistó, con su ejemplaridad meridiana.
María Cecilia, todos a una, te decimos, recibe, por tu gallarda vida, un adiós con Dios, hasta la eternidad. Desde los montes de Pueblo Bello.
Con este epígrafe afortunado, el acertado sacerdote Enrique Iseda comenzó su elegía por María Cecilia Cuello Dávila de Campo Soto, en las exequias catedralicia; al final logró calurosa y solidaria acogida entre los concurridos. Luego participaron su nieto, Sergio Araujo Campo; sus hijos, María Isabel y Carlos Eduardo; con espléndidas evocaciones familiares, enternecidas por sus […]
Con este epígrafe afortunado, el acertado sacerdote Enrique Iseda comenzó su elegía por María Cecilia Cuello Dávila de Campo Soto, en las exequias catedralicia; al final logró calurosa y solidaria acogida entre los concurridos.
Luego participaron su nieto, Sergio Araujo Campo; sus hijos, María Isabel y Carlos Eduardo; con espléndidas evocaciones familiares, enternecidas por sus entrañables recordaciones afectivas, colmando el recinto de la asamblea con bellos y veraces panegíricos.
Ciertamente, piezas oratorias sublimemente hermosas, surgidas de sus nobles corazones agradecidos, exaltadas delante de la principalía de la sociedad valduparense, consternada.
María Cecilia gozaba de una distinguida personalidad generosa, acompañada por la virtud de una caridad sin orillas, que les sirvieron de fuente fresca a las lúcidas alusiones de los intervinientes, sobre la esposa, madre y abuela, quien había rebosado de alegría sus vidas, y constituida en excepcional referente humano de nuestra comunidad regional.
Un justo comentario generalizado se difundió entre los asistentes al luctuoso acto, proclamando una inusitada pero explicable admiración a ella, la más dulcemente amorosa entre nuestras excelentes mujeres principales; pues como es notorio, su corazón guardaba con esmerado afecto el inestimable valor de su fe cristiana que custodiaba como su mejor tesoro, de todos cuanto muchos tenía, y del que sacaba las prendas más a propósito para servir de una o de otras maneras a su amado prójimo. Junto a los suyos, a quienes amó y consagró su vida santa, con dobladas y reconocidas abnegaciones, aquilatadas con exquisitos detalles personales, tocados con extrema delicadeza femenina, les reservó un cuidado cariñoso de alto relieve, a su adorada Iglesia Católica, a su jerarquía pastoral, durante muchos años de su esclarecida existencia.
Y ahora también recuerdo los tiempos pasados, de cuando su esposo fue por dos ocasiones uno de los mejores alcaldes del municipio de Valledupar y ella celosa guardián del patrimonio material y cultural de dicha entidad y de la sociedad civil; y antes aún, cuando sus ilustres padres, don Manuel y doña Rosa, de gratísima recordación para mí y los míos, sazonaron su espíritu y formaron su corazón con la finalidad específica de hacer feliz a los demás, al servicio de su prójimo, así como ellos también habían donado sus vidas en beneficio del bien común, cuyas realizaciones no es menester enumerarlas aquí, por bien sabidas de la ciudadanía.
Ya al término de las anteriores modestas, pero sentidas, remembranzas, con las cuales me honro, estoy seguro que los corazones de las mujeres y hombres de San Juan del Cesar y Valledupar, los tenemos conmovidos por su ausencia, más al propio tiempo, enarbolados en la cima del horizonte que ella avistó, con su ejemplaridad meridiana.
María Cecilia, todos a una, te decimos, recibe, por tu gallarda vida, un adiós con Dios, hasta la eternidad. Desde los montes de Pueblo Bello.