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Columnista - 17 agosto, 2021

Nota sobre Leandro Díaz para mi amigo Juan Celedón

Un viento suave del mes de junio de 1958 acariciaba mis sienes cuando en el umbral de la puerta principal de la casa de mi padre, quien ya residía en Villanueva, La Guajira, asomaba la figura enigmática de un hombre que con vestidura sencilla arropaba una humildad y modestia propia de los nobles. Lo vi […]

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Un viento suave del mes de junio de 1958 acariciaba mis sienes cuando en el umbral de la puerta principal de la casa de mi padre, quien ya residía en Villanueva, La Guajira, asomaba la figura enigmática de un hombre que con vestidura sencilla arropaba una humildad y modestia propia de los nobles.

Lo vi entrar cuando sentado me encontraba en el andén principal de la casa, en cuyo piso de superficie lisa de cemento pulido se escondía una frescura que invitaba a una pequeña siesta matinal antes de ir a degustar un delicioso desayuno, que esperaba impaciente la llegada del misterioso y enigmático personaje y que los olores agradables, esparcidos desde una cocina en movimiento, aceleraban a su consumo. ¡Hígado guisado con arepa limpia!

Mis pensamientos se interrumpieron cuando al acto, bajo el grito expectante de una voz de satisfacción se pronunciaba: “¡Llegó Leandro!”, exclamaba mi padre, cuando al mismo instante me decía: “¡Chacho, este es Leandro Díaz, el Homero vallenato!”. Repetía y repetía, henchido de emoción, como quien al escuchar una noticia que transmitiera la suerte repitiera uno a uno el número ganador de una lotería.

Yo también había hecho, pocas horas antes, mi entrada por segunda vez a Villanueva y bajo el amparo y cariño de Telma, la mujer de mi padre, acababa de acomodar la bolsa de manigueta, equipaje habitual de otrora, en la habitación asignada.

Nos sentamos a la mesa después del caluroso saludo. Escuchaba impresionado las conversaciones del caso y mis emociones crecían a la par de los relatos. No se había aun servido el desayuno cuando Leandro dijo: “Poncho, acabo de componer este son y quiero que lo escuches antes que comiencen los tragos pues quiero tu opinión”. “¿Cómo se llama?”, preguntó mi padre.  

“¡Quiéreme!”, contestó Leandro. Mi padre dirigiéndose a mí, dijo: “Chacho”, como por cariño me llamaba, “¡toma papel y escribe!”.

Recuerdo que estrenaba un plumero Parker, cargado con tinta verde, que era mi color preferido y me lo había regalado mi madre, como estímulo a mi inicio en la educación media. Escribí todo el son, estrofa por estrofa y cada vez que terminaba una se hacía por parte del autor la explicación respectiva.

No demoró mucho en llegar proveniente de El Plan, ‘Toño’, el acordeonista de notas con sabor a tierra fresca y poco a poco los personajes que en aquel tiempo iniciaban la historia de la bohemia aparecían como por arte de magia.

Cuando arrancó el acordeón después de los primeros tragos y para descifrar misterios y ansiedades como de lógica esperada, el viejo Poncho iniciaba con la primera estrofa: “Implorando tu cariño paso las noches, paso los días. Quiéreme visita mía que soy un ave y no tengo nido. Quisiera vivir contigo, en completas armonías”.

No sé cómo sucedió, pero ya el viejo Poncho cantaba la canción como si la hubiese aprendido hacía mucho tiempo atrás, en donde la melodiosa música para los impecables versos impregnaban el sello del éxito para siempre.

Continuó Leandro, y así nacía la historia de una canción más, de las que engrandecen el repertorio del genio que veía con los ojos del alma. Qué honor para mí haber tenido el privilegio de escribir con mi puño y letra esta hermosa composición.

Entonces, pensé: “¡Para recuperar la gloria de las cosas solo basta con soltarles el espíritu!”.

Columnista
17 agosto, 2021

Nota sobre Leandro Díaz para mi amigo Juan Celedón

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Fausto Cotes

Un viento suave del mes de junio de 1958 acariciaba mis sienes cuando en el umbral de la puerta principal de la casa de mi padre, quien ya residía en Villanueva, La Guajira, asomaba la figura enigmática de un hombre que con vestidura sencilla arropaba una humildad y modestia propia de los nobles. Lo vi […]


Un viento suave del mes de junio de 1958 acariciaba mis sienes cuando en el umbral de la puerta principal de la casa de mi padre, quien ya residía en Villanueva, La Guajira, asomaba la figura enigmática de un hombre que con vestidura sencilla arropaba una humildad y modestia propia de los nobles.

Lo vi entrar cuando sentado me encontraba en el andén principal de la casa, en cuyo piso de superficie lisa de cemento pulido se escondía una frescura que invitaba a una pequeña siesta matinal antes de ir a degustar un delicioso desayuno, que esperaba impaciente la llegada del misterioso y enigmático personaje y que los olores agradables, esparcidos desde una cocina en movimiento, aceleraban a su consumo. ¡Hígado guisado con arepa limpia!

Mis pensamientos se interrumpieron cuando al acto, bajo el grito expectante de una voz de satisfacción se pronunciaba: “¡Llegó Leandro!”, exclamaba mi padre, cuando al mismo instante me decía: “¡Chacho, este es Leandro Díaz, el Homero vallenato!”. Repetía y repetía, henchido de emoción, como quien al escuchar una noticia que transmitiera la suerte repitiera uno a uno el número ganador de una lotería.

Yo también había hecho, pocas horas antes, mi entrada por segunda vez a Villanueva y bajo el amparo y cariño de Telma, la mujer de mi padre, acababa de acomodar la bolsa de manigueta, equipaje habitual de otrora, en la habitación asignada.

Nos sentamos a la mesa después del caluroso saludo. Escuchaba impresionado las conversaciones del caso y mis emociones crecían a la par de los relatos. No se había aun servido el desayuno cuando Leandro dijo: “Poncho, acabo de componer este son y quiero que lo escuches antes que comiencen los tragos pues quiero tu opinión”. “¿Cómo se llama?”, preguntó mi padre.  

“¡Quiéreme!”, contestó Leandro. Mi padre dirigiéndose a mí, dijo: “Chacho”, como por cariño me llamaba, “¡toma papel y escribe!”.

Recuerdo que estrenaba un plumero Parker, cargado con tinta verde, que era mi color preferido y me lo había regalado mi madre, como estímulo a mi inicio en la educación media. Escribí todo el son, estrofa por estrofa y cada vez que terminaba una se hacía por parte del autor la explicación respectiva.

No demoró mucho en llegar proveniente de El Plan, ‘Toño’, el acordeonista de notas con sabor a tierra fresca y poco a poco los personajes que en aquel tiempo iniciaban la historia de la bohemia aparecían como por arte de magia.

Cuando arrancó el acordeón después de los primeros tragos y para descifrar misterios y ansiedades como de lógica esperada, el viejo Poncho iniciaba con la primera estrofa: “Implorando tu cariño paso las noches, paso los días. Quiéreme visita mía que soy un ave y no tengo nido. Quisiera vivir contigo, en completas armonías”.

No sé cómo sucedió, pero ya el viejo Poncho cantaba la canción como si la hubiese aprendido hacía mucho tiempo atrás, en donde la melodiosa música para los impecables versos impregnaban el sello del éxito para siempre.

Continuó Leandro, y así nacía la historia de una canción más, de las que engrandecen el repertorio del genio que veía con los ojos del alma. Qué honor para mí haber tenido el privilegio de escribir con mi puño y letra esta hermosa composición.

Entonces, pensé: “¡Para recuperar la gloria de las cosas solo basta con soltarles el espíritu!”.