En el New York Times del pasado 11 de julio leímos del escritor Jorge Carrión: “La vegetación y los animales domésticos nos han ayudado a compensar durante el último año y medio la ausencia de tacto y el exceso de píxeles. En nuestra nueva condición de confinados o de meros teletrabajadores, convivir con ellos nos ha acabado de revelar los detalles de su relación con el espacio que compartimos y con nosotros mismos: que forman parte no solo del hogar, sino también de la familia”.
En el New York Times del pasado 11 de julio leímos del escritor Jorge Carrión: “La vegetación y los animales domésticos nos han ayudado a compensar durante el último año y medio la ausencia de tacto y el exceso de píxeles. En nuestra nueva condición de confinados o de meros teletrabajadores, convivir con ellos nos ha acabado de revelar los detalles de su relación con el espacio que compartimos y con nosotros mismos: que forman parte no solo del hogar, sino también de la familia”.
Muchos habitantes de este mundo hallan en los árboles, o plantas, un nuevo motivo para vivir; para cuidar, para proteger. Y esa motivación se extiende a la relación con los animales, especialmente los domésticos. No podíamos acercarnos a las personas más queridas pero sí a los perros o a los gatos, aunque no se limita a esta especie. Caballos y aves, por ejemplo, han encontrado una atención especial. Recorrer, caminar el bosque y avistar su fauna se han vuelto placeres sobresalientes. Se ha redoblado el amor por la naturaleza.
“Los perros nunca dudan del amor que sienten, dice el narrador de Simpatía, la nueva novela de Rodrigo Blanco Calderón. En estos tiempos de reivindicación de la empatía —la capacidad de identificarse con otra persona—, el escritor venezolano opta por el concepto de simpatía, que remite a la inclinación afectiva tanto entre seres humanos como hacia animales o cosas”.
“Aunque los mecanismos de adquisición y del cuidado de plantas y animales del hogar se inscriban en una industria millonaria (…), la presencia de animales en más de la mitad de los núcleos familiares del mundo nos lleva a preguntarnos en qué nos equivocamos los humanos. Por qué identificamos el progreso con la conquista del medioambiente y con la consecuente extinción de seres vivos. Cuánto perdimos a cambio de la supuesta sociedad del bienestar”, dice Carrión.
Sigue y nos lleva de la mano:
“La centralidad de los perros, los gatos y las plantas en nuestras vidas pandémicas y en nuestras ficciones más recientes, no obstante, ya no eclipsa al resto de especies que nos acompañan desde hace milenios. Desde los hongos y las hortalizas hasta los animales salvajes o de granja (…) La tendencia actual a incluir a otras especies en nuestro círculo íntimo y sensible —de la vida y de sus representaciones— es el resultado de un proceso de conciencia ecológica que, durante el último medio siglo, ha ido combinando las nuevas evidencias científicas con la recuperación de intuiciones ancestrales”.
Y nos deja con pensamientos críticos acordes a nuestra época: “Mientras las temperaturas absurdas provocan muerte e incendios en Norteamérica, los polos pierden hielo a un ritmo demencial o los virus se descontrolan por todas partes, algunas de las novelas, ensayos o películas más sensibles de este cambio de siglo, a la vez que normalizan nuestro amor por las mascotas o las plantas, parecen preguntarse en qué momento y por qué optamos por vías de desarrollo del todo insostenibles. Por qué es imposible que vuelva a existir a escala mundial esa presunta armonía que, en cambio, en nuestro hogar somos capaces de reproducir en miniatura”.
En el New York Times del pasado 11 de julio leímos del escritor Jorge Carrión: “La vegetación y los animales domésticos nos han ayudado a compensar durante el último año y medio la ausencia de tacto y el exceso de píxeles. En nuestra nueva condición de confinados o de meros teletrabajadores, convivir con ellos nos ha acabado de revelar los detalles de su relación con el espacio que compartimos y con nosotros mismos: que forman parte no solo del hogar, sino también de la familia”.
En el New York Times del pasado 11 de julio leímos del escritor Jorge Carrión: “La vegetación y los animales domésticos nos han ayudado a compensar durante el último año y medio la ausencia de tacto y el exceso de píxeles. En nuestra nueva condición de confinados o de meros teletrabajadores, convivir con ellos nos ha acabado de revelar los detalles de su relación con el espacio que compartimos y con nosotros mismos: que forman parte no solo del hogar, sino también de la familia”.
Muchos habitantes de este mundo hallan en los árboles, o plantas, un nuevo motivo para vivir; para cuidar, para proteger. Y esa motivación se extiende a la relación con los animales, especialmente los domésticos. No podíamos acercarnos a las personas más queridas pero sí a los perros o a los gatos, aunque no se limita a esta especie. Caballos y aves, por ejemplo, han encontrado una atención especial. Recorrer, caminar el bosque y avistar su fauna se han vuelto placeres sobresalientes. Se ha redoblado el amor por la naturaleza.
“Los perros nunca dudan del amor que sienten, dice el narrador de Simpatía, la nueva novela de Rodrigo Blanco Calderón. En estos tiempos de reivindicación de la empatía —la capacidad de identificarse con otra persona—, el escritor venezolano opta por el concepto de simpatía, que remite a la inclinación afectiva tanto entre seres humanos como hacia animales o cosas”.
“Aunque los mecanismos de adquisición y del cuidado de plantas y animales del hogar se inscriban en una industria millonaria (…), la presencia de animales en más de la mitad de los núcleos familiares del mundo nos lleva a preguntarnos en qué nos equivocamos los humanos. Por qué identificamos el progreso con la conquista del medioambiente y con la consecuente extinción de seres vivos. Cuánto perdimos a cambio de la supuesta sociedad del bienestar”, dice Carrión.
Sigue y nos lleva de la mano:
“La centralidad de los perros, los gatos y las plantas en nuestras vidas pandémicas y en nuestras ficciones más recientes, no obstante, ya no eclipsa al resto de especies que nos acompañan desde hace milenios. Desde los hongos y las hortalizas hasta los animales salvajes o de granja (…) La tendencia actual a incluir a otras especies en nuestro círculo íntimo y sensible —de la vida y de sus representaciones— es el resultado de un proceso de conciencia ecológica que, durante el último medio siglo, ha ido combinando las nuevas evidencias científicas con la recuperación de intuiciones ancestrales”.
Y nos deja con pensamientos críticos acordes a nuestra época: “Mientras las temperaturas absurdas provocan muerte e incendios en Norteamérica, los polos pierden hielo a un ritmo demencial o los virus se descontrolan por todas partes, algunas de las novelas, ensayos o películas más sensibles de este cambio de siglo, a la vez que normalizan nuestro amor por las mascotas o las plantas, parecen preguntarse en qué momento y por qué optamos por vías de desarrollo del todo insostenibles. Por qué es imposible que vuelva a existir a escala mundial esa presunta armonía que, en cambio, en nuestro hogar somos capaces de reproducir en miniatura”.