Por Julio Oñate Martínez Quien te pudiera ver, como tú fuiste ayer típico y colonial casitas de bahareque con sus palmas caladas, hojas de calicanto y sus tejas coloradas. Fue el Valledupar que yo encontré más de medio siglo atrás, cuando procedentes de Barranquilla mis padres decidieron instalarse aquí, en la tierra de Pedro Castro. […]
Por Julio Oñate Martínez
Quien te pudiera ver, como tú fuiste ayer típico y colonial casitas de bahareque con sus palmas caladas, hojas de calicanto y sus tejas coloradas.
Fue el Valledupar que yo encontré más de medio siglo atrás, cuando procedentes de Barranquilla mis padres decidieron instalarse aquí, en la tierra de Pedro Castro. Era un pueblo grande y apacible que poéticamente describió con lucidez el ‘Veje’, quien recientemente por mandato divino colgó para siempre su vieja guitara compañera para bordonear entonces un arpa allá en las alturas celestiales.
Con el paso inexorable del tiempo y esa rápida transición de pueblo a ciudad que ha tenido Valledupar, muchas costumbres y tradiciones han quedado a la vera del camino y hoy pertenecen al nostálgico archivo del ayer. Solamente algunas pocas muestras de calicanto se pueden encontrar aún en el ‘Callejón de la Purrututú’ y no más de un par derruidas casitas de bahareque en el viejo barrio Cañahuate.
El paso desalmado del cemento y el ladrillo se han enseñoreado en todo el entorno vallenato. Saltan, entonces, una serie de interrogantes sobre tantas y tantas sanas costumbres perdidas ante el ímpetu arrollador del progreso. Que fue de aquellas viejas casonas de tipo colonial que albergaron a los primeros moradores del Valle, porque se silenciaron aquellas retretas dominicales de antes cuando la banda del pueblo nos deleitaba interpretando los valses, pasillos y pasodobles de la época en el atrio de la iglesia y en la plaza de mercado, que fue de los bailes de “El pilón” por las calles de Valledupar, con el acordeón de Evaristo Gutiérrez, anunciando los carnavales con los geniales disfraces del doctor Leonel Aroca y qué de los pícaros capuchones, que en los salones de bailes con su misterio y coquetería nos hacían vivir noches de magia y fantasía en furtivos amores y de aquellas noches de bohemia en la plaza mayor con los boleros de Bambino Ustáriz y las vehementes declamaciones del pintor Jaime Molina, quien además criticaba mordaz y alegremente a los personajes del Valle en su galería de caricaturas expuestas en el café ‘La Bolsa’ de Colí Botero. Donde estará guardado este preciado tesoro del periodismo crítico vallenato.
Ese pueblo grande de medio siglo atrás, con una cultura tradicional apegada a la ruralidad hoy ronda ya el medio millón de habitantes y marcha vertiginosamente hacía la modernidad dentro de ese proceso natural en cualquier escenario que trata de universalizar su cultura.
Tradiciones laborales como la ganadería se mantienen y robustecen merced a su vigor, al igual que la agricultura por subsistencia, desapareció si el monocutivo y con él las interminables colas de camiones repletos de algodón frente a la desmotadora del antiguo I.F.A. (Instituto de Fomento Algodonero).
Que fue de aquellas generosas cosechas de los cafetales de Azúcar Buena, hacía donde emigraron las doradas del Guatapurí y los bocachicos del Cesar. Que se hicieron los pereguétanos que temblaban de miedo con las crecientes del río y los serenos de ‘Pan Cachaco’ que le daban tranquilidad a las noches vallenatas; ya no pelean los hombres a las trompadas, no parrandean los hermanos Pavajeau y santo Ecce Homo ya casi no hace milagros.
No se bailan cumbiambas donde Nemesia Martínez ni se amanece donde Petra Arias, escuchando un acordeón y la banda ‘Los Picapiedra’ calló para siempre, y de las batallas carnavaleras con maizena que protagonizaban Valentín Quintero y Sanín Murcia, en el Club del Comercio no quedó ni el polvo; ya no se escuchan las serenatas del ‘Trio Malanga’, ni las guarachas de Arturo Pacific y los chirrincheros del Cañahuate ahora toman Robertico.
El cambio ha sido rápido, por el acelerado crecimiento de Valledupar debido al éxodo masivo recibido de otras latitudes que edifica un complejo poblacional con diferentes costumbres y tradiciones.
Afortunadamente, el principal elemento de identidad en nuestra imagen ante Colombia y ante el mundo es la música vallenata. Es imperioso entonces recordar aquí los versos de Gustavo Gutiérrez Cabello cuando en su paseo ‘Rumores de viejas voces’ puntualizó:
Ya se alejan las costumbres del viejo Valledupar, no dejes que otros te cambien el sentido musical.
Por Julio Oñate Martínez Quien te pudiera ver, como tú fuiste ayer típico y colonial casitas de bahareque con sus palmas caladas, hojas de calicanto y sus tejas coloradas. Fue el Valledupar que yo encontré más de medio siglo atrás, cuando procedentes de Barranquilla mis padres decidieron instalarse aquí, en la tierra de Pedro Castro. […]
Por Julio Oñate Martínez
Quien te pudiera ver, como tú fuiste ayer típico y colonial casitas de bahareque con sus palmas caladas, hojas de calicanto y sus tejas coloradas.
Fue el Valledupar que yo encontré más de medio siglo atrás, cuando procedentes de Barranquilla mis padres decidieron instalarse aquí, en la tierra de Pedro Castro. Era un pueblo grande y apacible que poéticamente describió con lucidez el ‘Veje’, quien recientemente por mandato divino colgó para siempre su vieja guitara compañera para bordonear entonces un arpa allá en las alturas celestiales.
Con el paso inexorable del tiempo y esa rápida transición de pueblo a ciudad que ha tenido Valledupar, muchas costumbres y tradiciones han quedado a la vera del camino y hoy pertenecen al nostálgico archivo del ayer. Solamente algunas pocas muestras de calicanto se pueden encontrar aún en el ‘Callejón de la Purrututú’ y no más de un par derruidas casitas de bahareque en el viejo barrio Cañahuate.
El paso desalmado del cemento y el ladrillo se han enseñoreado en todo el entorno vallenato. Saltan, entonces, una serie de interrogantes sobre tantas y tantas sanas costumbres perdidas ante el ímpetu arrollador del progreso. Que fue de aquellas viejas casonas de tipo colonial que albergaron a los primeros moradores del Valle, porque se silenciaron aquellas retretas dominicales de antes cuando la banda del pueblo nos deleitaba interpretando los valses, pasillos y pasodobles de la época en el atrio de la iglesia y en la plaza de mercado, que fue de los bailes de “El pilón” por las calles de Valledupar, con el acordeón de Evaristo Gutiérrez, anunciando los carnavales con los geniales disfraces del doctor Leonel Aroca y qué de los pícaros capuchones, que en los salones de bailes con su misterio y coquetería nos hacían vivir noches de magia y fantasía en furtivos amores y de aquellas noches de bohemia en la plaza mayor con los boleros de Bambino Ustáriz y las vehementes declamaciones del pintor Jaime Molina, quien además criticaba mordaz y alegremente a los personajes del Valle en su galería de caricaturas expuestas en el café ‘La Bolsa’ de Colí Botero. Donde estará guardado este preciado tesoro del periodismo crítico vallenato.
Ese pueblo grande de medio siglo atrás, con una cultura tradicional apegada a la ruralidad hoy ronda ya el medio millón de habitantes y marcha vertiginosamente hacía la modernidad dentro de ese proceso natural en cualquier escenario que trata de universalizar su cultura.
Tradiciones laborales como la ganadería se mantienen y robustecen merced a su vigor, al igual que la agricultura por subsistencia, desapareció si el monocutivo y con él las interminables colas de camiones repletos de algodón frente a la desmotadora del antiguo I.F.A. (Instituto de Fomento Algodonero).
Que fue de aquellas generosas cosechas de los cafetales de Azúcar Buena, hacía donde emigraron las doradas del Guatapurí y los bocachicos del Cesar. Que se hicieron los pereguétanos que temblaban de miedo con las crecientes del río y los serenos de ‘Pan Cachaco’ que le daban tranquilidad a las noches vallenatas; ya no pelean los hombres a las trompadas, no parrandean los hermanos Pavajeau y santo Ecce Homo ya casi no hace milagros.
No se bailan cumbiambas donde Nemesia Martínez ni se amanece donde Petra Arias, escuchando un acordeón y la banda ‘Los Picapiedra’ calló para siempre, y de las batallas carnavaleras con maizena que protagonizaban Valentín Quintero y Sanín Murcia, en el Club del Comercio no quedó ni el polvo; ya no se escuchan las serenatas del ‘Trio Malanga’, ni las guarachas de Arturo Pacific y los chirrincheros del Cañahuate ahora toman Robertico.
El cambio ha sido rápido, por el acelerado crecimiento de Valledupar debido al éxodo masivo recibido de otras latitudes que edifica un complejo poblacional con diferentes costumbres y tradiciones.
Afortunadamente, el principal elemento de identidad en nuestra imagen ante Colombia y ante el mundo es la música vallenata. Es imperioso entonces recordar aquí los versos de Gustavo Gutiérrez Cabello cuando en su paseo ‘Rumores de viejas voces’ puntualizó:
Ya se alejan las costumbres del viejo Valledupar, no dejes que otros te cambien el sentido musical.