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Columnista - 12 enero, 2021

Jorge Oñate y Alvarito López

El sábado pasado, los consuegros Alvarito y Kety nos invitaron a almorzar en su finca en La Paz. Ahí me encontré con especial afecto con el gran cantante de música vallenata Jorge Oñate y su inseparable y querida esposa Nancy. Con suma concentración, Miguel y Pablo López y demás invitados, entre los que se encontraba […]

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El sábado pasado, los consuegros Alvarito y Kety nos invitaron a almorzar en su finca en La Paz. Ahí me encontré con especial afecto con el gran cantante de música vallenata Jorge Oñate y su inseparable y querida esposa Nancy.

Con suma concentración, Miguel y Pablo López y demás invitados, entre los que se encontraba el ameno médico internista Antonio Araque, fluidamente conversaban de música vallenata, y especialmente de vallenato tradicional. Alvarito intervenía haciendo anotaciones puntuales. Jorge apreciaba la música que se escuchaba y destacó en primer momento la caja vallenata porque marcaba el ritmo -me dijo-, luego el acordeón con la que se interpreta la melodía y enseguida degustaba la letra. Coincidían todos en que además de la trietnia de la caja, la guacharaca y el acordeón, en cada canción se decía todo con mensajes suficientes de historias cantadas de amor, desamor, de ardentía, de poesía y de lirica con descripciones exactas e insuperables.

Se convino concluyentemente que los juglares de antes siempre estarán en la historia de la música vallenata tanto a nivel nacional como internacional por su trabajo colectivo. Él (Oñate), Zuleta, Diomedes, Villazón y Beto Zabaleta pervivirán por siempre por ser cultores del vallenato tradicional. Los de ahora -se comentó- hacen presencia un rato y después raudamente desaparecen. No dejan huella, no tienen voz ni canto. Y tampoco suerte.

Fueron muchas las anécdotas que alcancé a oír, aunque llegué tarde. Rememoraron las correrías y parrandas con variantes de toda índole, aún con tantos riesgos, como cuando Diomedes, después de habérsele regalado en Medellín una camionada de búfalos y 20 millones de pesos del año 2000, por alguna razón, no le dio la gana de cumplir el compromiso adquirido con innombrables de esa zona. ¡Qué peligro!

Y así, recordaron con mucha nostalgia a Diomedes Díaz, pero también coincidieron todos en que no tuvo un decidido fraterno que lo hubiera logrado socorrer de las malas garras que siempre lo rodearon. ¡Tuviera vivo!, dijeron casi en coro melancólico.

Finalmente le pregunté a Oñate por su entrañable amigo Poncho Zuleta, y me dijo: “¿Supo que dicen que se cayó de un caballo?”. “De algo me enteré”, le dije. “Esa versión no es cierta. Por imprudente ordenó en su finca que en uno de los corredores de la casa les echaran maíz a los pollos. El piso estaba mojado. Y cuando quiso rapidito, echarles maíz, ¡cataplum! se resbaló de espaldas y se cayó esa mole de casi 120 kilos”, contestó. A continuación le interrogué: “¿Y por qué la versión de la caída del caballo?”. “¿¡Y por qué va ser, doctor!?”, exclamó Oñate, rematando: “Por purísima pena de no querer contar que se cayó por andar de gracioso detrás de unos pollos”. Risotadas sin sonrojarnos.

“A propósito, ¿cuál de los dos es mayor?”, le pregunté. “¡Ombe doctor!”, exclamó el jilguero, “Zuleta tiene 76 y yo 73”. En un descuido -casi enseguida- Pablo López imperceptiblemente me susurró al oído: “Eso no es cierto, es al contrario”.

Por último, aprecio ante un hombre sano, jovial, delgado -que se ve muy bien, de buena imagen-, que habrá Oñate para largos años, acompañado de un excelso ejecutor de acordeón, cuando con insuperable destreza se ensimisma, ante sí mismo, Alvarito, en la melodía con un oído prodigioso. ¡Bienvenido el vallenato tradicional de pospandemia! 

Columnista
12 enero, 2021

Jorge Oñate y Alvarito López

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Hugo Mendoza

El sábado pasado, los consuegros Alvarito y Kety nos invitaron a almorzar en su finca en La Paz. Ahí me encontré con especial afecto con el gran cantante de música vallenata Jorge Oñate y su inseparable y querida esposa Nancy. Con suma concentración, Miguel y Pablo López y demás invitados, entre los que se encontraba […]


El sábado pasado, los consuegros Alvarito y Kety nos invitaron a almorzar en su finca en La Paz. Ahí me encontré con especial afecto con el gran cantante de música vallenata Jorge Oñate y su inseparable y querida esposa Nancy.

Con suma concentración, Miguel y Pablo López y demás invitados, entre los que se encontraba el ameno médico internista Antonio Araque, fluidamente conversaban de música vallenata, y especialmente de vallenato tradicional. Alvarito intervenía haciendo anotaciones puntuales. Jorge apreciaba la música que se escuchaba y destacó en primer momento la caja vallenata porque marcaba el ritmo -me dijo-, luego el acordeón con la que se interpreta la melodía y enseguida degustaba la letra. Coincidían todos en que además de la trietnia de la caja, la guacharaca y el acordeón, en cada canción se decía todo con mensajes suficientes de historias cantadas de amor, desamor, de ardentía, de poesía y de lirica con descripciones exactas e insuperables.

Se convino concluyentemente que los juglares de antes siempre estarán en la historia de la música vallenata tanto a nivel nacional como internacional por su trabajo colectivo. Él (Oñate), Zuleta, Diomedes, Villazón y Beto Zabaleta pervivirán por siempre por ser cultores del vallenato tradicional. Los de ahora -se comentó- hacen presencia un rato y después raudamente desaparecen. No dejan huella, no tienen voz ni canto. Y tampoco suerte.

Fueron muchas las anécdotas que alcancé a oír, aunque llegué tarde. Rememoraron las correrías y parrandas con variantes de toda índole, aún con tantos riesgos, como cuando Diomedes, después de habérsele regalado en Medellín una camionada de búfalos y 20 millones de pesos del año 2000, por alguna razón, no le dio la gana de cumplir el compromiso adquirido con innombrables de esa zona. ¡Qué peligro!

Y así, recordaron con mucha nostalgia a Diomedes Díaz, pero también coincidieron todos en que no tuvo un decidido fraterno que lo hubiera logrado socorrer de las malas garras que siempre lo rodearon. ¡Tuviera vivo!, dijeron casi en coro melancólico.

Finalmente le pregunté a Oñate por su entrañable amigo Poncho Zuleta, y me dijo: “¿Supo que dicen que se cayó de un caballo?”. “De algo me enteré”, le dije. “Esa versión no es cierta. Por imprudente ordenó en su finca que en uno de los corredores de la casa les echaran maíz a los pollos. El piso estaba mojado. Y cuando quiso rapidito, echarles maíz, ¡cataplum! se resbaló de espaldas y se cayó esa mole de casi 120 kilos”, contestó. A continuación le interrogué: “¿Y por qué la versión de la caída del caballo?”. “¿¡Y por qué va ser, doctor!?”, exclamó Oñate, rematando: “Por purísima pena de no querer contar que se cayó por andar de gracioso detrás de unos pollos”. Risotadas sin sonrojarnos.

“A propósito, ¿cuál de los dos es mayor?”, le pregunté. “¡Ombe doctor!”, exclamó el jilguero, “Zuleta tiene 76 y yo 73”. En un descuido -casi enseguida- Pablo López imperceptiblemente me susurró al oído: “Eso no es cierto, es al contrario”.

Por último, aprecio ante un hombre sano, jovial, delgado -que se ve muy bien, de buena imagen-, que habrá Oñate para largos años, acompañado de un excelso ejecutor de acordeón, cuando con insuperable destreza se ensimisma, ante sí mismo, Alvarito, en la melodía con un oído prodigioso. ¡Bienvenido el vallenato tradicional de pospandemia!