Diciembre es por tradición el mes de la familia y los recuerdos, de la celebración de la Navidad y la gratitud a Dios por la vida. En nuestra familia materna tenemos como paradigma de amor y de ternura a la inolvidable abuela Sara Corzo Maestre. Fue una mujer bondadosa que irradiaba santidad. Su casa era […]
Diciembre es por tradición el mes de la familia y los recuerdos, de la celebración de la Navidad y la gratitud a Dios por la vida. En nuestra familia materna tenemos como paradigma de amor y de ternura a la inolvidable abuela Sara Corzo Maestre.
Fue una mujer bondadosa que irradiaba santidad. Su casa era un jardín de puertas abiertas. Jamás sus labios fueron parlantes para las tentaciones de la desmesura ni el sarcasmo; en su mente nunca hubo lugar para ideas ni palabras ofensivas. Ella era toda tierna, caritativa, agradable e infinitamente comprensiva. Su amor de madre y abuela nunca conoció el cansancio ni el olvido. Fue honesta consigo y con los otros. Dos de sus afanes eran hacer el bien sin interés de recompensa y aceptar a los demás exaltando sus virtudes.
En la bucólica tierra de Patillal, sus padres Nemías Maestre y Juana Bautista Corzo (La Tita), celebran su nacimiento a finales del siglo XIX, y muy niña se va con su madre a vivir a Atánquez, donde comienza a edificar su fe cristiana. A Valledupar llega en 1928. Compra una casa en el centro de la ciudad, en un sitio que después sería la famosa ‘Calle del Cesar’, construye unas habitaciones para hospedajes, y además ofrece servicio de restaurante. Fue uno de los tres primeros hoteles de Valledupar y tuvo vigencia por más de veinte años. Las amables atenciones de la dueña y sus habilidades en la preparación de los alimentos fueron siempre sus cartas de presentación para los clientes.
En la década de 1950 se traslada al barrio Loperena, frente al sitio que hoy se conoce ‘El callejón de los Quintero’, y ofrece únicamente servicio de alimentos y en una pequeña colmena la venta de paletas y gaseosas. De noche el frente de su casa era sitio de reuniones de vecinos y viejos amigos que recostados en los taburetes conversaban de variados temas.
Los hijos bilógicos de Sara Corzo eran cuatro (Juana Bautista, Carmelo, Rodrigo y Alberto) y sus nietos 26, pero tuvo muchos adoptivos menores y mayores que disfrutaron de su cariño maternal, de los alcances del hotel y las delicias de los alimentos. Su dimensión humana al parecer estaba inspirada en Santa Teresa de Jesús: en su morada interior sosegaba el alma con un hermoso castillo de humildad y obediencia, y siempre estuvo en contacto con Dios a través de las oraciones que fortalecieron la quietud y el recogimiento. En sus últimos años de vida fue su nodriza y enfermera Ruth Corzo, nieta e hija de crianza, y al verla muy delicada de salud, aquella mañana del 30 de julio de 1996, le preguntó: “¿Abuela cómo se siente?”. Ella, con la serenidad de 102 años, respondió con las palabras detenidas en el lento brillo de sus ojos y parecía repetir aquel poema que escribiera la argentina Alfonsina Storni (1892–1938), poco antes de su muerte: “Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara en la cabecera, una constelación-la que te guste-. Déjame sola, oyes romper los brotes, te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro me traza unos compases… Gracias”.
Diciembre es por tradición el mes de la familia y los recuerdos, de la celebración de la Navidad y la gratitud a Dios por la vida. En nuestra familia materna tenemos como paradigma de amor y de ternura a la inolvidable abuela Sara Corzo Maestre. Fue una mujer bondadosa que irradiaba santidad. Su casa era […]
Diciembre es por tradición el mes de la familia y los recuerdos, de la celebración de la Navidad y la gratitud a Dios por la vida. En nuestra familia materna tenemos como paradigma de amor y de ternura a la inolvidable abuela Sara Corzo Maestre.
Fue una mujer bondadosa que irradiaba santidad. Su casa era un jardín de puertas abiertas. Jamás sus labios fueron parlantes para las tentaciones de la desmesura ni el sarcasmo; en su mente nunca hubo lugar para ideas ni palabras ofensivas. Ella era toda tierna, caritativa, agradable e infinitamente comprensiva. Su amor de madre y abuela nunca conoció el cansancio ni el olvido. Fue honesta consigo y con los otros. Dos de sus afanes eran hacer el bien sin interés de recompensa y aceptar a los demás exaltando sus virtudes.
En la bucólica tierra de Patillal, sus padres Nemías Maestre y Juana Bautista Corzo (La Tita), celebran su nacimiento a finales del siglo XIX, y muy niña se va con su madre a vivir a Atánquez, donde comienza a edificar su fe cristiana. A Valledupar llega en 1928. Compra una casa en el centro de la ciudad, en un sitio que después sería la famosa ‘Calle del Cesar’, construye unas habitaciones para hospedajes, y además ofrece servicio de restaurante. Fue uno de los tres primeros hoteles de Valledupar y tuvo vigencia por más de veinte años. Las amables atenciones de la dueña y sus habilidades en la preparación de los alimentos fueron siempre sus cartas de presentación para los clientes.
En la década de 1950 se traslada al barrio Loperena, frente al sitio que hoy se conoce ‘El callejón de los Quintero’, y ofrece únicamente servicio de alimentos y en una pequeña colmena la venta de paletas y gaseosas. De noche el frente de su casa era sitio de reuniones de vecinos y viejos amigos que recostados en los taburetes conversaban de variados temas.
Los hijos bilógicos de Sara Corzo eran cuatro (Juana Bautista, Carmelo, Rodrigo y Alberto) y sus nietos 26, pero tuvo muchos adoptivos menores y mayores que disfrutaron de su cariño maternal, de los alcances del hotel y las delicias de los alimentos. Su dimensión humana al parecer estaba inspirada en Santa Teresa de Jesús: en su morada interior sosegaba el alma con un hermoso castillo de humildad y obediencia, y siempre estuvo en contacto con Dios a través de las oraciones que fortalecieron la quietud y el recogimiento. En sus últimos años de vida fue su nodriza y enfermera Ruth Corzo, nieta e hija de crianza, y al verla muy delicada de salud, aquella mañana del 30 de julio de 1996, le preguntó: “¿Abuela cómo se siente?”. Ella, con la serenidad de 102 años, respondió con las palabras detenidas en el lento brillo de sus ojos y parecía repetir aquel poema que escribiera la argentina Alfonsina Storni (1892–1938), poco antes de su muerte: “Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara en la cabecera, una constelación-la que te guste-. Déjame sola, oyes romper los brotes, te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro me traza unos compases… Gracias”.