Una reciente manifestación entre desespero y realidad habla del poder adictivo de las redes. El padre de familia quejoso por la conexión de su hijo para la escuela. La mujer desesperada por falta de sus datos, la ama de casa muchas veces pica el aparato pensando que es una verdura para el almuerzo, la muchacha […]
Una reciente manifestación entre desespero y realidad habla del poder adictivo de las redes. El padre de familia quejoso por la conexión de su hijo para la escuela. La mujer desesperada por falta de sus datos, la ama de casa muchas veces pica el aparato pensando que es una verdura para el almuerzo, la muchacha del pueblo sube árboles y cerros en busca de señal, el conductor hace tiempo olvidó las señales de tránsito por el timbre del aparato, la secretaria ni saluda pegada a la pantalla y la adolescente que solo sueña con tener el último dispositivo del mercado a cambio de lo que le pidan.
Nunca el mundo estuvo tan conectado y tan ausente, nunca estuvimos tan informados y tan desinformados, nunca nuestros dedos se volvieron tan hábiles en tan poco tiempo, perdieron otras habilidades; escribir con lápices por ejemplo, es algo del pasado. Cualquiera es chef, técnico, mecánico, fotógrafo, periodista, editor, cantante, actor. Hoy cualquiera hace y sabe cualquier cosa, no importa que no sepa.
Los peluqueros eran el alma conversadora ya ni miran sus clientes, los emboladores, tan escasos, solo están en el viejo oficio por la necesidad de recargar sus aparatos, ni que decir del amor, sus frases y coqueteos, esas ganas de descubrir ciertas partes, el ombligo, por ejemplo, ya no tiene ninguna gracia, hoy llega directo y en cuestión de segundos. Lunares ocultos, cicatrices infantiles, arañitas azules en pieles blancas, son borrables, todo es perfecto. O al menos bien reconstruido.
Perder los documentos antes era una tragedia, casi la muerte civil; hoy perder el celular es la muerte misma, cualquiera sea lo que significa. Perdimos el arte de la conversación amena, el gesto, la chispa, los modismos, la palabra lenta y juiciosa; el cuento con sus detalles, incluso el chisme silencioso y pícaro que llamaban secreto; todo eso, se perdió.
Las palabras están de vacaciones, algunos términos nuevos lo acaparan todo. Las Cortes con sus largas sentencias es el único material que nos queda, pero su interpretación se enreda entre expertos, algunos sabios del derecho, otros figuras del show televisivo y de redes.
Nos queda la vaga ilusión que luego de pandemia, seremos distintos, para entonces no tendremos idioma, ni letras, ni textos, volveremos a los jeroglíficos de imágenes y emojis, y el silencio será el rey. Ni siquiera los acordeones podrán despertamos con su carga de nostalgia, como un viejo animal herido que canta sus lamentos. Ya todo será virtual, y nosotros irremediables pantalleros, algo que apenas ayer era criticado entre la tribu. Adiós a las cartas, a las notas sencillas, a explicaciones e inducciones necesarias, ya todo cabe en un chat, y en una nota de voz respira la humanidad y su prisa sin remedio.
Busquemos al último compadre, la última amiga para recordar, el viejo compañero solitario, aquel viejo vecino que se asoma al patio; olvidamos la orilla del río, el camino al potrero, la salida del cine, el viejo bar de la esquina. Hoy somos una manada de pájaros sordos, que cantamos silenciosos una canción que nadie quiere escuchar porque sus audífonos ocupan el espacio y la boca tapada es cómplice. Se vende bulla, será el próximo aviso.
Una reciente manifestación entre desespero y realidad habla del poder adictivo de las redes. El padre de familia quejoso por la conexión de su hijo para la escuela. La mujer desesperada por falta de sus datos, la ama de casa muchas veces pica el aparato pensando que es una verdura para el almuerzo, la muchacha […]
Una reciente manifestación entre desespero y realidad habla del poder adictivo de las redes. El padre de familia quejoso por la conexión de su hijo para la escuela. La mujer desesperada por falta de sus datos, la ama de casa muchas veces pica el aparato pensando que es una verdura para el almuerzo, la muchacha del pueblo sube árboles y cerros en busca de señal, el conductor hace tiempo olvidó las señales de tránsito por el timbre del aparato, la secretaria ni saluda pegada a la pantalla y la adolescente que solo sueña con tener el último dispositivo del mercado a cambio de lo que le pidan.
Nunca el mundo estuvo tan conectado y tan ausente, nunca estuvimos tan informados y tan desinformados, nunca nuestros dedos se volvieron tan hábiles en tan poco tiempo, perdieron otras habilidades; escribir con lápices por ejemplo, es algo del pasado. Cualquiera es chef, técnico, mecánico, fotógrafo, periodista, editor, cantante, actor. Hoy cualquiera hace y sabe cualquier cosa, no importa que no sepa.
Los peluqueros eran el alma conversadora ya ni miran sus clientes, los emboladores, tan escasos, solo están en el viejo oficio por la necesidad de recargar sus aparatos, ni que decir del amor, sus frases y coqueteos, esas ganas de descubrir ciertas partes, el ombligo, por ejemplo, ya no tiene ninguna gracia, hoy llega directo y en cuestión de segundos. Lunares ocultos, cicatrices infantiles, arañitas azules en pieles blancas, son borrables, todo es perfecto. O al menos bien reconstruido.
Perder los documentos antes era una tragedia, casi la muerte civil; hoy perder el celular es la muerte misma, cualquiera sea lo que significa. Perdimos el arte de la conversación amena, el gesto, la chispa, los modismos, la palabra lenta y juiciosa; el cuento con sus detalles, incluso el chisme silencioso y pícaro que llamaban secreto; todo eso, se perdió.
Las palabras están de vacaciones, algunos términos nuevos lo acaparan todo. Las Cortes con sus largas sentencias es el único material que nos queda, pero su interpretación se enreda entre expertos, algunos sabios del derecho, otros figuras del show televisivo y de redes.
Nos queda la vaga ilusión que luego de pandemia, seremos distintos, para entonces no tendremos idioma, ni letras, ni textos, volveremos a los jeroglíficos de imágenes y emojis, y el silencio será el rey. Ni siquiera los acordeones podrán despertamos con su carga de nostalgia, como un viejo animal herido que canta sus lamentos. Ya todo será virtual, y nosotros irremediables pantalleros, algo que apenas ayer era criticado entre la tribu. Adiós a las cartas, a las notas sencillas, a explicaciones e inducciones necesarias, ya todo cabe en un chat, y en una nota de voz respira la humanidad y su prisa sin remedio.
Busquemos al último compadre, la última amiga para recordar, el viejo compañero solitario, aquel viejo vecino que se asoma al patio; olvidamos la orilla del río, el camino al potrero, la salida del cine, el viejo bar de la esquina. Hoy somos una manada de pájaros sordos, que cantamos silenciosos una canción que nadie quiere escuchar porque sus audífonos ocupan el espacio y la boca tapada es cómplice. Se vende bulla, será el próximo aviso.