La muerte en Colombia siempre ha sido la compañía en el camino. El país ha vivido una violencia interminable que solo en los últimos 60 años y para ser concretos, entre 1958 y el 2018, cegó la vida de manera traumática a 261.619 personas, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica.
La muerte en Colombia siempre ha sido la compañía en el camino. El país ha vivido una violencia interminable que solo en los últimos 60 años y para ser concretos, entre 1958 y el 2018, cegó la vida de manera traumática a 261.619 personas, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Hoy el dolor y el miedo a la muerte son los mismos, pero con un actor diferente y una cifra muy lejana a esa, por lo menos en Colombia. Aunque la violencia no ha cesado, las características del duelo sí son similares. Aquella con un enemigo común: los armados y los amparados en el Estado que perdieron el rumbo. Esta, un enemigo oculto que nos está diezmando.
Sin embargo, las víctimas y el dolor son los mismos. Víctimas somos todos, el dolor lo vivimos todos y el duelo es general. Según la psicología el duelo es un período de gran intensidad emocional que descubre unos vínculos vitales para el ser humano que se rompen; y eso es lo que trae la muerte, una ruptura, una separación.
Con la llegada de la covid-19, llegó de golpe la muerte. Y con la muerte que es radical y definitiva, todas las dimensiones nuestras se han visto afectadas. Ora por lo físico, ora por lo emocional, ora por lo cognitivo, lo conductual, lo social y de contera por lo espiritual.
Ella no tiene rasero. A esta muerte le da lo mismo, si naciste en la verde Amazonía, los pastizales del Llano, el calor de la selva chocoana, las frías montañas del altiplano cundiboyacense o el quebradizo Santander o el soleado Caribe. No distingue si eres mujer u hombre; si eres de la tercera generación de la familia, si eres madre, padre, hijo, hija; le vale. Si no nos cuidamos nos va a matar. Y no es precisamente la muerte que pintan de manera clásica con una imagen cadavérica dentro de la túnica negra y el gancho o el garabato ni la Catrina de Erik de Luna.
Esta muerte es real está ahí, invisible pero está. El nuevo coronavirus ha matado desde diciembre a la fecha 616.317 personas en el globo terráqueo. Solo en Colombia ha dejado 7.373 personas muertas. Aquí en el departamento del Cesar ya son 41 las víctimas; aunque se destaque que la tasa de mortalidad es de las más bajas del país, 1,8 por cada 100. Pero si nuestro grado de conciencia y responsabilidad estuviera en un nivel más alto, la cifra de contagios y de muertes estuviera aún más baja.
¿Vale la pena exponerse… exponernos? Sí, nadie quiere morir o desea contagiar a su familia con la letal enfermedad, pero está pasando. Esta muerte llegó y no hay tiempo siquiera para despedir a los deudos; no está la familia para acompañarnos. Duele que esto sea así. Pero esta no es la misma muerte.
Hay un aspecto tan mortal como la muerte misma: la resignación. Esa a que se enfrenta la familia cuando ve que su miembro va entrando a la unidad de cuidados intensivos y se queda con el credo en la boca. Es probable que, dado su estado, el paciente familiar sea devuelto en una bolsa o caja hermética que ni se puede abrir.
Hay otra, muerte dura, de aquél que a la distancia porque le era imposible por la restricción movilizarse; sabe que su madre ha muerto y no se le puede dar una cristiana sepultura, ni acompañarla en su morada, carcomido por la lagrimal distancia.
La muerte en Colombia siempre ha sido la compañía en el camino. El país ha vivido una violencia interminable que solo en los últimos 60 años y para ser concretos, entre 1958 y el 2018, cegó la vida de manera traumática a 261.619 personas, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica.
La muerte en Colombia siempre ha sido la compañía en el camino. El país ha vivido una violencia interminable que solo en los últimos 60 años y para ser concretos, entre 1958 y el 2018, cegó la vida de manera traumática a 261.619 personas, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Hoy el dolor y el miedo a la muerte son los mismos, pero con un actor diferente y una cifra muy lejana a esa, por lo menos en Colombia. Aunque la violencia no ha cesado, las características del duelo sí son similares. Aquella con un enemigo común: los armados y los amparados en el Estado que perdieron el rumbo. Esta, un enemigo oculto que nos está diezmando.
Sin embargo, las víctimas y el dolor son los mismos. Víctimas somos todos, el dolor lo vivimos todos y el duelo es general. Según la psicología el duelo es un período de gran intensidad emocional que descubre unos vínculos vitales para el ser humano que se rompen; y eso es lo que trae la muerte, una ruptura, una separación.
Con la llegada de la covid-19, llegó de golpe la muerte. Y con la muerte que es radical y definitiva, todas las dimensiones nuestras se han visto afectadas. Ora por lo físico, ora por lo emocional, ora por lo cognitivo, lo conductual, lo social y de contera por lo espiritual.
Ella no tiene rasero. A esta muerte le da lo mismo, si naciste en la verde Amazonía, los pastizales del Llano, el calor de la selva chocoana, las frías montañas del altiplano cundiboyacense o el quebradizo Santander o el soleado Caribe. No distingue si eres mujer u hombre; si eres de la tercera generación de la familia, si eres madre, padre, hijo, hija; le vale. Si no nos cuidamos nos va a matar. Y no es precisamente la muerte que pintan de manera clásica con una imagen cadavérica dentro de la túnica negra y el gancho o el garabato ni la Catrina de Erik de Luna.
Esta muerte es real está ahí, invisible pero está. El nuevo coronavirus ha matado desde diciembre a la fecha 616.317 personas en el globo terráqueo. Solo en Colombia ha dejado 7.373 personas muertas. Aquí en el departamento del Cesar ya son 41 las víctimas; aunque se destaque que la tasa de mortalidad es de las más bajas del país, 1,8 por cada 100. Pero si nuestro grado de conciencia y responsabilidad estuviera en un nivel más alto, la cifra de contagios y de muertes estuviera aún más baja.
¿Vale la pena exponerse… exponernos? Sí, nadie quiere morir o desea contagiar a su familia con la letal enfermedad, pero está pasando. Esta muerte llegó y no hay tiempo siquiera para despedir a los deudos; no está la familia para acompañarnos. Duele que esto sea así. Pero esta no es la misma muerte.
Hay un aspecto tan mortal como la muerte misma: la resignación. Esa a que se enfrenta la familia cuando ve que su miembro va entrando a la unidad de cuidados intensivos y se queda con el credo en la boca. Es probable que, dado su estado, el paciente familiar sea devuelto en una bolsa o caja hermética que ni se puede abrir.
Hay otra, muerte dura, de aquél que a la distancia porque le era imposible por la restricción movilizarse; sabe que su madre ha muerto y no se le puede dar una cristiana sepultura, ni acompañarla en su morada, carcomido por la lagrimal distancia.