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Columnista - 3 junio, 2020

Recordando a Alberto Lacouture Dangond

Se han despedido definitivamente de nosotros dos amigos: Álvaro Araujo Noguera y últimamente, Alberto; fuimos condiscípulos rosaristas de bachillerato, el primero un año después que yo, y el segundo compañeros de curso. Sobre aquel preparo un escrito y a la memoria de este dedico la presente columna. De la amistad nos regocijamos en la vida […]

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Se han despedido definitivamente de nosotros dos amigos: Álvaro Araujo Noguera y últimamente, Alberto; fuimos condiscípulos rosaristas de bachillerato, el primero un año después que yo, y el segundo compañeros de curso. Sobre aquel preparo un escrito y a la memoria de este dedico la presente columna.

De la amistad nos regocijamos en la vida Alberto y yo, pues duró, ininterrumpidamente, desde nuestra adolescencia hasta los últimos momentos de su alegre vida.


Hace aproximadamente un mes tuvimos nuestra última y cálida conversación telefónica, que resultó premonitoria de nuestra despedida definitiva.


Son muchos los recuerdos entrañables que a mi mente y a mi corazón acuden a raíz de su muerte, de quien, entre tantas actitudes nobles, destaco, como ‘hobby’ suyo, la de haber sido un virtuoso compositor y cantante privado de nuestra música vallenata, con la que se deleitaba teniendo audiencia o sin ella.


Nuestra amistad fue de oro, precedida felizmente por la de nuestros progenitores, forjadores de un ejemplarizante trabajo rural
en sus fincas ganaderas, ubicadas en las fértiles tierras de la baja Guajira y el norte del Cesar.


En esas propiedades, en sus casas solariegas de San Juan del Cesar y Urumita, en las de otros amigos de Valledupar y Villanueva, y poblaciones vecinas, nuestros antepasados construyeron una sociedad de familias solidarias que se distinguió por su consagración al trabajo y a las buenas costumbres, por la decisión de educar profesionalmente a sus hijos; siendo nosotros y muchos más coherederos de ese inapreciable patrimonio espiritual.


Por ello, nuestros acontecimientos festivos los gozamos precedidos por sus figuras tutelares, y los luctuosos los compartimos todos como propios de cada uno de nosotros, sentidamente, como en el deceso de mi compadre Alberto, a cuya familia de hogar, conformada por su virtuosa esposa Miriam y sus apreciables hijos, Alberto Mario, Mauricio y Patricia, y a su familia extendida; Josefina y nuestros hijos les prometemos la continuidad de nuestra amistad incancelable.


Compartímos nuestros estudios de bachillerato en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, junto a otros compañeros oriundos de nuestras históricas provincias de Valledupar y Padilla , bajo la inigualable égida de su rector, monseñor José Vicente Castro Silva, celebrado orador sagrado; posteriormente, se hizo de profesión odontólogo en la Universidad Nacional, la que ejerció en la ciudad de Barranquilla, nombrada con justicia, la Puerta de Oro de Colombia, por su apertura hacia propios y extraños.

Hoy día, las cenizas de su cuerpo son conservadas allí, asistidas por el cariño inextinguible de los suyos, y su noble alma ya reposa en el amoroso seno del autor de la vida, y en el de sus padres, doña Adelaida y don Hugues José, de gratísima recordación, y en el de su hermana mayor Cecilia, quien lo precedió.

Con gran sentimiento de afecto, renuevo un cálido abrazo a sus hermanos, ejemplo de unidad familiar, José Antonio, Fernando, Judith, Estela y Betty.

Columnista
3 junio, 2020

Recordando a Alberto Lacouture Dangond

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodrigo López Barros

Se han despedido definitivamente de nosotros dos amigos: Álvaro Araujo Noguera y últimamente, Alberto; fuimos condiscípulos rosaristas de bachillerato, el primero un año después que yo, y el segundo compañeros de curso. Sobre aquel preparo un escrito y a la memoria de este dedico la presente columna. De la amistad nos regocijamos en la vida […]


Se han despedido definitivamente de nosotros dos amigos: Álvaro Araujo Noguera y últimamente, Alberto; fuimos condiscípulos rosaristas de bachillerato, el primero un año después que yo, y el segundo compañeros de curso. Sobre aquel preparo un escrito y a la memoria de este dedico la presente columna.

De la amistad nos regocijamos en la vida Alberto y yo, pues duró, ininterrumpidamente, desde nuestra adolescencia hasta los últimos momentos de su alegre vida.


Hace aproximadamente un mes tuvimos nuestra última y cálida conversación telefónica, que resultó premonitoria de nuestra despedida definitiva.


Son muchos los recuerdos entrañables que a mi mente y a mi corazón acuden a raíz de su muerte, de quien, entre tantas actitudes nobles, destaco, como ‘hobby’ suyo, la de haber sido un virtuoso compositor y cantante privado de nuestra música vallenata, con la que se deleitaba teniendo audiencia o sin ella.


Nuestra amistad fue de oro, precedida felizmente por la de nuestros progenitores, forjadores de un ejemplarizante trabajo rural
en sus fincas ganaderas, ubicadas en las fértiles tierras de la baja Guajira y el norte del Cesar.


En esas propiedades, en sus casas solariegas de San Juan del Cesar y Urumita, en las de otros amigos de Valledupar y Villanueva, y poblaciones vecinas, nuestros antepasados construyeron una sociedad de familias solidarias que se distinguió por su consagración al trabajo y a las buenas costumbres, por la decisión de educar profesionalmente a sus hijos; siendo nosotros y muchos más coherederos de ese inapreciable patrimonio espiritual.


Por ello, nuestros acontecimientos festivos los gozamos precedidos por sus figuras tutelares, y los luctuosos los compartimos todos como propios de cada uno de nosotros, sentidamente, como en el deceso de mi compadre Alberto, a cuya familia de hogar, conformada por su virtuosa esposa Miriam y sus apreciables hijos, Alberto Mario, Mauricio y Patricia, y a su familia extendida; Josefina y nuestros hijos les prometemos la continuidad de nuestra amistad incancelable.


Compartímos nuestros estudios de bachillerato en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, junto a otros compañeros oriundos de nuestras históricas provincias de Valledupar y Padilla , bajo la inigualable égida de su rector, monseñor José Vicente Castro Silva, celebrado orador sagrado; posteriormente, se hizo de profesión odontólogo en la Universidad Nacional, la que ejerció en la ciudad de Barranquilla, nombrada con justicia, la Puerta de Oro de Colombia, por su apertura hacia propios y extraños.

Hoy día, las cenizas de su cuerpo son conservadas allí, asistidas por el cariño inextinguible de los suyos, y su noble alma ya reposa en el amoroso seno del autor de la vida, y en el de sus padres, doña Adelaida y don Hugues José, de gratísima recordación, y en el de su hermana mayor Cecilia, quien lo precedió.

Con gran sentimiento de afecto, renuevo un cálido abrazo a sus hermanos, ejemplo de unidad familiar, José Antonio, Fernando, Judith, Estela y Betty.