Algunos afirman que todos nacimos iguales, y aunque la premisa genere todo tipo de controversias, lo cierto es que en estos tiempos de pandemia hemos redescubierto que nos cobija el mismo cielo y para todos brilla el mismo sol. Y más allá de nuestras diferencias, el planeta tierra Tierra sigue siendo nuestro hogar y la […]
Algunos afirman que todos nacimos iguales, y aunque la premisa genere todo tipo de controversias, lo cierto es que en estos tiempos de pandemia hemos redescubierto que nos cobija el mismo cielo y para todos brilla el mismo sol. Y más allá de nuestras diferencias, el planeta tierra Tierra sigue siendo nuestro hogar y la muerte nuestra inevitable condena.
La palabra pandemia, nueva para muchos, siempre ha rondado la humanidad. Al parecer, nos visitaba una cada 100 años, pero lo cierto es que algunas como la del hambre nunca han sido erradicadas del planeta. La diferencia con el coronavirus radica en que los muertos los ponemos todos. El nuevo virus intimida a la humanidad sin admitir sobornos de clases sociales, haciéndonos parecer que estamos en igualdad de condiciones y que por primera vez, a los seres humanos nos une el amor. Sin embargo, no podemos pasar por alto que a ninguno, en este lado del hemisferio, nos importó cuando los habitantes de Wuhan quedaron confinados en sus casas. ¡Teníamos tan lejos la desgracia! El conteo de muertos, que apenas comenzaba, quedaba disuelto ante los afanes del resto del planeta. Cuando empezamos a contar los propios entendimos que el único amor que tenemos en común es el que siente el creador por nosotros. A los seres humanos nos une más la enfermedad y la muerte.
Una vez cerca la pandemia la recibimos como a un bautizo, aunque esta vez no en espíritu sino en consciencia. Las redes sociales se llenaron de frases y videos motivadores, y nuestras vidas de la certeza que nos convertiríamos en mejores humanos. Sin embargo, la euforia calmó con los días y la nueva tranquilidad dejó ver en detalle las acentuadas diferencias de nuestra sociedad, misma que funciona como la más vulgar pirámide, en cuya cima se posa una minoría privilegiada y alabada por los que se ubican en el medio, y claro está, ambos estratos erigidos sobre las multitudes vulnerables.
Ahora, las exhibiciones de las rutinas de gimnasia contrastan con los dorsos esqueléticos marcados por el hambre y las piscinas de opulentas casas con la imposibilidad de muchos para poder cumplir con la más básica recomendación de higiene, el lavado de manos. Mujeres ejecutivas que fungen como amas de casa, compiten en redes por el primer puesto de un exquisito plato gourmet, mientras al otro lado de la pantalla, madres cabezas de hogar dosifican con maestría: el aceite, arroz y lentejas del escueto mercado de $120 mil, que avaluado en la tienda de la esquina no superaba los $40 mil. Contrastan las ondeantes banderas de 100 millones de pesos izadas en las afueras del trono, con los trapos rojos colgados en las puertas de los que claman por ayudas. Los rostros agradecidos de los que reciben migajas, se desdibujan con la imagen ególatra de quien argumenta que lo está haciendo mejor. ¿Haciendo mejor? El primer significado que se le asigna al verbo hacer es su sinónimo producir. Tomar del pueblo para dar al pueblo no cumple con esa definición.
Mucho quisiera que este despertar fuese más alentador y optimista. Esperanzador sería que los de arriba dejaran de nutrirse de las necesidades de otros y, por primera vez, devolvieran con trabajo honesto la confianza de quienes los eligen. Más humanos saldríamos de esta crisis si, en lugar de adular a quienes nos gobiernan, miráramos con orgullo a los que se quedan encerrados en sus casas, aun medio de la miseria.
Algunos afirman que todos nacimos iguales, y aunque la premisa genere todo tipo de controversias, lo cierto es que en estos tiempos de pandemia hemos redescubierto que nos cobija el mismo cielo y para todos brilla el mismo sol. Y más allá de nuestras diferencias, el planeta tierra Tierra sigue siendo nuestro hogar y la […]
Algunos afirman que todos nacimos iguales, y aunque la premisa genere todo tipo de controversias, lo cierto es que en estos tiempos de pandemia hemos redescubierto que nos cobija el mismo cielo y para todos brilla el mismo sol. Y más allá de nuestras diferencias, el planeta tierra Tierra sigue siendo nuestro hogar y la muerte nuestra inevitable condena.
La palabra pandemia, nueva para muchos, siempre ha rondado la humanidad. Al parecer, nos visitaba una cada 100 años, pero lo cierto es que algunas como la del hambre nunca han sido erradicadas del planeta. La diferencia con el coronavirus radica en que los muertos los ponemos todos. El nuevo virus intimida a la humanidad sin admitir sobornos de clases sociales, haciéndonos parecer que estamos en igualdad de condiciones y que por primera vez, a los seres humanos nos une el amor. Sin embargo, no podemos pasar por alto que a ninguno, en este lado del hemisferio, nos importó cuando los habitantes de Wuhan quedaron confinados en sus casas. ¡Teníamos tan lejos la desgracia! El conteo de muertos, que apenas comenzaba, quedaba disuelto ante los afanes del resto del planeta. Cuando empezamos a contar los propios entendimos que el único amor que tenemos en común es el que siente el creador por nosotros. A los seres humanos nos une más la enfermedad y la muerte.
Una vez cerca la pandemia la recibimos como a un bautizo, aunque esta vez no en espíritu sino en consciencia. Las redes sociales se llenaron de frases y videos motivadores, y nuestras vidas de la certeza que nos convertiríamos en mejores humanos. Sin embargo, la euforia calmó con los días y la nueva tranquilidad dejó ver en detalle las acentuadas diferencias de nuestra sociedad, misma que funciona como la más vulgar pirámide, en cuya cima se posa una minoría privilegiada y alabada por los que se ubican en el medio, y claro está, ambos estratos erigidos sobre las multitudes vulnerables.
Ahora, las exhibiciones de las rutinas de gimnasia contrastan con los dorsos esqueléticos marcados por el hambre y las piscinas de opulentas casas con la imposibilidad de muchos para poder cumplir con la más básica recomendación de higiene, el lavado de manos. Mujeres ejecutivas que fungen como amas de casa, compiten en redes por el primer puesto de un exquisito plato gourmet, mientras al otro lado de la pantalla, madres cabezas de hogar dosifican con maestría: el aceite, arroz y lentejas del escueto mercado de $120 mil, que avaluado en la tienda de la esquina no superaba los $40 mil. Contrastan las ondeantes banderas de 100 millones de pesos izadas en las afueras del trono, con los trapos rojos colgados en las puertas de los que claman por ayudas. Los rostros agradecidos de los que reciben migajas, se desdibujan con la imagen ególatra de quien argumenta que lo está haciendo mejor. ¿Haciendo mejor? El primer significado que se le asigna al verbo hacer es su sinónimo producir. Tomar del pueblo para dar al pueblo no cumple con esa definición.
Mucho quisiera que este despertar fuese más alentador y optimista. Esperanzador sería que los de arriba dejaran de nutrirse de las necesidades de otros y, por primera vez, devolvieran con trabajo honesto la confianza de quienes los eligen. Más humanos saldríamos de esta crisis si, en lugar de adular a quienes nos gobiernan, miráramos con orgullo a los que se quedan encerrados en sus casas, aun medio de la miseria.