Insisto en el tema coyuntural para esta época de campañas políticas. Cuenta una leyenda griega que Diógenes salió con una linterna encendida, en plena luz del día, en busca de un hombre íntegro. Este pasaje recurre a mi memoria siempre que observo cómo los hombres y mujeres se enfrascan en una lucha personal por lograr […]
Insisto en el tema coyuntural para esta época de campañas políticas. Cuenta una leyenda griega que Diógenes salió con una linterna encendida, en plena luz del día, en busca de un hombre íntegro. Este pasaje recurre a mi memoria siempre que observo cómo los hombres y mujeres se enfrascan en una lucha personal por lograr puestos públicos.
Hace muchos años comencé aquí mi vida periodística y han sido muchas las campañas política que he vivido y he escrito para la opinión pública, y siempre es lo mismo: agravios, demagogia, desconocimiento de las necesidades de la nación, departamento, ciudad, según sea el caso, intereses personalistas antepuestos a los del la comunidad.
Por estos días he revivido los años de juventud cuando en medio del trabajo muchas veces reía ante los desafueros de contrincantes políticos y en otras, el asombro por la ligereza y el descaro de algunos participantes. Había candidatos bien intencionados, claro que sí, pocos, y dejaron buenos frutos, ahí están en la historia.
Se está viviendo el mismo espectáculo. Es el tiempo detenido, suspendido en las arcaicas costumbres de hacer política, los mismos nombres presentados en campañas pasadas, mientras que el botín que se persigue: Valledupar o el Cesar, se hunde en medio de carencias y desafectos y se aburre al pensar que siempre es lo mismo.
Ahora no se trata de salir a buscar un hombre honrado, se trata de que ese aspirante venga a ponerse a la orden del pueblo, de un pueblo obnubilado por la falta de fe en los gobernantes, por las promesas incumplidas, por encontrar quién le dé más valor monetario a su voto; en fin, un pueblo cansado y que sabe que el mejor candidato no es el que más ofrece, no es el que más ofende, no es el que mejor memoria tiene para sacar errores y defectos de los contrincantes, no es el que promete sin saber qué es lo que se necesita.
El mejor aspirante a gobernarnos debe tener: capacidad para comunicarse en dos sentidos: decir y escuchar. Inteligencia emocional. Capacidad para establecer metas y objetivos: para dirigir a un pueblo hay que saber a dónde llevarlo. Capacidad de planeación, una vez establecida la meta es necesario hacer un plan para llegar a ella. Conocimiento de sus fortalezas para aprovecharlas al máximo. Deseos de crecer y hacer crecer a la gente que dirige. Tener carisma, ese don de atraer y caer bien. Esos son unos simples rasgos del buen candidato a un puesto que le da poder para servir a sus semejantes debe tener esas cualidades, pero lleno del más importante de los sentimientos que lo llevará a gobernar correctamente: el amor por la ciudad y el departamento, que no es otro que la generosidad con el pueblo que lo sigue y lo elige, y ese pueblo necesita volver a creer en sus gobernantes, no ir a la urnas con la agresividad y la odiosidad que aprendió de su candidato; el pueblo quiere el manejo cristalino de los bienes de su ciudad, el rescate de los sectores deprimidos, la restauración de lo que fue orgullo de urbanismo y ya no lo es; en fin, vivir tranquilo, porque las riendas de su región, de su ciudad, de su entorno están en buenas manos, no solo limpias sino laboriosas; y creer a pesar de lo que dijera Charles de Gaulle: “Como los políticos nunca creen lo que dicen, se sorprenden si alguien lo cree”.
Insisto en el tema coyuntural para esta época de campañas políticas. Cuenta una leyenda griega que Diógenes salió con una linterna encendida, en plena luz del día, en busca de un hombre íntegro. Este pasaje recurre a mi memoria siempre que observo cómo los hombres y mujeres se enfrascan en una lucha personal por lograr […]
Insisto en el tema coyuntural para esta época de campañas políticas. Cuenta una leyenda griega que Diógenes salió con una linterna encendida, en plena luz del día, en busca de un hombre íntegro. Este pasaje recurre a mi memoria siempre que observo cómo los hombres y mujeres se enfrascan en una lucha personal por lograr puestos públicos.
Hace muchos años comencé aquí mi vida periodística y han sido muchas las campañas política que he vivido y he escrito para la opinión pública, y siempre es lo mismo: agravios, demagogia, desconocimiento de las necesidades de la nación, departamento, ciudad, según sea el caso, intereses personalistas antepuestos a los del la comunidad.
Por estos días he revivido los años de juventud cuando en medio del trabajo muchas veces reía ante los desafueros de contrincantes políticos y en otras, el asombro por la ligereza y el descaro de algunos participantes. Había candidatos bien intencionados, claro que sí, pocos, y dejaron buenos frutos, ahí están en la historia.
Se está viviendo el mismo espectáculo. Es el tiempo detenido, suspendido en las arcaicas costumbres de hacer política, los mismos nombres presentados en campañas pasadas, mientras que el botín que se persigue: Valledupar o el Cesar, se hunde en medio de carencias y desafectos y se aburre al pensar que siempre es lo mismo.
Ahora no se trata de salir a buscar un hombre honrado, se trata de que ese aspirante venga a ponerse a la orden del pueblo, de un pueblo obnubilado por la falta de fe en los gobernantes, por las promesas incumplidas, por encontrar quién le dé más valor monetario a su voto; en fin, un pueblo cansado y que sabe que el mejor candidato no es el que más ofrece, no es el que más ofende, no es el que mejor memoria tiene para sacar errores y defectos de los contrincantes, no es el que promete sin saber qué es lo que se necesita.
El mejor aspirante a gobernarnos debe tener: capacidad para comunicarse en dos sentidos: decir y escuchar. Inteligencia emocional. Capacidad para establecer metas y objetivos: para dirigir a un pueblo hay que saber a dónde llevarlo. Capacidad de planeación, una vez establecida la meta es necesario hacer un plan para llegar a ella. Conocimiento de sus fortalezas para aprovecharlas al máximo. Deseos de crecer y hacer crecer a la gente que dirige. Tener carisma, ese don de atraer y caer bien. Esos son unos simples rasgos del buen candidato a un puesto que le da poder para servir a sus semejantes debe tener esas cualidades, pero lleno del más importante de los sentimientos que lo llevará a gobernar correctamente: el amor por la ciudad y el departamento, que no es otro que la generosidad con el pueblo que lo sigue y lo elige, y ese pueblo necesita volver a creer en sus gobernantes, no ir a la urnas con la agresividad y la odiosidad que aprendió de su candidato; el pueblo quiere el manejo cristalino de los bienes de su ciudad, el rescate de los sectores deprimidos, la restauración de lo que fue orgullo de urbanismo y ya no lo es; en fin, vivir tranquilo, porque las riendas de su región, de su ciudad, de su entorno están en buenas manos, no solo limpias sino laboriosas; y creer a pesar de lo que dijera Charles de Gaulle: “Como los políticos nunca creen lo que dicen, se sorprenden si alguien lo cree”.