Por: JOSE M. APONTE MARTÍNEZ El tema a tratar para el día de hoy, era diferente al contenido de este artículo, pero por obra y gracia de las gracias de mi nieto José Manuel, de dos años y medio de edad, experto en esconder, que me desapareció la libreta de notas en la cual escribo […]
Por: JOSE M. APONTE MARTÍNEZ
El tema a tratar para el día de hoy, era diferente al contenido de este artículo, pero por obra y gracia de las gracias de mi nieto José Manuel, de dos años y medio de edad, experto en esconder, que me desapareció la libreta de notas en la cual escribo esta columna, me he visto obligado a divulgar el presente artículo que desde hace rato tengo listo y que en cualquier momento es de actualidad.
No preciso la fecha porque no es trascendental, pero fue en la década del 40 al 50 del siglo pasado, cuando Rafael Escalona estudiaba en el Liceo Celedón, para la época el mejor Colegio público que tenía la Costa Atlántica y posiblemente uno de los mejores del país, a donde los estudiantes de provincia cuando terminaban primaria en San Juan o Villanueva, culminaban su bachillerato en Santa Marta y de ahí a las universidades de Bogotá los que tenían los medios económicos para hacerlo.
Así le pasó a Escalona, que no sé si del Loperena o algún colegio privado del Valle salió para el Liceo, haciendo el periplo descrito en una de sus canciones y en donde termina montándose en un “Diablo al que le llaman Tren”.
En Santa Marta, Rafael encontró ya a varios amigos vallenatos internos en el Liceo, veteranos, entre ellos a mi buen amigo y columnista de este periodo, el médico Jaime Gnecco Hernández, Alfonso López Araujo, hoy a pesar de que me lleva unos añitos, mi contendor en memorables tardes billarísticas, Vicente Ovalle Díaz, quien desde hace miles de años vive en Argentina, el médico Nehemías García Medina a quien también pescó una pacífica y al cual mi hija María Mercedes, de quien fue médico de cabecera, lo llama desde Dallas para preguntarle por unas goticas maravillosas que quitan la tos a los niños y los hermanos Barros Baquero, Adalberto, que más que amigo fue mi hermano y Armando, el hombre probo e incólume, tan cerca de mis afectos, tempranamente desaparecido.
El paseo obligado en Santa Marta lo sábados y domingos para todos los internos, ricos y pobres, negros y blancos era el Malecón a ver el mar y las pelas, también internas especialmente de la Escuela Magdalena que se daban cita en el lugar para sostener y practicar esos amorcitos pendejos de agarrarse las manos y verse de lejos.
Como dije, Escalona era el recién llegado, pero como cosa rara, él no frecuentaba el malecón o Calle Primera, porque cultivaba otras amistades y ese paseo le parecía sonso y corroncho y un buen día, “sábado en la tarde” como dice Leandro Díaz en “La Gordita”, sino me equivoco, Adalberto “El Paye” y Armando se pusieron sus mejores pintas como siempre lo hacían los sábados y domingos salieron a ver el mar y a gozar de la vista de preciosas muchachas y estando sentados en una rústica banca de cemento, vieron que venía el FORD convertible, de color rojo con la capota abajo del señor Eduardo Dávila, el exponente más grande de la aristocracia samaria, empresario y ya para esa época dueño del Unión Magdalena o Deportivo Samario, conducido por él, por Don Eduardo y al lado, de acompañante con un vestido entero de lino blanco impecable, Rafael Escalona, quien burlonamente y con esa sonrisa también burlona que siempre lo acompañaba, elegantemente y con un leve giro de la mano derecha, al mejor estilo de Loncho Sánchez les dijo adiós.
Esas son las vainas, dijo Armando, nosotros tenemos dos años de estar aquí y debemos de conformarnos con el mar y las internas, y ese refiriéndose a Rafael, que llegó ayer, ve con quién y como anda, y no es nada, el que va orgulloso es don Eduardo de tenerlo de compañero; al rato pasaron por el Club Santa Marta a donde ellos nunca habían estado y en la terraza rodeado de mujeres bellas y aristocráticas estaba sentado Rafael, con ínfulas de Príncipe Vallenato.
Cuando Adalberto vio a Rafael vestido todo de fino lino blanco, tuvo un presentimiento y salió rápido para el Liceo, abrió la cómoda y confirmó lo que se imaginaba: el vestido entero de lino blanco que Don Martín Barros, su padre le había regalado para usarlo en alguna ocasión especial y que todavía no se lo había estrenado, era el que cargaba puesto Rafael, pues si ellos, los Barros, no habían tenido motivos para estrenárselos, a Rafael le sobraba todos los días.
Llegó muy fresco el domingo en la noche, se quitó el vestido y se lo llevó al Paye y le dijo: “Las cosas no son del que las tiene, sino del que las necesita” y el otro sábado me pongo el azulito de Armando, a lo cual Armando gustosamente accedió pues él sabía que en Santa Marta no lo iba a necesitar.
Por: JOSE M. APONTE MARTÍNEZ El tema a tratar para el día de hoy, era diferente al contenido de este artículo, pero por obra y gracia de las gracias de mi nieto José Manuel, de dos años y medio de edad, experto en esconder, que me desapareció la libreta de notas en la cual escribo […]
Por: JOSE M. APONTE MARTÍNEZ
El tema a tratar para el día de hoy, era diferente al contenido de este artículo, pero por obra y gracia de las gracias de mi nieto José Manuel, de dos años y medio de edad, experto en esconder, que me desapareció la libreta de notas en la cual escribo esta columna, me he visto obligado a divulgar el presente artículo que desde hace rato tengo listo y que en cualquier momento es de actualidad.
No preciso la fecha porque no es trascendental, pero fue en la década del 40 al 50 del siglo pasado, cuando Rafael Escalona estudiaba en el Liceo Celedón, para la época el mejor Colegio público que tenía la Costa Atlántica y posiblemente uno de los mejores del país, a donde los estudiantes de provincia cuando terminaban primaria en San Juan o Villanueva, culminaban su bachillerato en Santa Marta y de ahí a las universidades de Bogotá los que tenían los medios económicos para hacerlo.
Así le pasó a Escalona, que no sé si del Loperena o algún colegio privado del Valle salió para el Liceo, haciendo el periplo descrito en una de sus canciones y en donde termina montándose en un “Diablo al que le llaman Tren”.
En Santa Marta, Rafael encontró ya a varios amigos vallenatos internos en el Liceo, veteranos, entre ellos a mi buen amigo y columnista de este periodo, el médico Jaime Gnecco Hernández, Alfonso López Araujo, hoy a pesar de que me lleva unos añitos, mi contendor en memorables tardes billarísticas, Vicente Ovalle Díaz, quien desde hace miles de años vive en Argentina, el médico Nehemías García Medina a quien también pescó una pacífica y al cual mi hija María Mercedes, de quien fue médico de cabecera, lo llama desde Dallas para preguntarle por unas goticas maravillosas que quitan la tos a los niños y los hermanos Barros Baquero, Adalberto, que más que amigo fue mi hermano y Armando, el hombre probo e incólume, tan cerca de mis afectos, tempranamente desaparecido.
El paseo obligado en Santa Marta lo sábados y domingos para todos los internos, ricos y pobres, negros y blancos era el Malecón a ver el mar y las pelas, también internas especialmente de la Escuela Magdalena que se daban cita en el lugar para sostener y practicar esos amorcitos pendejos de agarrarse las manos y verse de lejos.
Como dije, Escalona era el recién llegado, pero como cosa rara, él no frecuentaba el malecón o Calle Primera, porque cultivaba otras amistades y ese paseo le parecía sonso y corroncho y un buen día, “sábado en la tarde” como dice Leandro Díaz en “La Gordita”, sino me equivoco, Adalberto “El Paye” y Armando se pusieron sus mejores pintas como siempre lo hacían los sábados y domingos salieron a ver el mar y a gozar de la vista de preciosas muchachas y estando sentados en una rústica banca de cemento, vieron que venía el FORD convertible, de color rojo con la capota abajo del señor Eduardo Dávila, el exponente más grande de la aristocracia samaria, empresario y ya para esa época dueño del Unión Magdalena o Deportivo Samario, conducido por él, por Don Eduardo y al lado, de acompañante con un vestido entero de lino blanco impecable, Rafael Escalona, quien burlonamente y con esa sonrisa también burlona que siempre lo acompañaba, elegantemente y con un leve giro de la mano derecha, al mejor estilo de Loncho Sánchez les dijo adiós.
Esas son las vainas, dijo Armando, nosotros tenemos dos años de estar aquí y debemos de conformarnos con el mar y las internas, y ese refiriéndose a Rafael, que llegó ayer, ve con quién y como anda, y no es nada, el que va orgulloso es don Eduardo de tenerlo de compañero; al rato pasaron por el Club Santa Marta a donde ellos nunca habían estado y en la terraza rodeado de mujeres bellas y aristocráticas estaba sentado Rafael, con ínfulas de Príncipe Vallenato.
Cuando Adalberto vio a Rafael vestido todo de fino lino blanco, tuvo un presentimiento y salió rápido para el Liceo, abrió la cómoda y confirmó lo que se imaginaba: el vestido entero de lino blanco que Don Martín Barros, su padre le había regalado para usarlo en alguna ocasión especial y que todavía no se lo había estrenado, era el que cargaba puesto Rafael, pues si ellos, los Barros, no habían tenido motivos para estrenárselos, a Rafael le sobraba todos los días.
Llegó muy fresco el domingo en la noche, se quitó el vestido y se lo llevó al Paye y le dijo: “Las cosas no son del que las tiene, sino del que las necesita” y el otro sábado me pongo el azulito de Armando, a lo cual Armando gustosamente accedió pues él sabía que en Santa Marta no lo iba a necesitar.