En la historia de los pueblos siempre ha habido una dictadura. Con distintos nombres: desde emperadores hasta gobernantes de facto. En Latinoamérica han abundado, todavía las hay. Unas han sido más terribles que otras, grotesca solo conozco una, la de Nicolás Maduro bailando salsa, moviendo su voluminoso cuerpo, mientras la esperanza de los enfermos de […]
En la historia de los pueblos siempre ha habido una dictadura. Con distintos nombres: desde emperadores hasta gobernantes de facto. En Latinoamérica han abundado, todavía las hay. Unas han sido más terribles que otras, grotesca solo conozco una, la de Nicolás Maduro bailando salsa, moviendo su voluminoso cuerpo, mientras la esperanza de los enfermos de sus hermanos que aspiraban a calmar el hambre, ardía en piras infamantes ante la mirada asombrada del mundo.
Venezuela sabe de dictaduras. José Vicente Gómez, de principios del siglo veinte, fue en extremo desalmado, me encontré con él en un viejo libro: “En tiempos de Gómez”, un recuento de sus atrocidades. Después Pérez Jiménez, un militar que actuó para la misma época de Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia; Hugo Banzer en Bolivia, Alfredo Stroessner en Paraguay, y si seguimos enumerando llegaremos a Haití, país que todavía no ha salido de los gobiernos arbitrarios; de República Dominicana, en donde el más temido de todos Rafael Leónidas Trujillo, (leer La fiesta del Chivo de Vargas Llosa) el que le puso su nombre a la capital del país: y Anastasio Somoza en Nicaragua, quien heredó el título y accionar de su padre, hoy lo ostenta Daniel Ortega; de Cuba ya se conoce la historia; y así, muchos más.
Ahora asistimos al espectáculo que comenta todo el mundo: el sucesor de Hugo Chávez, –alguien me decía: “Chávez no fue dictador”, solo le contesté con una palabra: ‘exprópiese’–; el mofletudo Nicolás Maduro Moro, el payaso decadente, juega con un pueblo que no puede con él, un pueblo sin ejército, que enfrenta a los armados con piedras, que se quema las manos tratando de salvar la ayuda que les llega de pueblos hermanados. Dicen los entendidos que su fin está cercano, así dijeron de Siria, hace tiempo, y ahí está.
Ayer cuando veía el desastre, el fragor de una batalla desigual, recordé mi niñez y juventud en Villanueva cuando disfrutábamos de los productos finos que nos traían de Venezuela, veíamos a ese país grande, rico, y soñábamos con ir allá, y se fueron muchos a trabajar, no a mendigar, y venían con dinero para medio arreglar sus viviendas y sus vidas. Y lo dijo Escalona en su canto: “Tengo un chevrolito que compre pa´ ir a Maracaibo a negociar…” y otra frase suelta “Cruzamos la frontera y más allá, la tierra del petróleo vas a ver”.
Qué pesar que la tierra del petróleo ya no tenga ni las galletas de higo, ni la mantequilla holandesa, ni los perfumes finos. Pero el pesar es grande por los que sufren, por los que anhelan, por los que calman el hambre con canciones solidarias, por los que ven cómo se aplazan sus sueños y se diluyen las esperanzas.
Hay muchas críticas en las redes sociales, al presidente colombiano por ayudar en la causa del vecino país, él lo prometió en su campaña cuando aspiraba a la presidencia; yo lo veo como la búsqueda de un alivio para el país que también soporta los desafueros del gobernante de marras y de frenar un poco la avalancha de hermanos que vienen desesperados y aumentan la difícil situación de nuestro país.
En la historia de los pueblos siempre ha habido una dictadura. Con distintos nombres: desde emperadores hasta gobernantes de facto. En Latinoamérica han abundado, todavía las hay. Unas han sido más terribles que otras, grotesca solo conozco una, la de Nicolás Maduro bailando salsa, moviendo su voluminoso cuerpo, mientras la esperanza de los enfermos de […]
En la historia de los pueblos siempre ha habido una dictadura. Con distintos nombres: desde emperadores hasta gobernantes de facto. En Latinoamérica han abundado, todavía las hay. Unas han sido más terribles que otras, grotesca solo conozco una, la de Nicolás Maduro bailando salsa, moviendo su voluminoso cuerpo, mientras la esperanza de los enfermos de sus hermanos que aspiraban a calmar el hambre, ardía en piras infamantes ante la mirada asombrada del mundo.
Venezuela sabe de dictaduras. José Vicente Gómez, de principios del siglo veinte, fue en extremo desalmado, me encontré con él en un viejo libro: “En tiempos de Gómez”, un recuento de sus atrocidades. Después Pérez Jiménez, un militar que actuó para la misma época de Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia; Hugo Banzer en Bolivia, Alfredo Stroessner en Paraguay, y si seguimos enumerando llegaremos a Haití, país que todavía no ha salido de los gobiernos arbitrarios; de República Dominicana, en donde el más temido de todos Rafael Leónidas Trujillo, (leer La fiesta del Chivo de Vargas Llosa) el que le puso su nombre a la capital del país: y Anastasio Somoza en Nicaragua, quien heredó el título y accionar de su padre, hoy lo ostenta Daniel Ortega; de Cuba ya se conoce la historia; y así, muchos más.
Ahora asistimos al espectáculo que comenta todo el mundo: el sucesor de Hugo Chávez, –alguien me decía: “Chávez no fue dictador”, solo le contesté con una palabra: ‘exprópiese’–; el mofletudo Nicolás Maduro Moro, el payaso decadente, juega con un pueblo que no puede con él, un pueblo sin ejército, que enfrenta a los armados con piedras, que se quema las manos tratando de salvar la ayuda que les llega de pueblos hermanados. Dicen los entendidos que su fin está cercano, así dijeron de Siria, hace tiempo, y ahí está.
Ayer cuando veía el desastre, el fragor de una batalla desigual, recordé mi niñez y juventud en Villanueva cuando disfrutábamos de los productos finos que nos traían de Venezuela, veíamos a ese país grande, rico, y soñábamos con ir allá, y se fueron muchos a trabajar, no a mendigar, y venían con dinero para medio arreglar sus viviendas y sus vidas. Y lo dijo Escalona en su canto: “Tengo un chevrolito que compre pa´ ir a Maracaibo a negociar…” y otra frase suelta “Cruzamos la frontera y más allá, la tierra del petróleo vas a ver”.
Qué pesar que la tierra del petróleo ya no tenga ni las galletas de higo, ni la mantequilla holandesa, ni los perfumes finos. Pero el pesar es grande por los que sufren, por los que anhelan, por los que calman el hambre con canciones solidarias, por los que ven cómo se aplazan sus sueños y se diluyen las esperanzas.
Hay muchas críticas en las redes sociales, al presidente colombiano por ayudar en la causa del vecino país, él lo prometió en su campaña cuando aspiraba a la presidencia; yo lo veo como la búsqueda de un alivio para el país que también soporta los desafueros del gobernante de marras y de frenar un poco la avalancha de hermanos que vienen desesperados y aumentan la difícil situación de nuestro país.