Los árboles son sagrados, la vida humana gira en torno a ellos: son los guardianes del camino de los ríos, albergues de la intimidad y el descanso de los pájaros, y esculturas naturales en la policromía del paisaje. Además, de la frondosidad de sus ramas, de sus frutos vitales, producen el oxígeno para la respiración. […]
Los árboles son sagrados, la vida humana gira en torno a ellos: son los guardianes del camino de los ríos, albergues de la intimidad y el descanso de los pájaros, y esculturas naturales en la policromía del paisaje. Además, de la frondosidad de sus ramas, de sus frutos vitales, producen el oxígeno para la respiración.
En las regiones tropicales, para los caminantes cuando el sol moja las espaldas la sombra de un árbol es como un racimo de lluvia en la mitad del desierto a mediodía.
Un árbol en la ciudad es más que una sombra que aprieta recuerdos y emociones en la agitada ceremonia de las calles. Es un escudo de la contaminación de los ruidos y de los gases. El árbol es un aliado defensor del ambiente: siente, llora, canta y espera siempre morir de pie. Con sus flores deletrean los colores de la luz. Un árbol es para el mendigo el sombrero de su alcoba y del perro la pared de su llovizna.
Afortunado los viven rodeado de árboles. Valledupar es una bella ciudad, tierra sagrada para los árboles de mangos, de robles, de olivos, y también para las especies nativas, como los campanos, los orejeros, los corazonfinos y los corpulentos caracolíes (ya casi están en extinción), y los cañaguates que sus flores de esmalte amarillo parecen fragmentos de sol, y muchos confunden con el árbol de puy o Araguaney (ambos pertenecen a la misma familia, las bignoniáceas, pero el cañaguate florece en diciembre o enero, y el puy en abril con las primeras lluvias).
En la ciudad, en ocasiones, los árboles son afectados por las manos inexpertas de los podadores, que lo dejan sin ramas y sin hojas. En épocas de intensos veranos, en los montes mueren por la inclemencia de las llamas; a veces por descuidos del ser humano o por efectos de la naturaleza. Si los rayos del sol irradian la superficie de un vidrio de aumento pueden ocasionar el fuego, o cuando el viento sacude con fuerza las ramas de un árbol se puede producir el choque entre dos piedras y generar una chispa de candela. No siempre existen pirómanos, a veces son accidentes artificiales o naturales.
Es deber de las instituciones ambientales y educativas promover la cultura de protección y defensa de los árboles. Un árbol vive para darle vida a la vida; entibiado de luz, imponente brinda sus colores y sus gemidos son lamentos cuando el filo tronante del metal le roba el derecho a morir de pie. Cada vez que muere un árbol se abren más caminos al desierto.
Por José Atuesta Mindiola
Los árboles son sagrados, la vida humana gira en torno a ellos: son los guardianes del camino de los ríos, albergues de la intimidad y el descanso de los pájaros, y esculturas naturales en la policromía del paisaje. Además, de la frondosidad de sus ramas, de sus frutos vitales, producen el oxígeno para la respiración. […]
Los árboles son sagrados, la vida humana gira en torno a ellos: son los guardianes del camino de los ríos, albergues de la intimidad y el descanso de los pájaros, y esculturas naturales en la policromía del paisaje. Además, de la frondosidad de sus ramas, de sus frutos vitales, producen el oxígeno para la respiración.
En las regiones tropicales, para los caminantes cuando el sol moja las espaldas la sombra de un árbol es como un racimo de lluvia en la mitad del desierto a mediodía.
Un árbol en la ciudad es más que una sombra que aprieta recuerdos y emociones en la agitada ceremonia de las calles. Es un escudo de la contaminación de los ruidos y de los gases. El árbol es un aliado defensor del ambiente: siente, llora, canta y espera siempre morir de pie. Con sus flores deletrean los colores de la luz. Un árbol es para el mendigo el sombrero de su alcoba y del perro la pared de su llovizna.
Afortunado los viven rodeado de árboles. Valledupar es una bella ciudad, tierra sagrada para los árboles de mangos, de robles, de olivos, y también para las especies nativas, como los campanos, los orejeros, los corazonfinos y los corpulentos caracolíes (ya casi están en extinción), y los cañaguates que sus flores de esmalte amarillo parecen fragmentos de sol, y muchos confunden con el árbol de puy o Araguaney (ambos pertenecen a la misma familia, las bignoniáceas, pero el cañaguate florece en diciembre o enero, y el puy en abril con las primeras lluvias).
En la ciudad, en ocasiones, los árboles son afectados por las manos inexpertas de los podadores, que lo dejan sin ramas y sin hojas. En épocas de intensos veranos, en los montes mueren por la inclemencia de las llamas; a veces por descuidos del ser humano o por efectos de la naturaleza. Si los rayos del sol irradian la superficie de un vidrio de aumento pueden ocasionar el fuego, o cuando el viento sacude con fuerza las ramas de un árbol se puede producir el choque entre dos piedras y generar una chispa de candela. No siempre existen pirómanos, a veces son accidentes artificiales o naturales.
Es deber de las instituciones ambientales y educativas promover la cultura de protección y defensa de los árboles. Un árbol vive para darle vida a la vida; entibiado de luz, imponente brinda sus colores y sus gemidos son lamentos cuando el filo tronante del metal le roba el derecho a morir de pie. Cada vez que muere un árbol se abren más caminos al desierto.
Por José Atuesta Mindiola