Caminaba por la playa Los Cocos en Santa Marta y justo se estaba armando un partido de fútbol pero faltaba uno. ¿Oye vale quieres jugar? –Me preguntó un muchacho–, sin dudarlo asentí; otro, me puso la mano en el hombro y me dijo: –dale chico, me imagino que juegas adelante. –¿y por qué sabes? Curioseé. […]
Caminaba por la playa Los Cocos en Santa Marta y justo se estaba armando un partido de fútbol pero faltaba uno. ¿Oye vale quieres jugar? –Me preguntó un muchacho–, sin dudarlo asentí; otro, me puso la mano en el hombro y me dijo: –dale chico, me imagino que juegas adelante. –¿y por qué sabes? Curioseé. Ajá pana, si eres igualito a Falcao. –Sobre todo en el saldo de la cuenta bancaria– le respondí, entonces sonrió. De una comenzó el partido, un recogido como el que hacíamos de pelaos en el barrio, sin zapatos, sin camisa, con balón roto, guayo corrío y sin ningún planteamiento técnico.
Poco a poco me di cuenta que de los doce jugadores que completábamos los dos equipos, ocho eran venezolanos que llegaron huyéndole a la tragedia de su país, jugamos hasta el cansancio, al terminar el partido, otro me reclamó –oye chamo, nos engañaste, tú y que eras Falcao, pero te comiste como diez goles. Solo reí, era cierto, me pasó como a Sergiño, aquel delantero de Brasil en España 82, no dio para meter ni un gol.
El resultado poco importó, lo esencial era jugar, sin meterle política, rivalidad y menos, algún prejuicio; sin planearlo, jugué un partido contra la xenofobia y el racismo, pateamos por diversión, con hermandad. Comencé a indagarles sobre sus historias, mientras Maribel Soler, prima de uno de los que estaba en la banca, sacó un termo de agua de panela y nos brindó, estaba helada y sabrosa, ella tenía en San Francisco una casa de banquetes y ahora trabaja en una casa de familia; Peter, el arquero, trabajaba en Maracaibo como enfermero y ahora lo contratan por debajo de cuerda en un hotel del Rodadero para hacer limpieza; Alfrey, un defensa, trabajaba en un restaurante en Cabimas a orillas del Lago de Maracaibo y ahora limpia vidrios en las calles de Santa Marta, Coromoto, tenía una panadería en El Tigre, le tocó cerrarla y venirse, dejando a su esposa y a sus dos pequeñas hijas, ahora trabaja en una escuela de buceo en Taganga, con los ojos aguados me mostró una foto de sus pequeñas que sacó de su billetera, de esas que abren con velcron; también hablé con Jaime Luis, amigo de Coromoto, quien acaba de llegar y está buscando trabajo, a él le pregunté ¿cómo está por allá? Arrecho vale, arrecho, cada vez peor, ahora no hay luz y van a subir la gasolina.
Historias desgarradoras, de separación, ausencia y racismo, me interesaba saber cómo les ha ido en Colombia y me dijeron que es mucho más la gente buena, que la que los rechaza, y entonces pensé: si estos venezolanos me abrieron un espacio para jugar un partido en la playa ¿por qué nosotros, los colombianos, no somos un poco más solidarios con su tragedia, causada por el régimen mafioso de Maduro? En Venezuela se acostumbraron a depender de la renta petrolera de un Estado manejado por incapaces, inicialmente de los partidos políticos tradicionales y ahora por un régimen que resultó peor. Pero ni es razón, ni somos quienes para juzgarlos.
Es hora de jugarnos un partido por nuestros vecinos, pasan malos momentos y grandes dificultades, brindarles la mano, situaciones como estas, ponen a prueba a los seres humanos; recordemos que todos somos iguales, humanos y que el racismo ofende a Dios, nadie merece que lo humillen por su credo, orientación sexual, nacionalidad o color de piel, todos tenemos valores y mucho por aportar, para los que vienen con malas intenciones, está la ley. Al final, cuando ya me iba, me gritó uno de ellos ¡Pana, Falcao, chevere jugar contigo! Me despedí entonces, con el pulgar arriba y les deseé mucha suerte.
Jacobo Solano C* @JACOBOSOLANOC
Caminaba por la playa Los Cocos en Santa Marta y justo se estaba armando un partido de fútbol pero faltaba uno. ¿Oye vale quieres jugar? –Me preguntó un muchacho–, sin dudarlo asentí; otro, me puso la mano en el hombro y me dijo: –dale chico, me imagino que juegas adelante. –¿y por qué sabes? Curioseé. […]
Caminaba por la playa Los Cocos en Santa Marta y justo se estaba armando un partido de fútbol pero faltaba uno. ¿Oye vale quieres jugar? –Me preguntó un muchacho–, sin dudarlo asentí; otro, me puso la mano en el hombro y me dijo: –dale chico, me imagino que juegas adelante. –¿y por qué sabes? Curioseé. Ajá pana, si eres igualito a Falcao. –Sobre todo en el saldo de la cuenta bancaria– le respondí, entonces sonrió. De una comenzó el partido, un recogido como el que hacíamos de pelaos en el barrio, sin zapatos, sin camisa, con balón roto, guayo corrío y sin ningún planteamiento técnico.
Poco a poco me di cuenta que de los doce jugadores que completábamos los dos equipos, ocho eran venezolanos que llegaron huyéndole a la tragedia de su país, jugamos hasta el cansancio, al terminar el partido, otro me reclamó –oye chamo, nos engañaste, tú y que eras Falcao, pero te comiste como diez goles. Solo reí, era cierto, me pasó como a Sergiño, aquel delantero de Brasil en España 82, no dio para meter ni un gol.
El resultado poco importó, lo esencial era jugar, sin meterle política, rivalidad y menos, algún prejuicio; sin planearlo, jugué un partido contra la xenofobia y el racismo, pateamos por diversión, con hermandad. Comencé a indagarles sobre sus historias, mientras Maribel Soler, prima de uno de los que estaba en la banca, sacó un termo de agua de panela y nos brindó, estaba helada y sabrosa, ella tenía en San Francisco una casa de banquetes y ahora trabaja en una casa de familia; Peter, el arquero, trabajaba en Maracaibo como enfermero y ahora lo contratan por debajo de cuerda en un hotel del Rodadero para hacer limpieza; Alfrey, un defensa, trabajaba en un restaurante en Cabimas a orillas del Lago de Maracaibo y ahora limpia vidrios en las calles de Santa Marta, Coromoto, tenía una panadería en El Tigre, le tocó cerrarla y venirse, dejando a su esposa y a sus dos pequeñas hijas, ahora trabaja en una escuela de buceo en Taganga, con los ojos aguados me mostró una foto de sus pequeñas que sacó de su billetera, de esas que abren con velcron; también hablé con Jaime Luis, amigo de Coromoto, quien acaba de llegar y está buscando trabajo, a él le pregunté ¿cómo está por allá? Arrecho vale, arrecho, cada vez peor, ahora no hay luz y van a subir la gasolina.
Historias desgarradoras, de separación, ausencia y racismo, me interesaba saber cómo les ha ido en Colombia y me dijeron que es mucho más la gente buena, que la que los rechaza, y entonces pensé: si estos venezolanos me abrieron un espacio para jugar un partido en la playa ¿por qué nosotros, los colombianos, no somos un poco más solidarios con su tragedia, causada por el régimen mafioso de Maduro? En Venezuela se acostumbraron a depender de la renta petrolera de un Estado manejado por incapaces, inicialmente de los partidos políticos tradicionales y ahora por un régimen que resultó peor. Pero ni es razón, ni somos quienes para juzgarlos.
Es hora de jugarnos un partido por nuestros vecinos, pasan malos momentos y grandes dificultades, brindarles la mano, situaciones como estas, ponen a prueba a los seres humanos; recordemos que todos somos iguales, humanos y que el racismo ofende a Dios, nadie merece que lo humillen por su credo, orientación sexual, nacionalidad o color de piel, todos tenemos valores y mucho por aportar, para los que vienen con malas intenciones, está la ley. Al final, cuando ya me iba, me gritó uno de ellos ¡Pana, Falcao, chevere jugar contigo! Me despedí entonces, con el pulgar arriba y les deseé mucha suerte.
Jacobo Solano C* @JACOBOSOLANOC