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Columnista - 24 julio, 2018

Compartamos vida

Hace pocos días llegó a mi WhatsApp una imagen escalofriante: una tierna caricatura en colores pasteles donde una niña sonriente enseña, paso a paso, como ahorcarse “correctamente”. Nueve viñetas que me pusieron los pelos de punta y entonces pensé en mis hijos, en mis sobrinos, en mis estudiantes, en todas aquellas personas que se encuentran […]

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Hace pocos días llegó a mi WhatsApp una imagen escalofriante: una tierna caricatura en colores pasteles donde una niña sonriente enseña, paso a paso, como ahorcarse “correctamente”. Nueve viñetas que me pusieron los pelos de punta y entonces pensé en mis hijos, en mis sobrinos, en mis estudiantes, en todas aquellas personas que se encuentran deprimidas o inmersas en un laberinto de sufrimientos sin salida. Nueve viñetas que me consternaron pues muestran el suicidio como un juego divertido donde no hay dolor.

La autoeliminación, muerte voluntaria o suicidio ha sido recurrente en la historia humana.

Se cuenta que Cleopatra se suicidó para no caer en manos de Octavio y que Lucrecia hizo lo mismo después de ser violada por Torquino; en la Biblia se habla del suicidio del rey Saúl y también del de Judas después de traicionar a Jesús; en la literatura es famosa la autoeliminación de Romeo y Julieta; en la filosofía, Sócrates fue condenado a beber cicuta por su propia mano, acusado de corromper a los jóvenes y Schopenhauer proponía el suicidio como el remedio o la vía de escape a la tragedia de la vida, pero murió a los 72 años de muerte natural.

Aclaro, mi intención no es hacerle una apología al suicidio, sería un despropósito tan grande como justificar el delito o defender ideologías extremas como el nazismo, los paramilitares o las guerrillas. Tampoco juzgo a los suicidas, no podemos comprender a los demás fuera de sus circunstancias. Voy a ubicarme a extramuros de la psicología e intentaré, como filósofo, escribir lo que he reflexionado después de los eventos de autoeliminación sucedidos en la ciudad, tres en 72 horas, y todo lo que veo por el internet:
En el interior del hombre existen fuerzas. Una de ellas, la capacidad de desear que nos obliga a que, de manera consciente o inconsciente, intentemos cumplir nuestros sueños.

Encontramos también aquello que los teólogos llaman las virtudes teologales, Fe, Esperanza y Amor, tres fuerzas que nos conducen al Bien; pero también, en algún lugar de la naturaleza humana, existe una fuerza irracional, a veces incontrolable, que puede destruirlo todo, incluso al hombre mismo.

Somos los únicos seres capaces de hacerse preguntas, y así podemos cuestionar: ¿Qué fin tiene la vida? ¿Son inseparables vida y dolor? ¿Cuál es la lógica de la vida?

La muerte nos humaniza, nos recuerda que somos frágiles y que el tiempo se nos acaba.

La muerte es un destino común y, claro está, todas las vidas se acaban antes de tiempo.

Pero, por encima de todas las posibles respuestas y posiciones, hay una verdad que se levanta como una bandera blanca en medio de un feroz cruce de disparos: la vida es nuestro Sumo Bien y por eso debemos defenderla, protegerla y amarla. Esta inclinación ante la vida es una ley natural inscrita en nuestro corazón que luego se estampó en el ordenamiento positivo: en los Diez Mandamientos hebreos, en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Constitución Nacional.

El éxito del ser humano a través de la historia ha sido su capacidad de establecer lazos y relaciones de cooperación. Hoy, cuando tenemos aparatos que acortan distancias y, en teoría, deberían ayudarnos a comunicarnos mejor, estamos cada vez más solos. Estamos convirtiéndonos sin darnos cuenta en lo que Bukowski: reclusos de nosotros mismos, de la tecnología, de la burocratización, del consumismo. Es necesario empezar a compartir vida, ¡YA!

Por Carlos Luis Linán

Columnista
24 julio, 2018

Compartamos vida

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Liñan Pitre

Hace pocos días llegó a mi WhatsApp una imagen escalofriante: una tierna caricatura en colores pasteles donde una niña sonriente enseña, paso a paso, como ahorcarse “correctamente”. Nueve viñetas que me pusieron los pelos de punta y entonces pensé en mis hijos, en mis sobrinos, en mis estudiantes, en todas aquellas personas que se encuentran […]


Hace pocos días llegó a mi WhatsApp una imagen escalofriante: una tierna caricatura en colores pasteles donde una niña sonriente enseña, paso a paso, como ahorcarse “correctamente”. Nueve viñetas que me pusieron los pelos de punta y entonces pensé en mis hijos, en mis sobrinos, en mis estudiantes, en todas aquellas personas que se encuentran deprimidas o inmersas en un laberinto de sufrimientos sin salida. Nueve viñetas que me consternaron pues muestran el suicidio como un juego divertido donde no hay dolor.

La autoeliminación, muerte voluntaria o suicidio ha sido recurrente en la historia humana.

Se cuenta que Cleopatra se suicidó para no caer en manos de Octavio y que Lucrecia hizo lo mismo después de ser violada por Torquino; en la Biblia se habla del suicidio del rey Saúl y también del de Judas después de traicionar a Jesús; en la literatura es famosa la autoeliminación de Romeo y Julieta; en la filosofía, Sócrates fue condenado a beber cicuta por su propia mano, acusado de corromper a los jóvenes y Schopenhauer proponía el suicidio como el remedio o la vía de escape a la tragedia de la vida, pero murió a los 72 años de muerte natural.

Aclaro, mi intención no es hacerle una apología al suicidio, sería un despropósito tan grande como justificar el delito o defender ideologías extremas como el nazismo, los paramilitares o las guerrillas. Tampoco juzgo a los suicidas, no podemos comprender a los demás fuera de sus circunstancias. Voy a ubicarme a extramuros de la psicología e intentaré, como filósofo, escribir lo que he reflexionado después de los eventos de autoeliminación sucedidos en la ciudad, tres en 72 horas, y todo lo que veo por el internet:
En el interior del hombre existen fuerzas. Una de ellas, la capacidad de desear que nos obliga a que, de manera consciente o inconsciente, intentemos cumplir nuestros sueños.

Encontramos también aquello que los teólogos llaman las virtudes teologales, Fe, Esperanza y Amor, tres fuerzas que nos conducen al Bien; pero también, en algún lugar de la naturaleza humana, existe una fuerza irracional, a veces incontrolable, que puede destruirlo todo, incluso al hombre mismo.

Somos los únicos seres capaces de hacerse preguntas, y así podemos cuestionar: ¿Qué fin tiene la vida? ¿Son inseparables vida y dolor? ¿Cuál es la lógica de la vida?

La muerte nos humaniza, nos recuerda que somos frágiles y que el tiempo se nos acaba.

La muerte es un destino común y, claro está, todas las vidas se acaban antes de tiempo.

Pero, por encima de todas las posibles respuestas y posiciones, hay una verdad que se levanta como una bandera blanca en medio de un feroz cruce de disparos: la vida es nuestro Sumo Bien y por eso debemos defenderla, protegerla y amarla. Esta inclinación ante la vida es una ley natural inscrita en nuestro corazón que luego se estampó en el ordenamiento positivo: en los Diez Mandamientos hebreos, en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Constitución Nacional.

El éxito del ser humano a través de la historia ha sido su capacidad de establecer lazos y relaciones de cooperación. Hoy, cuando tenemos aparatos que acortan distancias y, en teoría, deberían ayudarnos a comunicarnos mejor, estamos cada vez más solos. Estamos convirtiéndonos sin darnos cuenta en lo que Bukowski: reclusos de nosotros mismos, de la tecnología, de la burocratización, del consumismo. Es necesario empezar a compartir vida, ¡YA!

Por Carlos Luis Linán