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Columnista - 25 septiembre, 2017

Croniquilla. Cuando el honor tenía valor.

A Benito Juarez, indio zapoteca, masón, abogado y presidente de Méjico, el Congreso nuestro le dio el título de Benemérito de las Américas, que en nota elegante le hizo llegar Manuel Murillo Toro, Presidente de los Estados Unidos de Colombia en 1865. Luego se extendió ese título por el mundo político de entonces. Para esa […]

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A Benito Juarez, indio zapoteca, masón, abogado y presidente de Méjico, el Congreso nuestro le dio el título de Benemérito de las Américas, que en nota elegante le hizo llegar Manuel Murillo Toro, Presidente de los Estados Unidos de Colombia en 1865. Luego se extendió ese título por el mundo político de entonces. Para esa fecha Juarez enfrentaba una desigual guerra interna porque Napoleón III, con el apoyo de los conservadores mejicanos y la Iglesia Católica, mandó un ejército francés que se trajo al archiduque Maximiliano de Austria para imponerlo como emperador de Méjico. Abandonado luego por los mismos franceses que se fueron un día, es sitiado en Querétaro por los ejércitos republicanos del presidente Juarez, para ser fusilado luego en el Cerro de las Campanas, junto a dos generales mejicanos adictos a su causa, Miramón y Mejía.

Entre los presos y condenados a muerte de aquella ocasión, estaba el general Severo del Castillo, jefe del Estado Mayor del emperador Maximiliano, quien, juzgado por un tribunal militar, se le mandaba enfrentar a un pelotón de fusileros. Su custodia se encomendó al coronel Carlos Fuero con un piquete de soldados fuertemente armados. La víspera de la ejecución, el general Severo mandó llamar a su custodio, quien acudió apresurado donde estaba recluido el condenado. Sentía respeto y alguna estimación hacia el preso, por haber sido un viejo amigo de su padre. El general Severo del Castillo se excusó por lo inoportuno de la hora, pero le pedía al coronel Fuero que como le quedaban pocas horas de vida, le mandase traer al padre Montes y al licenciado Luis Velásquez para arreglar sus cosas espirituales y hacer su testamento. El Coronel respondió que no creía necesario hacer llegar a eso señores allí. El General se mostró entonces muy molesto aduciendo que no estaba bien que se le impidiera algo tan elemental como prepararse para el viaje al más allá y además dejar a derechas los bienes de su familia, y que por eso urgía llamar al sacerdote y al notario. Pero el coronel republicano repitió que no había necesidad de tal convocatoria puesto que el mismo General en persona iría a diligenciar esos asuntos. El general Severo del Castillo se quedó sorprendido sin asimilar bien las palabras que acababa de decir su custodio.

– Pero Carlos; ¿qué garantía te dejo para regresar a este lugar y enfrentar al pelotón que me fusilaría? – respondió emocionado.

– Su palabra de honor, señor general Severo – respondió el Coronel.

 

– Ya la tienes – contestó el militar prisionero, dando un fuerte abrazo a su custodio.
Salieron los dos y el Coronel instruyó a su subalterno de aquella guarnición, diciendo que el sentenciado iba hasta su casa a arreglar unos asuntos personales, que él mismo quedaría en su lugar de la celda como prisionero. Cuando apenas amanecía, llegó a la guarnición el general Sóstenes Rocha. El guardia le dio el informe de lo acontecido. Corrió Rocha a la celda y allí aún dormía el coronel Carlos Fuero. Con voz dura despertó al durmiente, inquiriéndole el motivo por el cual había liberado a un prisionero que en breve iba a ser ejecutado. Encogiéndose de hombros, como si poca cosa hubiera sucedido, le respondió que si el General Severo del Castillo no volvía, entonces que en su lugar lo fusilaran a él. En ese preciso instante se escucharon pasos apresurados de un caballo que llegaba.

– ¡Quien vive! – gritó el centinela de turno desde una garita del cuartel.

– ¡Méjico y un prisionero de guerra! – respondió la voz clara del general Severo del Castillo que cumpliendo su palabra de honor volvía para ser fusilado.

El final de esta historia es feliz. El general Severo del Castillo no fue pasado por las balas. Rocha contó el episodio a Mariano Escobedo y éste a su vez lo informó a don Benito Juarez, que como hombre superior, conmovido por el gesto decoroso de los dos militares de bandos contrarios, indultó al prisionero y ordenó la suspensión de castigo para el Coronel. Ambos eran enemigos leales, ambos hicieron honor a la palabra. Eran aquellos tiempos….
Por Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
25 septiembre, 2017

Croniquilla. Cuando el honor tenía valor.

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

A Benito Juarez, indio zapoteca, masón, abogado y presidente de Méjico, el Congreso nuestro le dio el título de Benemérito de las Américas, que en nota elegante le hizo llegar Manuel Murillo Toro, Presidente de los Estados Unidos de Colombia en 1865. Luego se extendió ese título por el mundo político de entonces. Para esa […]


A Benito Juarez, indio zapoteca, masón, abogado y presidente de Méjico, el Congreso nuestro le dio el título de Benemérito de las Américas, que en nota elegante le hizo llegar Manuel Murillo Toro, Presidente de los Estados Unidos de Colombia en 1865. Luego se extendió ese título por el mundo político de entonces. Para esa fecha Juarez enfrentaba una desigual guerra interna porque Napoleón III, con el apoyo de los conservadores mejicanos y la Iglesia Católica, mandó un ejército francés que se trajo al archiduque Maximiliano de Austria para imponerlo como emperador de Méjico. Abandonado luego por los mismos franceses que se fueron un día, es sitiado en Querétaro por los ejércitos republicanos del presidente Juarez, para ser fusilado luego en el Cerro de las Campanas, junto a dos generales mejicanos adictos a su causa, Miramón y Mejía.

Entre los presos y condenados a muerte de aquella ocasión, estaba el general Severo del Castillo, jefe del Estado Mayor del emperador Maximiliano, quien, juzgado por un tribunal militar, se le mandaba enfrentar a un pelotón de fusileros. Su custodia se encomendó al coronel Carlos Fuero con un piquete de soldados fuertemente armados. La víspera de la ejecución, el general Severo mandó llamar a su custodio, quien acudió apresurado donde estaba recluido el condenado. Sentía respeto y alguna estimación hacia el preso, por haber sido un viejo amigo de su padre. El general Severo del Castillo se excusó por lo inoportuno de la hora, pero le pedía al coronel Fuero que como le quedaban pocas horas de vida, le mandase traer al padre Montes y al licenciado Luis Velásquez para arreglar sus cosas espirituales y hacer su testamento. El Coronel respondió que no creía necesario hacer llegar a eso señores allí. El General se mostró entonces muy molesto aduciendo que no estaba bien que se le impidiera algo tan elemental como prepararse para el viaje al más allá y además dejar a derechas los bienes de su familia, y que por eso urgía llamar al sacerdote y al notario. Pero el coronel republicano repitió que no había necesidad de tal convocatoria puesto que el mismo General en persona iría a diligenciar esos asuntos. El general Severo del Castillo se quedó sorprendido sin asimilar bien las palabras que acababa de decir su custodio.

– Pero Carlos; ¿qué garantía te dejo para regresar a este lugar y enfrentar al pelotón que me fusilaría? – respondió emocionado.

– Su palabra de honor, señor general Severo – respondió el Coronel.

 

– Ya la tienes – contestó el militar prisionero, dando un fuerte abrazo a su custodio.
Salieron los dos y el Coronel instruyó a su subalterno de aquella guarnición, diciendo que el sentenciado iba hasta su casa a arreglar unos asuntos personales, que él mismo quedaría en su lugar de la celda como prisionero. Cuando apenas amanecía, llegó a la guarnición el general Sóstenes Rocha. El guardia le dio el informe de lo acontecido. Corrió Rocha a la celda y allí aún dormía el coronel Carlos Fuero. Con voz dura despertó al durmiente, inquiriéndole el motivo por el cual había liberado a un prisionero que en breve iba a ser ejecutado. Encogiéndose de hombros, como si poca cosa hubiera sucedido, le respondió que si el General Severo del Castillo no volvía, entonces que en su lugar lo fusilaran a él. En ese preciso instante se escucharon pasos apresurados de un caballo que llegaba.

– ¡Quien vive! – gritó el centinela de turno desde una garita del cuartel.

– ¡Méjico y un prisionero de guerra! – respondió la voz clara del general Severo del Castillo que cumpliendo su palabra de honor volvía para ser fusilado.

El final de esta historia es feliz. El general Severo del Castillo no fue pasado por las balas. Rocha contó el episodio a Mariano Escobedo y éste a su vez lo informó a don Benito Juarez, que como hombre superior, conmovido por el gesto decoroso de los dos militares de bandos contrarios, indultó al prisionero y ordenó la suspensión de castigo para el Coronel. Ambos eran enemigos leales, ambos hicieron honor a la palabra. Eran aquellos tiempos….
Por Rodolfo Ortega Montero