Las manos de Domitila Mena son grandes, rugosas como las de troncos viejos, pero se vuelven suaves y ágiles para traer al mundo la vida de niños que ha recibido como partera en el lluvioso departamento colombiano del Chocó o en la región del Urabá, de “donde la violencia me corrió”, según dice. A sus […]
Las manos de Domitila Mena son grandes, rugosas como las de troncos viejos, pero se vuelven suaves y ágiles para traer al mundo la vida de niños que ha recibido como partera en el lluvioso departamento colombiano del Chocó o en la región del Urabá, de “donde la violencia me corrió”, según dice.
A sus 63 años, esta mujer negra conserva el garbo de cualquier jovencita y no tiene dificultad para recitar muchos de los nombres de los bebés que ha traído al mundo sin contar los diez hijos que tuvo en diecinueve partos.
“Todavía no cuento la historia del primer niño que se me haya muerto en un parto. Mamás tampoco”, dice Domitila quien considera que es un privilegio que Dios le dio y que complementó con las enseñanzas de “las señoras Silverina, Nicolasa, Ruperta y Aura”, parteras que la antecedieron y que no supieron que su arte fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial del Ámbito Nacional a los Saberes Asociados (LRPCI).
La tradición de la partería no es exclusiva de las comunidades afro. También existe en casi todas las comunidades indígenas wayúu, en la Amazonía o la Orinoquía, así como en comunidades campesinas del Catatumbo, Magdalena Medio, Cauca y el Caquetá.
Con sus más de 2.000 practicantes le prestan una enorme ayuda al sistema nacional de salud que no llega a todo el país.
Domitila, que no pierde la alegría pese a que le ha tocado “ver muchos muertos”, recuerda que cuando tenía 15 años uno de sus hermanos se la llevó de Quibdó, la capital del Chocó, uno de los más pobres del país, a la región del Urabá “para hacer vida” en una zona en la que se produce la mayoría del banano que exporta Colombia.
Ella y su hermano se establecieron en un terreno de Puerto Girón (Antioquia), un caserío bañado por el río León y en donde pasó 30 años dedicada a la agricultura y a la partería, oficio que ella no se ocupó de promocionar, pues sus mejores cartas de presentación se las hacían las madres que le recomendaban porque sencillamente era “la mejor de la zona”.
Todo iba bien, pero la situación comenzó a cambiar cuando por el río comenzaron a “bajar los muertos, unos sin cabeza, otros sin brazos. Se ‘atrancaban’ cerca de la casa y eso me dio miedo”.
“Antes, allá no se necesitaba ley. Los problemas se arreglaban dialogando y por eso allá no se levantó un muerto”, recuerda la mujer que hoy considera que la paz del país es necesaria, pero que todavía falta más así se haya logrado un acuerdo con las FARC porque “no están los otros”, en referencia a la otra guerrilla, la del Ejercito de Liberación Nacional (ELN) y los grupos armados surgidos luego de la desmovilización de los paramilitares.
La situación empeoró cuando los vecinos y sus propios hijos le hicieron saber que los paramilitares que ocupaban la zona “le cogieron rabia” porque ella a la par con el trabajo en la agricultura y el de partera, le quedaba tiempo para organizar a la comunidad y realizar trabajos para mejorar la situación de la población.
Sus gestiones permitieron que los gobiernos locales mejoraran los servicios públicos, la educación y se preocuparan por realizar brigadas para evacuar a las personas en épocas de lluvias porque “los niños se les ahogaban en las casas” en zonas de peligro y nadie hacía nada por ellos.
También le hicieron saber que no la matarían, pero que en todo caso “tenía que perderse (huir) de la zona” no solo por el trabajo que realizaba con la gente.
Además querían quedarse con la tierra que ella y su esposo habían trabajado durante 30 años. Eran 60 hectáreas.
La situación se tensó más cuando a un vecino suyo lo mataron cuando estaba viendo un partido de fútbol.
“Para matar a un solo hombre lo acribillaron 16 y se lo dejaron tirado a su esposa y sus 13 hijos”, dice la mujer que viendo la situación huyó del lugar de madrugada a bordo de una canoa que días después la devolvió a su Chocó natal, justo al sitio en donde nació y pasó sus primeros 15 años de vida.
Ahora, desde el barrio Bahía Solano y desde su casa levantada sobre palafitos en las márgenes del río Atrato, que baña a Quibdó, Domitila pide al Gobierno acciones prontas para solucionar el reclamo sobre sus tierras que ahora están en manos de quienes no son los verdaderos dueños.
Mientras tanto, en medio de risas y rodeada de varios de sus hijos y de 35 nietos, prefiere pasar las horas recordando momentos de vida como aquella vez que atendió en una panga (bote) a una madre que, de pie, dio a luz a un niño que hoy es “como los otros que he recibido, hombres y mujeres de bien que no se han ido por los malos caminos”.
EFE
Las manos de Domitila Mena son grandes, rugosas como las de troncos viejos, pero se vuelven suaves y ágiles para traer al mundo la vida de niños que ha recibido como partera en el lluvioso departamento colombiano del Chocó o en la región del Urabá, de “donde la violencia me corrió”, según dice. A sus […]
Las manos de Domitila Mena son grandes, rugosas como las de troncos viejos, pero se vuelven suaves y ágiles para traer al mundo la vida de niños que ha recibido como partera en el lluvioso departamento colombiano del Chocó o en la región del Urabá, de “donde la violencia me corrió”, según dice.
A sus 63 años, esta mujer negra conserva el garbo de cualquier jovencita y no tiene dificultad para recitar muchos de los nombres de los bebés que ha traído al mundo sin contar los diez hijos que tuvo en diecinueve partos.
“Todavía no cuento la historia del primer niño que se me haya muerto en un parto. Mamás tampoco”, dice Domitila quien considera que es un privilegio que Dios le dio y que complementó con las enseñanzas de “las señoras Silverina, Nicolasa, Ruperta y Aura”, parteras que la antecedieron y que no supieron que su arte fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial del Ámbito Nacional a los Saberes Asociados (LRPCI).
La tradición de la partería no es exclusiva de las comunidades afro. También existe en casi todas las comunidades indígenas wayúu, en la Amazonía o la Orinoquía, así como en comunidades campesinas del Catatumbo, Magdalena Medio, Cauca y el Caquetá.
Con sus más de 2.000 practicantes le prestan una enorme ayuda al sistema nacional de salud que no llega a todo el país.
Domitila, que no pierde la alegría pese a que le ha tocado “ver muchos muertos”, recuerda que cuando tenía 15 años uno de sus hermanos se la llevó de Quibdó, la capital del Chocó, uno de los más pobres del país, a la región del Urabá “para hacer vida” en una zona en la que se produce la mayoría del banano que exporta Colombia.
Ella y su hermano se establecieron en un terreno de Puerto Girón (Antioquia), un caserío bañado por el río León y en donde pasó 30 años dedicada a la agricultura y a la partería, oficio que ella no se ocupó de promocionar, pues sus mejores cartas de presentación se las hacían las madres que le recomendaban porque sencillamente era “la mejor de la zona”.
Todo iba bien, pero la situación comenzó a cambiar cuando por el río comenzaron a “bajar los muertos, unos sin cabeza, otros sin brazos. Se ‘atrancaban’ cerca de la casa y eso me dio miedo”.
“Antes, allá no se necesitaba ley. Los problemas se arreglaban dialogando y por eso allá no se levantó un muerto”, recuerda la mujer que hoy considera que la paz del país es necesaria, pero que todavía falta más así se haya logrado un acuerdo con las FARC porque “no están los otros”, en referencia a la otra guerrilla, la del Ejercito de Liberación Nacional (ELN) y los grupos armados surgidos luego de la desmovilización de los paramilitares.
La situación empeoró cuando los vecinos y sus propios hijos le hicieron saber que los paramilitares que ocupaban la zona “le cogieron rabia” porque ella a la par con el trabajo en la agricultura y el de partera, le quedaba tiempo para organizar a la comunidad y realizar trabajos para mejorar la situación de la población.
Sus gestiones permitieron que los gobiernos locales mejoraran los servicios públicos, la educación y se preocuparan por realizar brigadas para evacuar a las personas en épocas de lluvias porque “los niños se les ahogaban en las casas” en zonas de peligro y nadie hacía nada por ellos.
También le hicieron saber que no la matarían, pero que en todo caso “tenía que perderse (huir) de la zona” no solo por el trabajo que realizaba con la gente.
Además querían quedarse con la tierra que ella y su esposo habían trabajado durante 30 años. Eran 60 hectáreas.
La situación se tensó más cuando a un vecino suyo lo mataron cuando estaba viendo un partido de fútbol.
“Para matar a un solo hombre lo acribillaron 16 y se lo dejaron tirado a su esposa y sus 13 hijos”, dice la mujer que viendo la situación huyó del lugar de madrugada a bordo de una canoa que días después la devolvió a su Chocó natal, justo al sitio en donde nació y pasó sus primeros 15 años de vida.
Ahora, desde el barrio Bahía Solano y desde su casa levantada sobre palafitos en las márgenes del río Atrato, que baña a Quibdó, Domitila pide al Gobierno acciones prontas para solucionar el reclamo sobre sus tierras que ahora están en manos de quienes no son los verdaderos dueños.
Mientras tanto, en medio de risas y rodeada de varios de sus hijos y de 35 nietos, prefiere pasar las horas recordando momentos de vida como aquella vez que atendió en una panga (bote) a una madre que, de pie, dio a luz a un niño que hoy es “como los otros que he recibido, hombres y mujeres de bien que no se han ido por los malos caminos”.
EFE