Montesquieu se revuelve en su tumba con lo que le pasa en Colombia a su teoría de los tres poderes. El legislativo, la representación del pueblo, está desconectado de sus electores, pues más de la mitad mostraron en las urnas que no estaban de acuerdo con los políticos. Entre la abstención, la politiquería y la […]
Montesquieu se revuelve en su tumba con lo que le pasa en Colombia a su teoría de los tres poderes. El legislativo, la representación del pueblo, está desconectado de sus electores, pues más de la mitad mostraron en las urnas que no estaban de acuerdo con los políticos.
Entre la abstención, la politiquería y la distribución de los recursos del Estado por parte del Gobierno, en forma de cupos indicativos o mermelada, como se les quiera llamar, el elector quedó en el camino y el Poder Ejecutivo cooptó al Legislativo, comprando literalmente su apoyo. La Unidad Nacional es la expresión de esta perniciosa dependencia, que tiene ejemplares excepciones en el Congreso, por supuesto.
Hoy, frente a la refrendación del Acuerdo, el presidente proclama que “El Congreso representa a la nación entera (…) En toda democracia (…) es el encargado de refrendar y dar apoyo político, en nombre de los ciudadanos, a las decisiones del Ejecutivo”. Es inevitable preguntarse. Si esa era la vía que utilizó el país en “Los nueve acuerdos de paz logrados en el pasado”, entonces, ¿para que el intento de referendo y el costoso plebiscito, que dejó de ser ideal cuando se perdió?
Por supuesto que ese Congreso cooptado es el mejor mecanismo para el Gobierno. En ese entorno de “dos poderes en uno” ahora impulsa la implementación por “vía rápida”, que no es sino la consumación de ese matrimonio. Con el fast track, el Congreso entrega la iniciativa legislativa y su potestad de debatir y decidir, pues los proyectos de Ley y de Acto Legislativo solo pueden ser presentados por el Gobierno, modificados con su aval para no vulnerar el Acuerdo con las Farc, y decididos sobre su totalidad en votación única, al SÍ o al NO.
Ahora el Gobierno le juega al “monopoder”, con una presión indebida para la aprobación del fast track: “Hago votos para que la honorable Corte Constitucional le dé su visto bueno, porque es absolutamente indispensable para una rápida implementación, que a su vez es fundamental para el éxito del proceso”, una advertencia presidencial irrespetuosa, pretendiendo responsabilizar a las Corte de un eventual fracaso. Pero no es solo el Gobierno el que le apuesta a la amenaza. Las Farc, con el argumento de la fragilidad del cese al fuego, es decir, con la presión extorsiva de las armas, también tratan de plegar a sus intereses al ente encargado de preservar la Constitución, amén de que el mecanismo implica la renuncia de la Corte a sus facultades de análisis y control constitucional.
Un asunto de tanta trascendencia como el Acuerdo Final con su revolución institucional y normativa, no debería tratarse “a la rápida”, y menos con un montaje de democracia en que el Congreso es apenas un notario y la Corte un validador, mientras la iniciativa, la decisión y la ejecución reposan en un solo poder. ¡Pobre Montesquieu!
Montesquieu se revuelve en su tumba con lo que le pasa en Colombia a su teoría de los tres poderes. El legislativo, la representación del pueblo, está desconectado de sus electores, pues más de la mitad mostraron en las urnas que no estaban de acuerdo con los políticos. Entre la abstención, la politiquería y la […]
Montesquieu se revuelve en su tumba con lo que le pasa en Colombia a su teoría de los tres poderes. El legislativo, la representación del pueblo, está desconectado de sus electores, pues más de la mitad mostraron en las urnas que no estaban de acuerdo con los políticos.
Entre la abstención, la politiquería y la distribución de los recursos del Estado por parte del Gobierno, en forma de cupos indicativos o mermelada, como se les quiera llamar, el elector quedó en el camino y el Poder Ejecutivo cooptó al Legislativo, comprando literalmente su apoyo. La Unidad Nacional es la expresión de esta perniciosa dependencia, que tiene ejemplares excepciones en el Congreso, por supuesto.
Hoy, frente a la refrendación del Acuerdo, el presidente proclama que “El Congreso representa a la nación entera (…) En toda democracia (…) es el encargado de refrendar y dar apoyo político, en nombre de los ciudadanos, a las decisiones del Ejecutivo”. Es inevitable preguntarse. Si esa era la vía que utilizó el país en “Los nueve acuerdos de paz logrados en el pasado”, entonces, ¿para que el intento de referendo y el costoso plebiscito, que dejó de ser ideal cuando se perdió?
Por supuesto que ese Congreso cooptado es el mejor mecanismo para el Gobierno. En ese entorno de “dos poderes en uno” ahora impulsa la implementación por “vía rápida”, que no es sino la consumación de ese matrimonio. Con el fast track, el Congreso entrega la iniciativa legislativa y su potestad de debatir y decidir, pues los proyectos de Ley y de Acto Legislativo solo pueden ser presentados por el Gobierno, modificados con su aval para no vulnerar el Acuerdo con las Farc, y decididos sobre su totalidad en votación única, al SÍ o al NO.
Ahora el Gobierno le juega al “monopoder”, con una presión indebida para la aprobación del fast track: “Hago votos para que la honorable Corte Constitucional le dé su visto bueno, porque es absolutamente indispensable para una rápida implementación, que a su vez es fundamental para el éxito del proceso”, una advertencia presidencial irrespetuosa, pretendiendo responsabilizar a las Corte de un eventual fracaso. Pero no es solo el Gobierno el que le apuesta a la amenaza. Las Farc, con el argumento de la fragilidad del cese al fuego, es decir, con la presión extorsiva de las armas, también tratan de plegar a sus intereses al ente encargado de preservar la Constitución, amén de que el mecanismo implica la renuncia de la Corte a sus facultades de análisis y control constitucional.
Un asunto de tanta trascendencia como el Acuerdo Final con su revolución institucional y normativa, no debería tratarse “a la rápida”, y menos con un montaje de democracia en que el Congreso es apenas un notario y la Corte un validador, mientras la iniciativa, la decisión y la ejecución reposan en un solo poder. ¡Pobre Montesquieu!