Fue un reencuentro con los adolescentes, con esos que no se callan ni un momento, tienen en sus ojos la brillantez que nace de conocer el mundo y sentirse dueños, sí, los dueños del mundo, esos que son una mixtura de cualidades y defectos que poco a poco se irá decantando y serán los que […]
Fue un reencuentro con los adolescentes, con esos que no se callan ni un momento, tienen en sus ojos la brillantez que nace de conocer el mundo y sentirse dueños, sí, los dueños del mundo, esos que son una mixtura de cualidades y defectos que poco a poco se irá decantando y serán los que conformen la fila de los reemplazos que llegan, los que pronto reclamarán los lugares que hemos ocupado.
Muchas veces el lugar lo solicita un hijo que sigue el mismo oficio, afición, trabajo; él será el encargado de continuar la obra a su manera y con su estilo; la mayoría de las veces son jóvenes que no conocíamos los que se alzarán sobre las bases que dejamos y quizás brillarán más. Es la vida, así es y ha sido siempre, pero ocurren cambios en esa transición melancólica para los que comenzamos a andar por senderos más cortos y feliz para los que vienen con las manos llenas de primavera, a andar el camino largo.
El cambio suele ser drástico, porque los jóvenes quieren relegar a la historia a quienes todavía ocupan el puesto que ellos reclaman, a quienes han trazado los derroteros a seguir, a los que han abierto el camino y señalado la senda; y lo hacen movidos por esas ansias que son propias de los años en que queremos hacerlo todo ya, al instante. Es la juventud, no hay lugar a molestias, ni a discusiones, solo a los recuerdos aglutinados en la mente de cuando éramos así, cómo queríamos comernos al mundo en un instante, porque era nuestro, nos pertenecía sin lugar a discusión.
Permanentemente el mundo observa ese tránsito, ese relevo generacional, desde el principio de los tiempos, y hay dos sentimientos que no cambian, son eternos: la melancolía y el alborozo, pero cuando llega este momento es cuando hay que atemperar esos sentimientos: que la nostalgia, enfermedad incurable, sea asumida como un ejercicio del corazón: que todos los recuerdos sean un fortín de amor a lo que fuimos, a quienes nos rodearon, a lo que vivimos; que la alegría, el alborozo se tome en dosis pequeñas para que no aturda.
Lo que está muy claro es que el lugar que ocupamos no lo podemos legar antes de tiempo, hay que seguir trabajando, haciendo lo que nos gusta, hasta cuando haya fuerzas, hasta cuando el corazón siga con su capacidad de encogerse ante el dolor y dilatarse ante la felicidad, hasta cuando la mente lúcida permita seguir buscando la metáfora precisa, esa que se ha perseguido toda la vida, hasta cuando las manos temblorosas hilen historias de vida, las cuenten y queden olvidadas o recordadas para la eternidad, hasta cuando se descifre la ecuación de andar un camino sin posibilidad de un atajo que lo alargue y comprendamos que es solo la vida, la vida misma.
Fue un reencuentro con los adolescentes, con esos que no se callan ni un momento, tienen en sus ojos la brillantez que nace de conocer el mundo y sentirse dueños, sí, los dueños del mundo, esos que son una mixtura de cualidades y defectos que poco a poco se irá decantando y serán los que […]
Fue un reencuentro con los adolescentes, con esos que no se callan ni un momento, tienen en sus ojos la brillantez que nace de conocer el mundo y sentirse dueños, sí, los dueños del mundo, esos que son una mixtura de cualidades y defectos que poco a poco se irá decantando y serán los que conformen la fila de los reemplazos que llegan, los que pronto reclamarán los lugares que hemos ocupado.
Muchas veces el lugar lo solicita un hijo que sigue el mismo oficio, afición, trabajo; él será el encargado de continuar la obra a su manera y con su estilo; la mayoría de las veces son jóvenes que no conocíamos los que se alzarán sobre las bases que dejamos y quizás brillarán más. Es la vida, así es y ha sido siempre, pero ocurren cambios en esa transición melancólica para los que comenzamos a andar por senderos más cortos y feliz para los que vienen con las manos llenas de primavera, a andar el camino largo.
El cambio suele ser drástico, porque los jóvenes quieren relegar a la historia a quienes todavía ocupan el puesto que ellos reclaman, a quienes han trazado los derroteros a seguir, a los que han abierto el camino y señalado la senda; y lo hacen movidos por esas ansias que son propias de los años en que queremos hacerlo todo ya, al instante. Es la juventud, no hay lugar a molestias, ni a discusiones, solo a los recuerdos aglutinados en la mente de cuando éramos así, cómo queríamos comernos al mundo en un instante, porque era nuestro, nos pertenecía sin lugar a discusión.
Permanentemente el mundo observa ese tránsito, ese relevo generacional, desde el principio de los tiempos, y hay dos sentimientos que no cambian, son eternos: la melancolía y el alborozo, pero cuando llega este momento es cuando hay que atemperar esos sentimientos: que la nostalgia, enfermedad incurable, sea asumida como un ejercicio del corazón: que todos los recuerdos sean un fortín de amor a lo que fuimos, a quienes nos rodearon, a lo que vivimos; que la alegría, el alborozo se tome en dosis pequeñas para que no aturda.
Lo que está muy claro es que el lugar que ocupamos no lo podemos legar antes de tiempo, hay que seguir trabajando, haciendo lo que nos gusta, hasta cuando haya fuerzas, hasta cuando el corazón siga con su capacidad de encogerse ante el dolor y dilatarse ante la felicidad, hasta cuando la mente lúcida permita seguir buscando la metáfora precisa, esa que se ha perseguido toda la vida, hasta cuando las manos temblorosas hilen historias de vida, las cuenten y queden olvidadas o recordadas para la eternidad, hasta cuando se descifre la ecuación de andar un camino sin posibilidad de un atajo que lo alargue y comprendamos que es solo la vida, la vida misma.