Luego de haber llamado cariñosamente a Dios “papá”, de haber pedido la santificación de su Nombre en nosotros y la venida de su Reino, decimos: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es preciso considerar aquí una de las características intrínsecas de Dios: la omnisciencia. Dios lo sabe todo y, contrario a […]
Luego de haber llamado cariñosamente a Dios “papá”, de haber pedido la santificación de su Nombre en nosotros y la venida de su Reino, decimos: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es preciso considerar aquí una de las características intrínsecas de Dios: la omnisciencia.
Dios lo sabe todo y, contrario a nosotros, que poseemos una visión limitada y parcial del pasado y el presente e ignoramos el futuro, Él posee una visión panorámica y un conocimiento perfecto de lo que fue, lo que es y lo que será. Si a esto sumamos su bondad infinita (Dios no puede hacer el mal), nos damos entonces cuenta de que pedir la realización de su voluntad es desear nuestro bien y el bien de todo y de todos.
“Hágase tu voluntad”, decimos y enfatizamos con esta petición lo que antes habíamos deseado al pedir la venida de su Reino y la santificación de su Nombre. En efecto, en un reino debe hacerse la voluntad del rey, cuyo nombre a su vez es alabado y respetado por los súbditos. Ahora bien, la forma como deseamos que se haga la voluntad de Dios es expresada en la siguiente frase: “… en la tierra como en el cielo”, o lo cual es lo mismo decir: “así como en el cielo los ángeles y santos viven en completa armonía, paz y felicidad por acogerse a tus designios y por vivir tu voluntad de manera perfecta, queremos que aquí en la tierra se realicen tus planes, porque creemos y confiamos en que tu Voluntad es lo mejor, lo perfecto, lo que nuestro corazón anhela aunque en ocasiones no lo sepamos y busquemos en otras cosas, realidades y personas lo que sólo encontraremos en ti”.
La oración del Padre Nuestro exhala fe, esperanza y confianza en cada palabra. Hablamos a nuestro Dios, en quien plenamente confiamos y esperamos, “como un niño en los brazos de su madre”. Sí, Dios es también madre. Resulta curioso que, aunque al leer la Biblia nos quede la impresión del género masculino de Dios, por todas las Sagradas Escrituras se encuentran diseminados pasajes que dan cuenta de un Dios con características maternales. Simplemente mencionaré una: cuando se habla de sus “entrañas de misericordia”, o del “conmoverse sus entrañas” se hace directa referencia al sentimiento de una madre hacia sus hijos, a los que se encuentra ligada desde lo más profundo, desde sus entrañas, desde su útero.
A tanto amor deberíamos responder con amor, con abandono total (aunque ello no quite el humano dolor, la angustia ni el sufrimiento). Hace unos meses, en medio de un fortísimo aguacero y una gran granizada, debía yo bajar de un auto para entrar al edificio con mi hijo de dos años y medio en los brazos. No teníamos paraguas ni nada con qué cubrirnos. El pequeño estaba asustado y a punto de llorar, sus ojos grandes, llenos de lágrimas miraban aterrorizados por la ventana. Yo me quité la camisa y lo cubrí con ella, mientas le decía al oído: “Tranquilo, no pasa nada, aquí está papá”. Salimos abrazados y, durante el minuto y medio de nuestra caminata bajo la lluvia y el hielo que nos caía encima, mi hijo se aferraba a mi pecho y, como intentando calmarse a sí mismo, repetía mientras temblaba: “Tranquilo, no pasa nada, aquí está papá”. ¡Ojalá confiara yo así en mi Dios!
Luego de haber llamado cariñosamente a Dios “papá”, de haber pedido la santificación de su Nombre en nosotros y la venida de su Reino, decimos: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es preciso considerar aquí una de las características intrínsecas de Dios: la omnisciencia. Dios lo sabe todo y, contrario a […]
Luego de haber llamado cariñosamente a Dios “papá”, de haber pedido la santificación de su Nombre en nosotros y la venida de su Reino, decimos: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es preciso considerar aquí una de las características intrínsecas de Dios: la omnisciencia.
Dios lo sabe todo y, contrario a nosotros, que poseemos una visión limitada y parcial del pasado y el presente e ignoramos el futuro, Él posee una visión panorámica y un conocimiento perfecto de lo que fue, lo que es y lo que será. Si a esto sumamos su bondad infinita (Dios no puede hacer el mal), nos damos entonces cuenta de que pedir la realización de su voluntad es desear nuestro bien y el bien de todo y de todos.
“Hágase tu voluntad”, decimos y enfatizamos con esta petición lo que antes habíamos deseado al pedir la venida de su Reino y la santificación de su Nombre. En efecto, en un reino debe hacerse la voluntad del rey, cuyo nombre a su vez es alabado y respetado por los súbditos. Ahora bien, la forma como deseamos que se haga la voluntad de Dios es expresada en la siguiente frase: “… en la tierra como en el cielo”, o lo cual es lo mismo decir: “así como en el cielo los ángeles y santos viven en completa armonía, paz y felicidad por acogerse a tus designios y por vivir tu voluntad de manera perfecta, queremos que aquí en la tierra se realicen tus planes, porque creemos y confiamos en que tu Voluntad es lo mejor, lo perfecto, lo que nuestro corazón anhela aunque en ocasiones no lo sepamos y busquemos en otras cosas, realidades y personas lo que sólo encontraremos en ti”.
La oración del Padre Nuestro exhala fe, esperanza y confianza en cada palabra. Hablamos a nuestro Dios, en quien plenamente confiamos y esperamos, “como un niño en los brazos de su madre”. Sí, Dios es también madre. Resulta curioso que, aunque al leer la Biblia nos quede la impresión del género masculino de Dios, por todas las Sagradas Escrituras se encuentran diseminados pasajes que dan cuenta de un Dios con características maternales. Simplemente mencionaré una: cuando se habla de sus “entrañas de misericordia”, o del “conmoverse sus entrañas” se hace directa referencia al sentimiento de una madre hacia sus hijos, a los que se encuentra ligada desde lo más profundo, desde sus entrañas, desde su útero.
A tanto amor deberíamos responder con amor, con abandono total (aunque ello no quite el humano dolor, la angustia ni el sufrimiento). Hace unos meses, en medio de un fortísimo aguacero y una gran granizada, debía yo bajar de un auto para entrar al edificio con mi hijo de dos años y medio en los brazos. No teníamos paraguas ni nada con qué cubrirnos. El pequeño estaba asustado y a punto de llorar, sus ojos grandes, llenos de lágrimas miraban aterrorizados por la ventana. Yo me quité la camisa y lo cubrí con ella, mientas le decía al oído: “Tranquilo, no pasa nada, aquí está papá”. Salimos abrazados y, durante el minuto y medio de nuestra caminata bajo la lluvia y el hielo que nos caía encima, mi hijo se aferraba a mi pecho y, como intentando calmarse a sí mismo, repetía mientras temblaba: “Tranquilo, no pasa nada, aquí está papá”. ¡Ojalá confiara yo así en mi Dios!