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Columnista - 4 julio, 2016

Hablemos de escribir y de leer

El acto de escribir no comienza cuando se toma un bolígrafo y una hoja de papel, ni cuando nos sentamos ante un computador o una máquina de escribir, que un buen número de personas todavía usa; comienza años antes, días antes, cuando surge una idea o un recuerdo que no dejan en paz, vienen a […]

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El acto de escribir no comienza cuando se toma un bolígrafo y una hoja de papel, ni cuando nos sentamos ante un computador o una máquina de escribir, que un buen número de personas todavía usa; comienza años antes, días antes, cuando surge una idea o un recuerdo que no dejan en paz, vienen a la mente a la hora menos pensada.

Cuando esa idea se va agrandando, se va convirtiendo en una historia que no deja dormir, se instala en la mente y preside todos los actos cotidianos y cuando ya no se vive sino para pensar en ella, es el momento en el que un impulso irrefrenable nos sienta a escribir.

Es un acto curtido en la soledad, desde el momento en que se comienza a andar el camino, llevando como único equipaje las palabras. Hace muchísimos años leí uno de los tesoros de mi padre, un libro de un autor un poco de su generación, Silvio Villegas, ‘La canción del caminante’; en él encontré que el escritor es un caminante que va por un incansable sendero en búsqueda de sí mismo, sus sueños, sus meditaciones, sus experiencias, lo acompañan cuando todos lo han abandonado. Con esa lectura confirmé mi vocación, supe de inmediato que no me podría librar de mis ‘escriticos’, como les decía, eran poemas de adolescente, cuentos y estudios. ¿Por qué una jovencita siente que todos la abandonan, cuando ha tenido unos padres amorosos y una cálida familia? Simplemente porque ha comenzado a recorrer ese camino del que habla el autor, sendero en el que se encuentran muchas sonrisas, abrazos, elogios, envidias, ofensas, todo eso que es la literatura.

La soledad del escritor va por dentro, cuando se da cuenta de que ni él mismo es compañía para sí, cuando entienden tus escritos, pero no a ti, uno escribe historias, y aunque se hable del alter ego, que es dejar parte de uno en cada obra, de hacer novelas que son autobiográficas, se está muy lejos de ese mundo. El escritor es un ser solitario y no porque él lo quiera, ni porque el mundo lo quiera, no, es una condición inherente a su oficio, a su trabajo, a su gusto. No quiero decir con esto que uno haya perdido la felicidad, la soledad del escritor está en la hoja en blanco, en lograr la creación de personajes y cuando les da vida en sus obras, hasta ellos le dan la espalda. Soledad en el acto de escribir; soledad en la metáfora que se desea y no aparece, remilgada como el más terco de los amantes; soledad de mundos imaginados; soledad que no se puede compartir.

Así cada acto de escribir siempre será de inclemente soledad, pero siempre un bello recuerdo que esclarece la vida, es como si una menuda lluvia cayera sobre los árboles sin nidos, sobre los altos edificios, en las calles transitadas, en los corazones desprovistos de envidias, en los sueños, en el día a día, en las aulas, en los abandonados más allá del pavimento, en fin, en las manos que reclaman amor, en las manos que escriben. (Seguiremos con el tema).

Columnista
4 julio, 2016

Hablemos de escribir y de leer

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

El acto de escribir no comienza cuando se toma un bolígrafo y una hoja de papel, ni cuando nos sentamos ante un computador o una máquina de escribir, que un buen número de personas todavía usa; comienza años antes, días antes, cuando surge una idea o un recuerdo que no dejan en paz, vienen a […]


El acto de escribir no comienza cuando se toma un bolígrafo y una hoja de papel, ni cuando nos sentamos ante un computador o una máquina de escribir, que un buen número de personas todavía usa; comienza años antes, días antes, cuando surge una idea o un recuerdo que no dejan en paz, vienen a la mente a la hora menos pensada.

Cuando esa idea se va agrandando, se va convirtiendo en una historia que no deja dormir, se instala en la mente y preside todos los actos cotidianos y cuando ya no se vive sino para pensar en ella, es el momento en el que un impulso irrefrenable nos sienta a escribir.

Es un acto curtido en la soledad, desde el momento en que se comienza a andar el camino, llevando como único equipaje las palabras. Hace muchísimos años leí uno de los tesoros de mi padre, un libro de un autor un poco de su generación, Silvio Villegas, ‘La canción del caminante’; en él encontré que el escritor es un caminante que va por un incansable sendero en búsqueda de sí mismo, sus sueños, sus meditaciones, sus experiencias, lo acompañan cuando todos lo han abandonado. Con esa lectura confirmé mi vocación, supe de inmediato que no me podría librar de mis ‘escriticos’, como les decía, eran poemas de adolescente, cuentos y estudios. ¿Por qué una jovencita siente que todos la abandonan, cuando ha tenido unos padres amorosos y una cálida familia? Simplemente porque ha comenzado a recorrer ese camino del que habla el autor, sendero en el que se encuentran muchas sonrisas, abrazos, elogios, envidias, ofensas, todo eso que es la literatura.

La soledad del escritor va por dentro, cuando se da cuenta de que ni él mismo es compañía para sí, cuando entienden tus escritos, pero no a ti, uno escribe historias, y aunque se hable del alter ego, que es dejar parte de uno en cada obra, de hacer novelas que son autobiográficas, se está muy lejos de ese mundo. El escritor es un ser solitario y no porque él lo quiera, ni porque el mundo lo quiera, no, es una condición inherente a su oficio, a su trabajo, a su gusto. No quiero decir con esto que uno haya perdido la felicidad, la soledad del escritor está en la hoja en blanco, en lograr la creación de personajes y cuando les da vida en sus obras, hasta ellos le dan la espalda. Soledad en el acto de escribir; soledad en la metáfora que se desea y no aparece, remilgada como el más terco de los amantes; soledad de mundos imaginados; soledad que no se puede compartir.

Así cada acto de escribir siempre será de inclemente soledad, pero siempre un bello recuerdo que esclarece la vida, es como si una menuda lluvia cayera sobre los árboles sin nidos, sobre los altos edificios, en las calles transitadas, en los corazones desprovistos de envidias, en los sueños, en el día a día, en las aulas, en los abandonados más allá del pavimento, en fin, en las manos que reclaman amor, en las manos que escriben. (Seguiremos con el tema).