Aquí voy a referirme a tres casos sonoramente históricos, pero hay innúmeros más, que han oscurecido la existencia humana. A fin de recordar, una vez más, cómo antes y ahora, en todos los tiempos y espacios, el hombre puede perderse y causar daño a otros, por el amor apasionado y desenfrenado, que busca la posesión […]
Aquí voy a referirme a tres casos sonoramente históricos, pero hay innúmeros más, que han oscurecido la existencia humana.
A fin de recordar, una vez más, cómo antes y ahora, en todos los tiempos y espacios, el hombre puede perderse y causar daño a otros, por el amor apasionado y desenfrenado, que busca la posesión y apropiación de amores mundanos, sobre todo, el poder político y económico, con finalidades egocéntricas.
Primero. El asesinato de Cayo Julio César en las postrimerías de la República Romana. Sucedido nada menos que en las amplias escalinatas del recinto de su Senado, donde resonaba la poderosa voz de Cicerón para defenderla. Orgullosa Roma de su Senado y de su Pueblo, formuló el acrónico: S. P.Q.R (Sénatus Popolusque Romanus), que encarnaba la soberanía del senado y del pueblo.
Julio Cesar había entregado a Roma las glorias de los ocho años de la Guerra de Las Galias; en la guerra civil, que las sucedió, había vencido al igualmente grande general Pompeyo; había ascendido todo el escalafón de los importantes destinos públicos de la República.
No obstante, en búsqueda del poder político, ¿quién conjuró contra él, para asesinarlo? Unos cuantos conciudadanos suyos, entre ellos, su hijo adoptivo, Bruto. “¿Tú también, hijo mío?”, fue la postrera frase del genio militar y político.
Segundo. En orden cronológico, vino después, una cuarentena de años adelante, la ignominiosa muerte en cruz de Jesucristo; su pasión y muerte la narra el evangelio de San Lucas, capítulo 22:14-23,56. Aquí el traidor y determinador del iter criminis fue su discípulo, Judas Iscariote, quien por una bolsa de treinta monedas de plata, entregó a su Maestro, asentándole un beso felón en la mejilla. Ambicioso Judas, prefirió, no al bondadoso Jesús, sino el amor mundano de la riqueza egoísta.
Tercero. Lo traigo aquí en la relectura del viejo libro, Historia de la Provincia de Santa Marta, de Ernesto Restrepo Tirado, que amablemente me ha prestado nuestro acucioso historiador y mi pariente Alfredo de Jesús Mestre Orozco.
Narra, sobre la conquista, la colonia y la independencia de dicha provincia; en el capítulo II, las relevantes calidades humanas y cristianas del primer gobernador de aquél territorio, del que el Valle de Upar fue parte, don Rodrigo de Bastidas. Entre otras excelencias personales, Bastidas se había distinguido por sus nobles miramientos hacia los indígenas, lo que no había sido del agrado de quienes conspiraron contra su vida para asesinarlo; entre los conjurados se encontraba Juan de Villafuerte, a quien el gobernador había sacado de la pobreza y del anonimato, hecho su teniente y hacía llamar como hijo suyo. Pero éste amante acérrimo de la plata y el oro, sucumbió ante ésos amores mundanos y acometió contra su protector heridas mortales que finalmente lo llevaron a la muerte.
Siempre hemos querido resistirnos a la comprensión de los traidores, que como en los eventos narrados, las víctimas eran personas de excepcionales virtudes humanas, y, sin embargo, pudo más la codicia y la ambición que el respeto a la vida ajena.
En estos casos se trataba de vidas singularmente apreciables y apreciadas, en sus características particulares; pero hay otros traidores y otras traiciones, de otros tipos y motivos; de todos modos, todos los traidores y sus traiciones son fatales, y afean la vida.
NOTA: si visitas a Pueblo Bello notarás que allí tu mente piensa mejor.
Aquí voy a referirme a tres casos sonoramente históricos, pero hay innúmeros más, que han oscurecido la existencia humana. A fin de recordar, una vez más, cómo antes y ahora, en todos los tiempos y espacios, el hombre puede perderse y causar daño a otros, por el amor apasionado y desenfrenado, que busca la posesión […]
Aquí voy a referirme a tres casos sonoramente históricos, pero hay innúmeros más, que han oscurecido la existencia humana.
A fin de recordar, una vez más, cómo antes y ahora, en todos los tiempos y espacios, el hombre puede perderse y causar daño a otros, por el amor apasionado y desenfrenado, que busca la posesión y apropiación de amores mundanos, sobre todo, el poder político y económico, con finalidades egocéntricas.
Primero. El asesinato de Cayo Julio César en las postrimerías de la República Romana. Sucedido nada menos que en las amplias escalinatas del recinto de su Senado, donde resonaba la poderosa voz de Cicerón para defenderla. Orgullosa Roma de su Senado y de su Pueblo, formuló el acrónico: S. P.Q.R (Sénatus Popolusque Romanus), que encarnaba la soberanía del senado y del pueblo.
Julio Cesar había entregado a Roma las glorias de los ocho años de la Guerra de Las Galias; en la guerra civil, que las sucedió, había vencido al igualmente grande general Pompeyo; había ascendido todo el escalafón de los importantes destinos públicos de la República.
No obstante, en búsqueda del poder político, ¿quién conjuró contra él, para asesinarlo? Unos cuantos conciudadanos suyos, entre ellos, su hijo adoptivo, Bruto. “¿Tú también, hijo mío?”, fue la postrera frase del genio militar y político.
Segundo. En orden cronológico, vino después, una cuarentena de años adelante, la ignominiosa muerte en cruz de Jesucristo; su pasión y muerte la narra el evangelio de San Lucas, capítulo 22:14-23,56. Aquí el traidor y determinador del iter criminis fue su discípulo, Judas Iscariote, quien por una bolsa de treinta monedas de plata, entregó a su Maestro, asentándole un beso felón en la mejilla. Ambicioso Judas, prefirió, no al bondadoso Jesús, sino el amor mundano de la riqueza egoísta.
Tercero. Lo traigo aquí en la relectura del viejo libro, Historia de la Provincia de Santa Marta, de Ernesto Restrepo Tirado, que amablemente me ha prestado nuestro acucioso historiador y mi pariente Alfredo de Jesús Mestre Orozco.
Narra, sobre la conquista, la colonia y la independencia de dicha provincia; en el capítulo II, las relevantes calidades humanas y cristianas del primer gobernador de aquél territorio, del que el Valle de Upar fue parte, don Rodrigo de Bastidas. Entre otras excelencias personales, Bastidas se había distinguido por sus nobles miramientos hacia los indígenas, lo que no había sido del agrado de quienes conspiraron contra su vida para asesinarlo; entre los conjurados se encontraba Juan de Villafuerte, a quien el gobernador había sacado de la pobreza y del anonimato, hecho su teniente y hacía llamar como hijo suyo. Pero éste amante acérrimo de la plata y el oro, sucumbió ante ésos amores mundanos y acometió contra su protector heridas mortales que finalmente lo llevaron a la muerte.
Siempre hemos querido resistirnos a la comprensión de los traidores, que como en los eventos narrados, las víctimas eran personas de excepcionales virtudes humanas, y, sin embargo, pudo más la codicia y la ambición que el respeto a la vida ajena.
En estos casos se trataba de vidas singularmente apreciables y apreciadas, en sus características particulares; pero hay otros traidores y otras traiciones, de otros tipos y motivos; de todos modos, todos los traidores y sus traiciones son fatales, y afean la vida.
NOTA: si visitas a Pueblo Bello notarás que allí tu mente piensa mejor.