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Columnista - 1 abril, 2016

Aquella Villanueva

Era un niño cuando tuve la dicha de presenciar las piruetas del capitán Roberto Isaza, que en su avioneta pasaba rasante al copito de los cocos, espantando al jarocho pájaro Vito vi. Luego se remontaba hasta las nubes y apagaba los motores dejando caer el aparato en peligrosas volteretas, y ya al límite de la […]

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Era un niño cuando tuve la dicha de presenciar las piruetas del capitán Roberto Isaza, que en su avioneta pasaba rasante al copito de los cocos, espantando al jarocho pájaro Vito vi. Luego se remontaba hasta las nubes y apagaba los motores dejando caer el aparato en peligrosas volteretas, y ya al límite de la angustia salvadoramente encendía el motor y arrancaba de nuevo. De ipso facto en un ¡Ay! Quedaba con las llantas para arriba, eran de película aquellas audaces filigranas del capitán Isaza, mientras en el pickup de la cantina ‘El Carajazo’ sonaba ‘La paloma volantona’ del maestro Calixto Ochoa y mi vecino prendía su camión ladrillero con una manigueta que le introducía por la parte de adelante.

A mediados de los años sesenta, Villanueva se extendía sobre un hermoso pedregal al lado izquierdo del corazón del Valle, era la despensa agrícola del sur de La Guajira, rememoro las hileras de las mulas bajando de la sierra negra, los sábados cargadas de naranjas, arracachas, cebollín, plátanos, dominicos, malangas, aguacates, repollo, etc. El rio Villanueva serpenteaba cristalino en su costado sur y cuando crecía bramaba cual toro bravo haciendo crujir los peñascos que agredían las raíces del piñón y al gigante caracolí impávido ante la embestida de aquella serpiente marrón “con fuerte olor a palo podrido y fango serrano”, mezclado con el perfume rivereño de La Guamacha madura. Ese rio fue el primer poeta cantor amigo mío.

Era estampa costumbrista, era un muchacho madrugador cruzando casi todo el pueblo montado en una mula con dos calambucos de leche. Mi madre Ana Antonia Ospino nos deleitaba el paladar con un exquisito jugo de guanábana batido con remillón y hielo picado, que yo compraba donde un paisano que tenía los bloques tapados con broza de cascara de arroz y con un punzón partía los trozo que colocados en la olla los cubría echándole unos puñados de brozas para que a mi regreso no perdiera la fidelidad de su costo.

Las puertas no tenían cerraduras, se trancaban por dentro. El mobiliario consistía en un tinajero con dos tinajas, una mesa de tabla torneada y cuatro taburetes, una ponchera con su base de madera llamada “agua manil”. Aun veo a mi papá tocando por las tardes su acordeón y me veo llevando las trozas de Macurutú a donde Moya, para ganarme un trompo. El carpintero era ecuatoriano y nunca más se fue.

El tiempo voló y llegó el progreso, amé profundamente aquella Villanueva. Pero de ese tiempo solo anhelo a mi amigo el rio. Corresponde a nuestros alcaldes forestar y reforestar los nacederos surtidores de los ríos, si mueren también se acaba la vida.

Columnista
1 abril, 2016

Aquella Villanueva

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rosendo Romero Ospino

Era un niño cuando tuve la dicha de presenciar las piruetas del capitán Roberto Isaza, que en su avioneta pasaba rasante al copito de los cocos, espantando al jarocho pájaro Vito vi. Luego se remontaba hasta las nubes y apagaba los motores dejando caer el aparato en peligrosas volteretas, y ya al límite de la […]


Era un niño cuando tuve la dicha de presenciar las piruetas del capitán Roberto Isaza, que en su avioneta pasaba rasante al copito de los cocos, espantando al jarocho pájaro Vito vi. Luego se remontaba hasta las nubes y apagaba los motores dejando caer el aparato en peligrosas volteretas, y ya al límite de la angustia salvadoramente encendía el motor y arrancaba de nuevo. De ipso facto en un ¡Ay! Quedaba con las llantas para arriba, eran de película aquellas audaces filigranas del capitán Isaza, mientras en el pickup de la cantina ‘El Carajazo’ sonaba ‘La paloma volantona’ del maestro Calixto Ochoa y mi vecino prendía su camión ladrillero con una manigueta que le introducía por la parte de adelante.

A mediados de los años sesenta, Villanueva se extendía sobre un hermoso pedregal al lado izquierdo del corazón del Valle, era la despensa agrícola del sur de La Guajira, rememoro las hileras de las mulas bajando de la sierra negra, los sábados cargadas de naranjas, arracachas, cebollín, plátanos, dominicos, malangas, aguacates, repollo, etc. El rio Villanueva serpenteaba cristalino en su costado sur y cuando crecía bramaba cual toro bravo haciendo crujir los peñascos que agredían las raíces del piñón y al gigante caracolí impávido ante la embestida de aquella serpiente marrón “con fuerte olor a palo podrido y fango serrano”, mezclado con el perfume rivereño de La Guamacha madura. Ese rio fue el primer poeta cantor amigo mío.

Era estampa costumbrista, era un muchacho madrugador cruzando casi todo el pueblo montado en una mula con dos calambucos de leche. Mi madre Ana Antonia Ospino nos deleitaba el paladar con un exquisito jugo de guanábana batido con remillón y hielo picado, que yo compraba donde un paisano que tenía los bloques tapados con broza de cascara de arroz y con un punzón partía los trozo que colocados en la olla los cubría echándole unos puñados de brozas para que a mi regreso no perdiera la fidelidad de su costo.

Las puertas no tenían cerraduras, se trancaban por dentro. El mobiliario consistía en un tinajero con dos tinajas, una mesa de tabla torneada y cuatro taburetes, una ponchera con su base de madera llamada “agua manil”. Aun veo a mi papá tocando por las tardes su acordeón y me veo llevando las trozas de Macurutú a donde Moya, para ganarme un trompo. El carpintero era ecuatoriano y nunca más se fue.

El tiempo voló y llegó el progreso, amé profundamente aquella Villanueva. Pero de ese tiempo solo anhelo a mi amigo el rio. Corresponde a nuestros alcaldes forestar y reforestar los nacederos surtidores de los ríos, si mueren también se acaba la vida.