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General - 28 febrero, 2016

De cualquier matojo salta un conejo

El columnista de la página web Semana.com, Yesid Arteta Dávila, publicó este artículo sobre la presencia de los jefes guerrilleros de las Farc en el corregimiento de Conejo, municipio de Fonseca, sur de La Guajira. En este análisis relata el incidente ocurrido con el jefe de Redacción de EL PILÓN, Guzmán Quintero, asesinado en 1999, cuando registró la muerte de dos mujeres que se transportaban en un vehículo de Conejo a Fonseca, y de la actual coyuntura, en la que destaca nuestro editorial del viernes 19 de febrero ‘De cualquier matojo sale un conejo’.

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Sawachi es una perra guajira de piel azabache y hocico blanco a la que le quedan pocos días de vida. Cuando era joven y tenía alientos para guerrear se buscaba la vida en los machacaderos de carne y la basura. El 10 de mayo de 1999, Sawachi merodeaba por los lados del corregimiento de Conejo en Fonseca (La Guajira) y vio como unos soldados del Grupo Mecanizado Rondón dispararon sus armas contra un automotor ocupado por doce lugareños, de los cuales ocho eran menores de edad. Dos mujeres murieron al instante y varios menores resultaron heridos, entre ellos un bebé de dieciocho meses.

El periodista Guzmán Quintero Torres, jefe de redacción del periódico El Pilón de Valledupar, documentó lo sucedido en el corregimiento de Conejo y puso en negro sobre blanco el siguiente titular: “Ejército asesinó a dos mujeres”. El periodista contaba que los militares al darse cuenta del error trataron de colocar algunas armas en el escenario del crimen a fin de presentar a las víctimas como guerrilleras. El 16 de septiembre del mismo año, Quintero Torres fue asesinado a balazos por dos sicarios mientras tomaba una cerveza en la taberna del hotel ‘Los Cardones’ de Valledupar. Las autoridades colombianas hicieron «conejo» con el caso de Guzmán Quintero Torres porque hasta el día de hoy no hay resultados creíbles sobre los autores intelectuales de su muerte.

El nombre del corregimiento de Conejo volvió de nuevo a las páginas de prensa -no como tragedia sino como comedia- por cuenta de unos pintorescos guerrilleros que aparecieron en el remoto pueblo como caídos, literalmente, del cielo. «Las FARC saltaron de manera macondiana a la palestra pública», destaca el editorial de El Pilón de Valledupar. El pueblo parecía estar como en una especie de parranda, cuentan los reporteros locales, porque no faltaron los discursos, los vallenatos, los tragos y las fotos. Son cosas que no entienden en Bogotá y menos los políticos profesionales que no tienen la menor idea de cómo es el mundo real.

Las armas en la Guajira no son noticia. Muchas de las encumbradas familias políticas de La Guajira y Cesar que han sostenido y sostienen con sus votos a los gobernantes de Bogotá, crecieron con una Browning nueve milímetros en la pretina mientras contrabandeaban, marimbeaban, traqueteaban y ajustaban cuentas entre ellas. Hasta ahora se dieron cuenta en Bogotá que en la Provincia la política siempre se ha hecho con las armas a la vista o escondidas bajo el poncho.

Se podría, incluso, hacer un paralelo cínico sobre el proselitismo armado en Colombia. Desde el jefe del Estado hasta el más humilde político colombiano lleva consigo a una o más personas que portan armas «legítimas», «ilegítimas» o una combinación de las dos. Las dos mujeres asesinadas en Conejo en 1999, por ejemplo, lo fueron con armas «legítimas». Cuando hay la intención de matar no importa si el arma es o no «legítima». Todo indica que las Farc no iban con la intención de matar en Conejo sino por el contrario explicarle a sus hombres y a los lugareños las razones por las que han dejado de matar y las razones que tienen para dejar las armas. Todo lo demás es charlatanería de políticos de carrera que de cada solución hacen un problema, como dicen que dijo Woody Allen.

Me detengo entonces en el tema de «la pedagogía de paz» porque de allí se originó la comedia. El gobierno y las Farc se han comprometido a explicar los alcances de los acuerdos. Hasta aquí, todo bien. El problema surge de la forma como las partes hacen la pedagogía. Todo indica que para el gobierno la pedagogía no es más que una campaña de mercadeo con la que se busca que la mayoría de colombianos diga SÍ a la paz en un eventual plebiscito. Las Farc, en cambio, parecieran estar más interesadas en el contenido y los alcances de los acuerdos en los territorios.

El otro asunto de la pedagogía tiene que ver con la lógica que cada una de las partes tiene sobre la negociación. Me refiero a la dicotomía entre vencidos y vencedores. El gobierno no lo dice, pero actúa en el proceso de paz como si estuviera tratando con una guerrilla vencida en el teatro de guerra. Las Farc, por su parte, consideran que no han sido derrotadas en el terreno y negocian con el gobierno desde esa valoración. Un analista externo que no tenga velas en ese entierro sabe perfectamente que, si bien es cierto existe en el teatro de guerra una asimetría en la correlación de fuerzas en favor del gobierno, esta situación no aplica para la mesa de negociaciones.

Donde está fallando la pedagogía de paz no es los caseríos como Conejo, donde la gente no es tonta y expresa su regocijo porque perciben el final de una guerra que han sufrido en sus carnes. Donde hace falta pedagogía de paz es en las altas esferas del poder, en los directorios políticos y en los platós de radio y televisión privada atornillados en Bogotá que sólo hasta el pasado miércoles se enteraron que había un pueblo llamado Conejo que gusta del acordeón, la caja y la guacharaca. Estaría bien que un grupo de habitantes de Conejo viaje hasta Bogotá y les expliquen a los señores del poder lo que significa para ellos un acuerdo de paz en las regiones.

El pintoresco acontecimiento ocurrido en Conejo es apenas un pequeño ensayo de cómo podrían ser las cosas a gran escala durante el cese al fuego bilateral y la verificación del mismo, amén de la implementación de los acuerdos que se anuncian. Por ahora las cosas salieron bien. Los guerrilleros se echaron sus discursos, repartieron propaganda de paz, comieron, se tomaron unas fotos con la gente y volvieron a sus cambuches. Los militares que estaban por allí cerca con sus tanques bebiendo gaseosas se tomaron las cosas con calma y cumplieron con su palabra. La gente vio, oyó, comió y bailó. No hubo un solo muerto. Los únicos que pusieron el grito en el cielo fueron los charlatanes de Bogotá.

El gobierno de Santos no debería asustarse con su propio ruido. Aún quedan muchas minas por estallar antes y después de la firma del acuerdo de paz. «De cualquier matojo salta un conejo», recuerda la buena prensa de provincia.

Por Yezid Arteta Dávila*

@Yezid_Ar_D

 

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28 febrero, 2016

De cualquier matojo salta un conejo

El columnista de la página web Semana.com, Yesid Arteta Dávila, publicó este artículo sobre la presencia de los jefes guerrilleros de las Farc en el corregimiento de Conejo, municipio de Fonseca, sur de La Guajira. En este análisis relata el incidente ocurrido con el jefe de Redacción de EL PILÓN, Guzmán Quintero, asesinado en 1999, cuando registró la muerte de dos mujeres que se transportaban en un vehículo de Conejo a Fonseca, y de la actual coyuntura, en la que destaca nuestro editorial del viernes 19 de febrero ‘De cualquier matojo sale un conejo’.


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Sawachi es una perra guajira de piel azabache y hocico blanco a la que le quedan pocos días de vida. Cuando era joven y tenía alientos para guerrear se buscaba la vida en los machacaderos de carne y la basura. El 10 de mayo de 1999, Sawachi merodeaba por los lados del corregimiento de Conejo en Fonseca (La Guajira) y vio como unos soldados del Grupo Mecanizado Rondón dispararon sus armas contra un automotor ocupado por doce lugareños, de los cuales ocho eran menores de edad. Dos mujeres murieron al instante y varios menores resultaron heridos, entre ellos un bebé de dieciocho meses.

El periodista Guzmán Quintero Torres, jefe de redacción del periódico El Pilón de Valledupar, documentó lo sucedido en el corregimiento de Conejo y puso en negro sobre blanco el siguiente titular: “Ejército asesinó a dos mujeres”. El periodista contaba que los militares al darse cuenta del error trataron de colocar algunas armas en el escenario del crimen a fin de presentar a las víctimas como guerrilleras. El 16 de septiembre del mismo año, Quintero Torres fue asesinado a balazos por dos sicarios mientras tomaba una cerveza en la taberna del hotel ‘Los Cardones’ de Valledupar. Las autoridades colombianas hicieron «conejo» con el caso de Guzmán Quintero Torres porque hasta el día de hoy no hay resultados creíbles sobre los autores intelectuales de su muerte.

El nombre del corregimiento de Conejo volvió de nuevo a las páginas de prensa -no como tragedia sino como comedia- por cuenta de unos pintorescos guerrilleros que aparecieron en el remoto pueblo como caídos, literalmente, del cielo. «Las FARC saltaron de manera macondiana a la palestra pública», destaca el editorial de El Pilón de Valledupar. El pueblo parecía estar como en una especie de parranda, cuentan los reporteros locales, porque no faltaron los discursos, los vallenatos, los tragos y las fotos. Son cosas que no entienden en Bogotá y menos los políticos profesionales que no tienen la menor idea de cómo es el mundo real.

Las armas en la Guajira no son noticia. Muchas de las encumbradas familias políticas de La Guajira y Cesar que han sostenido y sostienen con sus votos a los gobernantes de Bogotá, crecieron con una Browning nueve milímetros en la pretina mientras contrabandeaban, marimbeaban, traqueteaban y ajustaban cuentas entre ellas. Hasta ahora se dieron cuenta en Bogotá que en la Provincia la política siempre se ha hecho con las armas a la vista o escondidas bajo el poncho.

Se podría, incluso, hacer un paralelo cínico sobre el proselitismo armado en Colombia. Desde el jefe del Estado hasta el más humilde político colombiano lleva consigo a una o más personas que portan armas «legítimas», «ilegítimas» o una combinación de las dos. Las dos mujeres asesinadas en Conejo en 1999, por ejemplo, lo fueron con armas «legítimas». Cuando hay la intención de matar no importa si el arma es o no «legítima». Todo indica que las Farc no iban con la intención de matar en Conejo sino por el contrario explicarle a sus hombres y a los lugareños las razones por las que han dejado de matar y las razones que tienen para dejar las armas. Todo lo demás es charlatanería de políticos de carrera que de cada solución hacen un problema, como dicen que dijo Woody Allen.

Me detengo entonces en el tema de «la pedagogía de paz» porque de allí se originó la comedia. El gobierno y las Farc se han comprometido a explicar los alcances de los acuerdos. Hasta aquí, todo bien. El problema surge de la forma como las partes hacen la pedagogía. Todo indica que para el gobierno la pedagogía no es más que una campaña de mercadeo con la que se busca que la mayoría de colombianos diga SÍ a la paz en un eventual plebiscito. Las Farc, en cambio, parecieran estar más interesadas en el contenido y los alcances de los acuerdos en los territorios.

El otro asunto de la pedagogía tiene que ver con la lógica que cada una de las partes tiene sobre la negociación. Me refiero a la dicotomía entre vencidos y vencedores. El gobierno no lo dice, pero actúa en el proceso de paz como si estuviera tratando con una guerrilla vencida en el teatro de guerra. Las Farc, por su parte, consideran que no han sido derrotadas en el terreno y negocian con el gobierno desde esa valoración. Un analista externo que no tenga velas en ese entierro sabe perfectamente que, si bien es cierto existe en el teatro de guerra una asimetría en la correlación de fuerzas en favor del gobierno, esta situación no aplica para la mesa de negociaciones.

Donde está fallando la pedagogía de paz no es los caseríos como Conejo, donde la gente no es tonta y expresa su regocijo porque perciben el final de una guerra que han sufrido en sus carnes. Donde hace falta pedagogía de paz es en las altas esferas del poder, en los directorios políticos y en los platós de radio y televisión privada atornillados en Bogotá que sólo hasta el pasado miércoles se enteraron que había un pueblo llamado Conejo que gusta del acordeón, la caja y la guacharaca. Estaría bien que un grupo de habitantes de Conejo viaje hasta Bogotá y les expliquen a los señores del poder lo que significa para ellos un acuerdo de paz en las regiones.

El pintoresco acontecimiento ocurrido en Conejo es apenas un pequeño ensayo de cómo podrían ser las cosas a gran escala durante el cese al fuego bilateral y la verificación del mismo, amén de la implementación de los acuerdos que se anuncian. Por ahora las cosas salieron bien. Los guerrilleros se echaron sus discursos, repartieron propaganda de paz, comieron, se tomaron unas fotos con la gente y volvieron a sus cambuches. Los militares que estaban por allí cerca con sus tanques bebiendo gaseosas se tomaron las cosas con calma y cumplieron con su palabra. La gente vio, oyó, comió y bailó. No hubo un solo muerto. Los únicos que pusieron el grito en el cielo fueron los charlatanes de Bogotá.

El gobierno de Santos no debería asustarse con su propio ruido. Aún quedan muchas minas por estallar antes y después de la firma del acuerdo de paz. «De cualquier matojo salta un conejo», recuerda la buena prensa de provincia.

Por Yezid Arteta Dávila*

@Yezid_Ar_D