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Columnista - 23 febrero, 2016

¿Qué es el pecado?

En una animada charla con un buen amigo agnóstico surgió el tema del pecado. “Yo nunca seré creyente, sentenció mi amigo, y una de las razones es ese concepto absurdo de la ofensa a la divinidad, que hace pesadas las conciencias y que tanto daño ha causado al mundo. Las religiones se han dado a […]

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En una animada charla con un buen amigo agnóstico surgió el tema del pecado. “Yo nunca seré creyente, sentenció mi amigo, y una de las razones es ese concepto absurdo de la ofensa a la divinidad, que hace pesadas las conciencias y que tanto daño ha causado al mundo. Las religiones se han dado a la tarea de incluir en la lista negra desde situaciones tan triviales como beber café o comer carnes rojas en determinados días del año, hasta los actos más viles dignos ciertamente de repudio y de castigo. La cuestión es que tanto unos como otros son tipificados como pecados. No entiendo realmente, además, cómo quienes defienden la impasibilidad de su dios afirman al mismo tiempo que éste es ofendido y herido por las humanas acciones. ¿En qué podría afectarle a Dios, en la eventualidad de existir, que yo haga o deje de hacer algo? ¿Acaso no es impasible? ¿Y si no es impasible, podría entonces ser Dios?”

Su argumento no puede tomarse a la ligera. La actitud racional no puede simplemente condenarlo al fuego eterno por no creer o por poner en tela de juicio verdades religiosas de las que “no se puede dudar”. Es más, al cabo de un minucioso examen de sus palabras es preciso admitir que tiene razón. El pecado es un concepto religioso y ha sido usado y abusado a lo largo de la historia por todas y cada una de las confesiones religiosas. No hay forma sutil de decir esto: un gran pecado de las religiones ha sido la manipulación a conveniencia del concepto de pecado. Sin embargo, aun admitiéndolo, era preciso dar un giro a nuestra conversación, so pena de convertir en estéril y carente de sentido el diálogo de dos amigos.

Más allá del pecado están los conceptos de bien, mal y conciencia, que no son exclusivos de personas religiosas sino inherentes a la misma humanidad. Es innegable: el ser humano es sujeto de actos buenos y malos y hay una facultad de su razón que le hace conocer y sentir la diferencia. La conciencia, en efecto, es un juicio de la razón por el que aplicamos nuestro conocimiento moral a los actos particulares; nos acompaña a lo largo de todo nuestro obrar propiamente humano. Ordinariamente actúa antes de que obremos (conciencia “antecedente”) mostrándonos la bondad o malicia de los actos que se nos presentan como posibles de realizar (planes, proyectos, tentaciones, deseos). Luego sigue actuando mientras obramos (conciencia “concomitante”); aquí actúa como testigo de nuestro buen o mal proceder. Finalmente la conciencia sigue actuando después de realizados los actos (conciencia “consiguiente”) tranquilizándonos y aprobándonos si hemos obrado bien; reprendiéndonos si hemos actuado mal. Hay que decir aquí que la conciencia se forma a través de la educación recibida y los ejemplos observados, y se modifica por la repetición de actos buenos (que crean virtudes) y actos malos (que dan origen a los vicios). Queda aún una pregunta profunda, pero cuya respuesta está al alcance de todos: ¿Qué es el mal?

Una persona no tiene que ser religiosa para ser buena. No todos los buenos son religiosos ni todos los religiosos son buenos. Tanto para quien cree como para quien no, una de las líneas rectoras de la vida debería ser “evitar el mal y procurar el bien”. ¿Qué es, pues, el pecado? Es la perpetración del mal, no otra cosa, y hay muchas cosas que no son malas aunque sean llamadas pecado. Ya en el siglo IV, San Basilio Magno afirmó: “En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien”. En otra ocasión hablaremos sobre la forma en la que nuestras acciones afectan al Dios impasible.

Columnista
23 febrero, 2016

¿Qué es el pecado?

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

En una animada charla con un buen amigo agnóstico surgió el tema del pecado. “Yo nunca seré creyente, sentenció mi amigo, y una de las razones es ese concepto absurdo de la ofensa a la divinidad, que hace pesadas las conciencias y que tanto daño ha causado al mundo. Las religiones se han dado a […]


En una animada charla con un buen amigo agnóstico surgió el tema del pecado. “Yo nunca seré creyente, sentenció mi amigo, y una de las razones es ese concepto absurdo de la ofensa a la divinidad, que hace pesadas las conciencias y que tanto daño ha causado al mundo. Las religiones se han dado a la tarea de incluir en la lista negra desde situaciones tan triviales como beber café o comer carnes rojas en determinados días del año, hasta los actos más viles dignos ciertamente de repudio y de castigo. La cuestión es que tanto unos como otros son tipificados como pecados. No entiendo realmente, además, cómo quienes defienden la impasibilidad de su dios afirman al mismo tiempo que éste es ofendido y herido por las humanas acciones. ¿En qué podría afectarle a Dios, en la eventualidad de existir, que yo haga o deje de hacer algo? ¿Acaso no es impasible? ¿Y si no es impasible, podría entonces ser Dios?”

Su argumento no puede tomarse a la ligera. La actitud racional no puede simplemente condenarlo al fuego eterno por no creer o por poner en tela de juicio verdades religiosas de las que “no se puede dudar”. Es más, al cabo de un minucioso examen de sus palabras es preciso admitir que tiene razón. El pecado es un concepto religioso y ha sido usado y abusado a lo largo de la historia por todas y cada una de las confesiones religiosas. No hay forma sutil de decir esto: un gran pecado de las religiones ha sido la manipulación a conveniencia del concepto de pecado. Sin embargo, aun admitiéndolo, era preciso dar un giro a nuestra conversación, so pena de convertir en estéril y carente de sentido el diálogo de dos amigos.

Más allá del pecado están los conceptos de bien, mal y conciencia, que no son exclusivos de personas religiosas sino inherentes a la misma humanidad. Es innegable: el ser humano es sujeto de actos buenos y malos y hay una facultad de su razón que le hace conocer y sentir la diferencia. La conciencia, en efecto, es un juicio de la razón por el que aplicamos nuestro conocimiento moral a los actos particulares; nos acompaña a lo largo de todo nuestro obrar propiamente humano. Ordinariamente actúa antes de que obremos (conciencia “antecedente”) mostrándonos la bondad o malicia de los actos que se nos presentan como posibles de realizar (planes, proyectos, tentaciones, deseos). Luego sigue actuando mientras obramos (conciencia “concomitante”); aquí actúa como testigo de nuestro buen o mal proceder. Finalmente la conciencia sigue actuando después de realizados los actos (conciencia “consiguiente”) tranquilizándonos y aprobándonos si hemos obrado bien; reprendiéndonos si hemos actuado mal. Hay que decir aquí que la conciencia se forma a través de la educación recibida y los ejemplos observados, y se modifica por la repetición de actos buenos (que crean virtudes) y actos malos (que dan origen a los vicios). Queda aún una pregunta profunda, pero cuya respuesta está al alcance de todos: ¿Qué es el mal?

Una persona no tiene que ser religiosa para ser buena. No todos los buenos son religiosos ni todos los religiosos son buenos. Tanto para quien cree como para quien no, una de las líneas rectoras de la vida debería ser “evitar el mal y procurar el bien”. ¿Qué es, pues, el pecado? Es la perpetración del mal, no otra cosa, y hay muchas cosas que no son malas aunque sean llamadas pecado. Ya en el siglo IV, San Basilio Magno afirmó: “En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien”. En otra ocasión hablaremos sobre la forma en la que nuestras acciones afectan al Dios impasible.