La política en Colombia se define con el “síndrome de la desmemoria”. La mayoría de los candidatos que quieren continuar con su mandato van a las comunidades, repiten el discurso de las elecciones anteriores y algunos creen reinventarse el eslogan: ‘votemos por el cambio’. Los más incautos se olvidan de las promesas de siempre y vuelven a votar. La gente habla […]
La política en Colombia se define con el “síndrome de la desmemoria”. La mayoría de los candidatos que quieren continuar con su mandato van a las comunidades, repiten el discurso de las elecciones anteriores y algunos creen reinventarse el eslogan: ‘votemos por el cambio’. Los más incautos se olvidan de las promesas de siempre y vuelven a votar.
La gente habla de la ineficiencia y la escasez de honestidad en los políticos mientras están en las funciones de sus cargos, pero en las campañas la amnesia colectiva se apodera de los electores y vuelven a elegir casi a los mismos. Es cierto, hay excepciones. Existen algunos políticos honestos, estudiosos de las normas, gestores en la búsqueda de soluciones, y no comulgan con el vacío mental de que el silencio es más elocuente que la palabra.
También hay ciudadanos que saben ejercer el derecho a pensar y expresar públicamente sus opiniones, para desenmascarar a ciertos candidatos que han ocupado, con dudoso desempeño, altos cargos en administraciones anteriores y ahora quieren posar de redentores.
La sugerencia, es vencer el síndrome de la desmemoria y ejercer de manera independiente y autónoma la libertad de votar. El deber del elector honrado es elegir a los más honestos y capaces. La honestidad es un sagrado valor que hay que cultivar con honor. Se aprende a ser honrado desde el vientre de la madre. La ciencia médica ha demostrado que el feto alrededor del cuarto mes es capaz de oír los sonidos, la voz de sus padres, especialmente la de la mamá, que escucha con mayor frecuencia. Las experiencias y sensaciones que vive el bebé dentro del útero van a ser esenciales en la formación de su personalidad.
La escuela debe ser escenario para afianzar una cultura de honestidad. La honestidad como la ética, se aprenden con la praxis personal y social. Si los padres son honestos, los hijos aprenden a ser honestos. Si los profesores son honestos, sus estudiantes aprenden a ser honestos. Si los gobernantes y legisladores son honestos, sus subalternos actuarán con honestidad.
La honestidad exige coherencia entre la palabra y la acción. La persona honesta transita en línea recta, de frente a la luz, no bifurca el camino para zanjar las trampas. La práctica de la honestidad potencia una vida sana, recatada, espiritual y social; los que practican acciones deshonestas que atenten contra los bienes públicos o privados y ponen en riesgo la vida y el bienestar de otras personas, merecen ser sancionados con la firmeza de las leyes.
Colofón: La apología a los antivalores enferma la sociedad. Una noticia que tipifica bien esa dicotomía entre la palabra y la acción, que niega la coherencia de una conducta honesta, ha sido recientemente muy comentada por la prensa mundial: “En Roma, la diócesis del Papa Francisco, que excomulgó a la mafia el año pasado, está cayendo en un velo nada piadoso de escándalo debido al funeral religioso al estilo ‘El Padrino’ a un reconocido mafioso.
La prensa italiana cuestionó que en la misma parroquia se le negó el funeral hace algunos años a un hombre que pidió la eutanasia después de una larga enfermedad degenerativa y dolorosa…”
La política en Colombia se define con el “síndrome de la desmemoria”. La mayoría de los candidatos que quieren continuar con su mandato van a las comunidades, repiten el discurso de las elecciones anteriores y algunos creen reinventarse el eslogan: ‘votemos por el cambio’. Los más incautos se olvidan de las promesas de siempre y vuelven a votar. La gente habla […]
La política en Colombia se define con el “síndrome de la desmemoria”. La mayoría de los candidatos que quieren continuar con su mandato van a las comunidades, repiten el discurso de las elecciones anteriores y algunos creen reinventarse el eslogan: ‘votemos por el cambio’. Los más incautos se olvidan de las promesas de siempre y vuelven a votar.
La gente habla de la ineficiencia y la escasez de honestidad en los políticos mientras están en las funciones de sus cargos, pero en las campañas la amnesia colectiva se apodera de los electores y vuelven a elegir casi a los mismos. Es cierto, hay excepciones. Existen algunos políticos honestos, estudiosos de las normas, gestores en la búsqueda de soluciones, y no comulgan con el vacío mental de que el silencio es más elocuente que la palabra.
También hay ciudadanos que saben ejercer el derecho a pensar y expresar públicamente sus opiniones, para desenmascarar a ciertos candidatos que han ocupado, con dudoso desempeño, altos cargos en administraciones anteriores y ahora quieren posar de redentores.
La sugerencia, es vencer el síndrome de la desmemoria y ejercer de manera independiente y autónoma la libertad de votar. El deber del elector honrado es elegir a los más honestos y capaces. La honestidad es un sagrado valor que hay que cultivar con honor. Se aprende a ser honrado desde el vientre de la madre. La ciencia médica ha demostrado que el feto alrededor del cuarto mes es capaz de oír los sonidos, la voz de sus padres, especialmente la de la mamá, que escucha con mayor frecuencia. Las experiencias y sensaciones que vive el bebé dentro del útero van a ser esenciales en la formación de su personalidad.
La escuela debe ser escenario para afianzar una cultura de honestidad. La honestidad como la ética, se aprenden con la praxis personal y social. Si los padres son honestos, los hijos aprenden a ser honestos. Si los profesores son honestos, sus estudiantes aprenden a ser honestos. Si los gobernantes y legisladores son honestos, sus subalternos actuarán con honestidad.
La honestidad exige coherencia entre la palabra y la acción. La persona honesta transita en línea recta, de frente a la luz, no bifurca el camino para zanjar las trampas. La práctica de la honestidad potencia una vida sana, recatada, espiritual y social; los que practican acciones deshonestas que atenten contra los bienes públicos o privados y ponen en riesgo la vida y el bienestar de otras personas, merecen ser sancionados con la firmeza de las leyes.
Colofón: La apología a los antivalores enferma la sociedad. Una noticia que tipifica bien esa dicotomía entre la palabra y la acción, que niega la coherencia de una conducta honesta, ha sido recientemente muy comentada por la prensa mundial: “En Roma, la diócesis del Papa Francisco, que excomulgó a la mafia el año pasado, está cayendo en un velo nada piadoso de escándalo debido al funeral religioso al estilo ‘El Padrino’ a un reconocido mafioso.
La prensa italiana cuestionó que en la misma parroquia se le negó el funeral hace algunos años a un hombre que pidió la eutanasia después de una larga enfermedad degenerativa y dolorosa…”