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Columnista - 6 julio, 2015

Memorial de agravios

Señor Alcalde, es bueno recordar que Valledupar nació de las entrañas de la paz. Esa paz que se logró con victorias emancipadoras y luego fue extraída de la mansedumbre de su gente con raíces en el campo e ideales políticos y religiosos. Era una paz que solo se arrodillaba ante el Ecce Homo y permitía […]

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Señor Alcalde, es bueno recordar que Valledupar nació de las entrañas de la paz. Esa paz que se logró con victorias emancipadoras y luego fue extraída de la mansedumbre de su gente con raíces en el campo e ideales políticos y religiosos.

Era una paz que solo se arrodillaba ante el Ecce Homo y permitía pescar y cazar por las noches. Una paz ignorante de estallido de bombas y atracos a cualquier hora y en cualquier sitio.

La paz de esta tierra fue arrullada por poemas que se volvieron cantos que contaban historias de enamorados que se fugaban o cruzaban el río Cesar crecío, y custodias que las robaban los rateros honrados. Era tan profunda la paz que la cárcel El Mamón solo tenía un guardián y portero que a veces carecía de presos por cuidar.

Pero la ciudad creció y la paz se quedó pequeñita, se asustó ante el desenfreno de una sociedad que olvidó sus raíces, dejó atrás el respeto y forjó como ideal el dinero aunque venga de manos manchadas, de truculencias y de crímenes. Y se supo de matanzas, de dolor, de noches sin posibilidades de salir con la serenidad que movía a cazadores y pescadores; las noches se convirtieron en un bullir de atracos, muertes, violaciones, todo eso y más en medio del sonido ensordecedor de las rumbas indiferentes y la velocidad suicida de jóvenes conductores.

Usted, señor Alcalde, y yo hemos vivido esa transformación: el principio, por la historia y por lo que contaron los abuelos; y el desastre, por el ahora.

Un ahora en el que tenemos que vivir blindados, las casas enrejadas; las compras con el dinero guardado en el corpiño como las domésticas de antes; las caminatas en busca de salud se volvieron estresantes por miedo a los asaltantes lastimosamente menores de edad. Hay miedo, señor Alcalde.

Ayer desperté con los timbres de los teléfonos, alarmantes: ¿Se murió, está en la clínica, fue grave, dónde la atracaron? Y yo sin saber qué pasaba, me pellizcaba para ver si estaba soñando, me palpaba para ver si estaba viva; y contestaba: ‘Yo estoy bien’. Después supe que una homónima fue atracada muy cerca de mi casa y recibió un disparo. Y ese día me pagaban mi pensión y no me atreví a ir al banco.

Se han desatado los nervios de señores y señoras, y los niños juegan no al sano ‘policías y ladrones’, sino al atracador o al secuestrador.

Usted no tiene la culpa de que la paz se haya escondido, señor Alcalde, ni yo tampoco; pero sí hemos podido hacer mucho porque esta ciudad que tanto crece, logre un poco de calma. Usted, es el jefe de la policía municipal, pídale que vigile más y si no le alcanza pida más refuerzos al gobierno central. Promueva la cátedra de la paz y tome medidas fuertes, coercitivas que acaben con tantos malandrines esquineros, ‘rufianes de barrios’.

¿Y yo? Hacer eco, en mis escritos, de las campañas que emprenda; además de orar, orar mucho, para que, según la antigua frase castellana, haya luz en la poterna y guardián en la heredad. Usted es el guardián, señor Alcalde.

Columnista
6 julio, 2015

Memorial de agravios

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Señor Alcalde, es bueno recordar que Valledupar nació de las entrañas de la paz. Esa paz que se logró con victorias emancipadoras y luego fue extraída de la mansedumbre de su gente con raíces en el campo e ideales políticos y religiosos. Era una paz que solo se arrodillaba ante el Ecce Homo y permitía […]


Señor Alcalde, es bueno recordar que Valledupar nació de las entrañas de la paz. Esa paz que se logró con victorias emancipadoras y luego fue extraída de la mansedumbre de su gente con raíces en el campo e ideales políticos y religiosos.

Era una paz que solo se arrodillaba ante el Ecce Homo y permitía pescar y cazar por las noches. Una paz ignorante de estallido de bombas y atracos a cualquier hora y en cualquier sitio.

La paz de esta tierra fue arrullada por poemas que se volvieron cantos que contaban historias de enamorados que se fugaban o cruzaban el río Cesar crecío, y custodias que las robaban los rateros honrados. Era tan profunda la paz que la cárcel El Mamón solo tenía un guardián y portero que a veces carecía de presos por cuidar.

Pero la ciudad creció y la paz se quedó pequeñita, se asustó ante el desenfreno de una sociedad que olvidó sus raíces, dejó atrás el respeto y forjó como ideal el dinero aunque venga de manos manchadas, de truculencias y de crímenes. Y se supo de matanzas, de dolor, de noches sin posibilidades de salir con la serenidad que movía a cazadores y pescadores; las noches se convirtieron en un bullir de atracos, muertes, violaciones, todo eso y más en medio del sonido ensordecedor de las rumbas indiferentes y la velocidad suicida de jóvenes conductores.

Usted, señor Alcalde, y yo hemos vivido esa transformación: el principio, por la historia y por lo que contaron los abuelos; y el desastre, por el ahora.

Un ahora en el que tenemos que vivir blindados, las casas enrejadas; las compras con el dinero guardado en el corpiño como las domésticas de antes; las caminatas en busca de salud se volvieron estresantes por miedo a los asaltantes lastimosamente menores de edad. Hay miedo, señor Alcalde.

Ayer desperté con los timbres de los teléfonos, alarmantes: ¿Se murió, está en la clínica, fue grave, dónde la atracaron? Y yo sin saber qué pasaba, me pellizcaba para ver si estaba soñando, me palpaba para ver si estaba viva; y contestaba: ‘Yo estoy bien’. Después supe que una homónima fue atracada muy cerca de mi casa y recibió un disparo. Y ese día me pagaban mi pensión y no me atreví a ir al banco.

Se han desatado los nervios de señores y señoras, y los niños juegan no al sano ‘policías y ladrones’, sino al atracador o al secuestrador.

Usted no tiene la culpa de que la paz se haya escondido, señor Alcalde, ni yo tampoco; pero sí hemos podido hacer mucho porque esta ciudad que tanto crece, logre un poco de calma. Usted, es el jefe de la policía municipal, pídale que vigile más y si no le alcanza pida más refuerzos al gobierno central. Promueva la cátedra de la paz y tome medidas fuertes, coercitivas que acaben con tantos malandrines esquineros, ‘rufianes de barrios’.

¿Y yo? Hacer eco, en mis escritos, de las campañas que emprenda; además de orar, orar mucho, para que, según la antigua frase castellana, haya luz en la poterna y guardián en la heredad. Usted es el guardián, señor Alcalde.