Mi columna anterior llevó por título ‘Proclamación sobre baldíos’. Las proclamaciones son anuncios vehementes, gritos solemnes, cuya materia es trascendental para los pueblos. Las proclamaciones son hechas por personas importantes, generalmente ligadas al gobierno de un Estado. No deberían, por consiguiente, descender de las alturas, para convertirse en meros anuncios de propagandas politiqueras. Debo advertir […]
Mi columna anterior llevó por título ‘Proclamación sobre baldíos’. Las proclamaciones son anuncios vehementes, gritos solemnes, cuya materia es trascendental para los pueblos. Las proclamaciones son hechas por personas importantes, generalmente ligadas al gobierno de un Estado. No deberían, por consiguiente, descender de las alturas, para convertirse en meros anuncios de propagandas politiqueras. Debo advertir que yo uso el vocablo aquí a manera de parodia.
Las disposiciones del gobierno sobre los baldíos, que yo resumo en mi columna del día 20 de mayo/2015, podrían dar lugar a desestabilidad jurídica de muchos títulos de propiedad rural adquiridos por verdaderos poseedores materiales de tierras, las cuales se encontraban en manos, en unos casos, de meros propietarios inscritos, no reales, y en otros en poder nominal de un Estado ausente, y en ambos aspectos actuó la Ley de Tierras 200 de 1936, bajo la batuta de la política llamada ‘Revolución en marcha’ propiciada por el preclaro y pragmático ex presidente de la república Alfonso López Pumarejo.
Dicho lo anterior con lo cual concluyo ese tema, me contraigo ahora, en primer lugar, a la proclamación de los deberes y en segundo término, a la proclamación de los derechos humanos. Bastaría decir: Proclamación de derechos, pues agregar “humanos”, es pleonástico, ya que solamente éstos tienen derechos.
Pero antes que derechos, los humanos tienen deberes entre sí. La cultura vetero-neutestamentaria, prefería hablar, ciertamente, de deberes, por ejemplo los contenidos en el Decálogo.
Igualmente son varios los pasajes del Nuevo Testamente en los que se advierten relaciones de servicios entre los hombres, de unos en favor de otros, en las que no existe el vocablo derechos, respecto de algunas situaciones entre las personas.
También se lee en las cartas de San Pablo a los Romanos y a los Corintios, la importancia de atender los deberes, de unos hacia otros, respecto de la naciente comunidad cristiana.
Afirmando dicha doctrina, en los primeros años del siglo XX, el Papa Pio X, en carta a los obispos de Francia, escribía: “Predicadles ardientemente sus obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión social estará más cerca de su solución cuando los unos y los otros, menos exigentes en sus derechos respectivos, cumplan sus deberes con mayor precisión”.
Por tanto, primero son los deberes y después los derechos, pero el mundo lo ha entendido al revés, a partir de la proclamación de Los derechos del hombre de la Revolución francesa de 1789, y de la confirmación de los mismos en la Declaración universal aprobada por las naciones Unidas en 1948.
Evidentemente, la humanidad ha preferido que se cumpla la declaración de los derechos antes que la Declaración de los deberes. De tal manera que el frenesí por los derechos se ha vuelto un dique desbordado, aluvión causante incluso de anarquías en la gobernabilidad de no pocos países, porque se ha educado más en los primeros que en los segundos, y por tanto la balanza social se ha descompensado. Porque en ello tampoco escasea la politiquería populista.
Mi columna anterior llevó por título ‘Proclamación sobre baldíos’. Las proclamaciones son anuncios vehementes, gritos solemnes, cuya materia es trascendental para los pueblos. Las proclamaciones son hechas por personas importantes, generalmente ligadas al gobierno de un Estado. No deberían, por consiguiente, descender de las alturas, para convertirse en meros anuncios de propagandas politiqueras. Debo advertir […]
Mi columna anterior llevó por título ‘Proclamación sobre baldíos’. Las proclamaciones son anuncios vehementes, gritos solemnes, cuya materia es trascendental para los pueblos. Las proclamaciones son hechas por personas importantes, generalmente ligadas al gobierno de un Estado. No deberían, por consiguiente, descender de las alturas, para convertirse en meros anuncios de propagandas politiqueras. Debo advertir que yo uso el vocablo aquí a manera de parodia.
Las disposiciones del gobierno sobre los baldíos, que yo resumo en mi columna del día 20 de mayo/2015, podrían dar lugar a desestabilidad jurídica de muchos títulos de propiedad rural adquiridos por verdaderos poseedores materiales de tierras, las cuales se encontraban en manos, en unos casos, de meros propietarios inscritos, no reales, y en otros en poder nominal de un Estado ausente, y en ambos aspectos actuó la Ley de Tierras 200 de 1936, bajo la batuta de la política llamada ‘Revolución en marcha’ propiciada por el preclaro y pragmático ex presidente de la república Alfonso López Pumarejo.
Dicho lo anterior con lo cual concluyo ese tema, me contraigo ahora, en primer lugar, a la proclamación de los deberes y en segundo término, a la proclamación de los derechos humanos. Bastaría decir: Proclamación de derechos, pues agregar “humanos”, es pleonástico, ya que solamente éstos tienen derechos.
Pero antes que derechos, los humanos tienen deberes entre sí. La cultura vetero-neutestamentaria, prefería hablar, ciertamente, de deberes, por ejemplo los contenidos en el Decálogo.
Igualmente son varios los pasajes del Nuevo Testamente en los que se advierten relaciones de servicios entre los hombres, de unos en favor de otros, en las que no existe el vocablo derechos, respecto de algunas situaciones entre las personas.
También se lee en las cartas de San Pablo a los Romanos y a los Corintios, la importancia de atender los deberes, de unos hacia otros, respecto de la naciente comunidad cristiana.
Afirmando dicha doctrina, en los primeros años del siglo XX, el Papa Pio X, en carta a los obispos de Francia, escribía: “Predicadles ardientemente sus obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión social estará más cerca de su solución cuando los unos y los otros, menos exigentes en sus derechos respectivos, cumplan sus deberes con mayor precisión”.
Por tanto, primero son los deberes y después los derechos, pero el mundo lo ha entendido al revés, a partir de la proclamación de Los derechos del hombre de la Revolución francesa de 1789, y de la confirmación de los mismos en la Declaración universal aprobada por las naciones Unidas en 1948.
Evidentemente, la humanidad ha preferido que se cumpla la declaración de los derechos antes que la Declaración de los deberes. De tal manera que el frenesí por los derechos se ha vuelto un dique desbordado, aluvión causante incluso de anarquías en la gobernabilidad de no pocos países, porque se ha educado más en los primeros que en los segundos, y por tanto la balanza social se ha descompensado. Porque en ello tampoco escasea la politiquería populista.