La gata parió en mi clóset, entre mis camisas recién lavadas. Yo la notaba rara desde hace días, y un poco gordita, pero nunca me la imaginé preñada. Cuando mis otras gatas se preñan les sale una barrigota de cinco gaticos, así que supuse que esta pancita se debía a las comilonas que devoraba como […]
La gata parió en mi clóset, entre mis camisas recién lavadas. Yo la notaba rara desde hace días, y un poco gordita, pero nunca me la imaginé preñada. Cuando mis otras gatas se preñan les sale una barrigota de cinco gaticos, así que supuse que esta pancita se debía a las comilonas que devoraba como si nada. Estaba linda así gordita y pechichona, hasta que empezó a husmear entre mi ropa y desocupó su vientre hinchado de vida sobre una camiseta que sólo me había puesto una vez y que quedó manchada de placenta y sangre, de por vida.
Mi reacción inicial fue sacar todo del escaparate: ropa, gata y gaticos; cuando me di cuenta de que nada más había uno, bien gordito, bonito, bengalí gris, igualito a la mamá. Los instalé entre una mesita de noche coja que había ido a parar al San Alejo de la casa. Ahí vivó sus primeros días el gatico, tranquilo, al cuidado de su mamá. Paralelo a este nacimiento ocurrió otro de similares características, solo que esta otra gata, que vivía en mi taller, librándome de las ratas a cambio de sus molestias, parió cinco gaticos semi-salvajes y urbanos que ella, semi- doméstica y citadina, escondió no sé dónde en el taller. Corrían al notar mi presencia, de vez en cuando los veía y apreciaba sus progresos mientras pasaba el tiempo. En contraste, nunca había visto al gatico de mi casa andando por ningún lado; siempre en su cunita, esperando la llegada de la mamá para chupar teta un rato. Por eso malicié, quise examinarlo y descubrí una hemiplejia en sus patas traseras. ¿Cuál sería el futuro de este gatico al que nadie iba a querer y con quién debía yo lidiar en adelante- pensé, a pesar de que no era yo el que lo cuidaba sino la mamá.
Pasaron días, creció mi angustia ante el dilema. Hasta que le pregunté a un veterinario que, basado en mi relato sobre su estado, me dijo que había que sacrificarlo. Sentí pesar y alivio con el dictamen. No quería matarlo pero quería deshacerme de él de la mejor forma posible; además, si era un científico el que lo recomendaba, mi culpa descansaba sobre ese concepto y podía hacerme el marica cuando me llegara a sentir cobarde por asesinar a un criaturita indefensa. ¿Matar o no matar? Esa era mi pregunta “Eso trae mala suerte, siete años”, me decía alguna gente a la que le comentaba. Suena fácil e incluso estúpido, pero no era así. Después me enteré de un tratamiento que consistía en entablillarle las patas; el problema era que ese gatico, criado en la oscuridad y el silencio, era un tigrecito que no se dejaba ni ver, mucho menos iba a soportar la inmovilización. Así que le dejé el asunto a Cronos, y no porque no me preocupara día a día y no me atormentara el futuro, pero me encomendé a Santa Procastinación para que actuara ella por su cuenta, sin contar con mi acción directa y, luego de unas semanas de andar yo evadiendo mi veredicto mientras investigaba y me asesoraba en el asunto (eutanasia felina), noté que el gatico había empezado a mover sus patas inmóviles: primero como aletas de foca y luego como cervatillo recién nacido. Caminaba chueco, pero viendo el proceso de recuperación fue posible pensar que la cura de su mal ya estaba sucediendo en su cuerpo.
Semanas más tarde, una muchacha que pasaba frente a la casa lo vio, se enamoró de él- siempre fue un gato muy lindo- y se lo regalé. En su particular forma de andar vio un elemento más de una manera de ser que a ella encantaba. Ahora el gatico vive en su casa y se ha convertido en el mejor amigo de su niño de seis años, que también lo adora. Su timidez y dificultad motriz, han desaparecido casi por completo. Juega con todo y por todo; se la pasa corriendo y saltando, por toda la casa, y tiene nombre, se llama: Jaguar.
La gata parió en mi clóset, entre mis camisas recién lavadas. Yo la notaba rara desde hace días, y un poco gordita, pero nunca me la imaginé preñada. Cuando mis otras gatas se preñan les sale una barrigota de cinco gaticos, así que supuse que esta pancita se debía a las comilonas que devoraba como […]
La gata parió en mi clóset, entre mis camisas recién lavadas. Yo la notaba rara desde hace días, y un poco gordita, pero nunca me la imaginé preñada. Cuando mis otras gatas se preñan les sale una barrigota de cinco gaticos, así que supuse que esta pancita se debía a las comilonas que devoraba como si nada. Estaba linda así gordita y pechichona, hasta que empezó a husmear entre mi ropa y desocupó su vientre hinchado de vida sobre una camiseta que sólo me había puesto una vez y que quedó manchada de placenta y sangre, de por vida.
Mi reacción inicial fue sacar todo del escaparate: ropa, gata y gaticos; cuando me di cuenta de que nada más había uno, bien gordito, bonito, bengalí gris, igualito a la mamá. Los instalé entre una mesita de noche coja que había ido a parar al San Alejo de la casa. Ahí vivó sus primeros días el gatico, tranquilo, al cuidado de su mamá. Paralelo a este nacimiento ocurrió otro de similares características, solo que esta otra gata, que vivía en mi taller, librándome de las ratas a cambio de sus molestias, parió cinco gaticos semi-salvajes y urbanos que ella, semi- doméstica y citadina, escondió no sé dónde en el taller. Corrían al notar mi presencia, de vez en cuando los veía y apreciaba sus progresos mientras pasaba el tiempo. En contraste, nunca había visto al gatico de mi casa andando por ningún lado; siempre en su cunita, esperando la llegada de la mamá para chupar teta un rato. Por eso malicié, quise examinarlo y descubrí una hemiplejia en sus patas traseras. ¿Cuál sería el futuro de este gatico al que nadie iba a querer y con quién debía yo lidiar en adelante- pensé, a pesar de que no era yo el que lo cuidaba sino la mamá.
Pasaron días, creció mi angustia ante el dilema. Hasta que le pregunté a un veterinario que, basado en mi relato sobre su estado, me dijo que había que sacrificarlo. Sentí pesar y alivio con el dictamen. No quería matarlo pero quería deshacerme de él de la mejor forma posible; además, si era un científico el que lo recomendaba, mi culpa descansaba sobre ese concepto y podía hacerme el marica cuando me llegara a sentir cobarde por asesinar a un criaturita indefensa. ¿Matar o no matar? Esa era mi pregunta “Eso trae mala suerte, siete años”, me decía alguna gente a la que le comentaba. Suena fácil e incluso estúpido, pero no era así. Después me enteré de un tratamiento que consistía en entablillarle las patas; el problema era que ese gatico, criado en la oscuridad y el silencio, era un tigrecito que no se dejaba ni ver, mucho menos iba a soportar la inmovilización. Así que le dejé el asunto a Cronos, y no porque no me preocupara día a día y no me atormentara el futuro, pero me encomendé a Santa Procastinación para que actuara ella por su cuenta, sin contar con mi acción directa y, luego de unas semanas de andar yo evadiendo mi veredicto mientras investigaba y me asesoraba en el asunto (eutanasia felina), noté que el gatico había empezado a mover sus patas inmóviles: primero como aletas de foca y luego como cervatillo recién nacido. Caminaba chueco, pero viendo el proceso de recuperación fue posible pensar que la cura de su mal ya estaba sucediendo en su cuerpo.
Semanas más tarde, una muchacha que pasaba frente a la casa lo vio, se enamoró de él- siempre fue un gato muy lindo- y se lo regalé. En su particular forma de andar vio un elemento más de una manera de ser que a ella encantaba. Ahora el gatico vive en su casa y se ha convertido en el mejor amigo de su niño de seis años, que también lo adora. Su timidez y dificultad motriz, han desaparecido casi por completo. Juega con todo y por todo; se la pasa corriendo y saltando, por toda la casa, y tiene nombre, se llama: Jaguar.