Toda corriente o género musical que se precie de ser fundante, a pesar de su propio vigor necesita defensores, damas y caballeros de estirpe, espada y letras, con un bagaje amplio en conocimiento del mundo; la historia de los grandes valores culturales es la historia de los grandes fenómenos sociales, y de las élites que […]
Toda corriente o género musical que se precie de ser fundante, a pesar de su propio vigor necesita defensores, damas y caballeros de estirpe, espada y letras, con un bagaje amplio en conocimiento del mundo; la historia de los grandes valores culturales es la historia de los grandes fenómenos sociales, y de las élites que marchan coadyuvándolos, provocándolos.
La fuerza innata y avasallante de la música vallenata en Colombia ha tenido desde sus mismos orígenes y como respaldo, a un conjunto de benefactores que como personalidades, familias o agremiaciones, lograron conocer o entender a tiempo la riqueza concentrada, en ebullición, de una música arrabalera interpretada por hombres atrevidos y soñadores. Atrevidos porque desafiaron un esquema de vida que sin la presencia de su arte y sus musas jamás habrían ingresado en un salón de alta sociedad; soñadores, porque con la hechura de su arte se han embarcado para navegar por un reino celeste y sensible. Impulsados por sus voluntades o sus sentimientos, han interpretado o definido el mundo que los rodea, desde luego que también su propio universo de introspección.
La música suena, abierto está el acordeón, obtiene el misterio y la danza de dos instrumentos inseparables para que él, solitario, impetuoso, derrame su aurora melancólica, su poder de falo horizontal. La música de acordeón conmueve, aturde o desprecia, por ello también puede encontrar rechazo o muy por el contrario una absoluta y complaciente entrega.
Los primeros oídos que escucharon la nueva belleza de la música son más afortunados que nosotros; en el entorno vulgar del presente escuchamos de forma impaciente los nuevos y estridentes sonidos del acordeón, pero ellos, los primeros en haberse deleitado con los maravillosos sonidos, como elegidos presenciaron el origen mismo de la terrible cosa, terrible por lo magnífico; escucharon el instrumento, a las almas de quienes lo ejecutaban determinando un principio y un fin. Entre esos elegidos un apellido ronda en mi cabeza, al igual que en las cabezas de hombres de por aquí o de más allá, ese apellido francés que relacionamos de inmediato con una nación capaz de entregar una Revolución Social y al mismo tiempo una corriente de Reforma, con tan buena suerte que ambos procesos le dieron al mundo occidental pies y cabezas para organizarse como sociedades progresivas. Por supuesto que Pavajeau, no hay que darle vueltas al asunto, basta con escuchar el saludo afirmativo de ‘Poncho’ Zuleta a los Pavajeau, honorables patriarcas del folclor, agricultores visionarios, amantes de la ilustración y del derroche refinado, conservadores convencidos y no obstante como descendientes de franceses que lo son, su casa matriz de la plaza en Valledupar ha sido siempre un epicentro de tolerancia, naturalmente los conservadores orgullosos que en el pasado lo fueron, de forma paulatina y haciendo honor a su origen, realizaron un periplo orgulloso hacia las ideas del liberalismo confirmando así una postura permanente de fraternidad.
Como el poder nunca les ha sido ajeno es por ello mismo que no se obsesionan con él; desde el pasado independentista ya tenía tratos con Simón Bolívar el muy recordado don Juan bautista Pavajeau, existe una anécdota bastante pintoresca en torno a dos uniformes de gala que dejó el libertador bajo cuidado de su amigo, solo que Bolívar falleció en Santa Marta y los uniformes varias décadas después con sus botones bordados en oro, fueron a parar en un carnaval en el que Roberto ‘El Turco’ Pavajeau disfrazó a uno de sus criados como victorioso burlador de imperios. Al siguiente día y cuando la orgullosa madre de los Pavajeau Molina encontró al criado durmiendo la pea en el patio, ordenó que lo bañaran al instante porque ese uniforme había pertenecido a un general que murió con tuberculosis, enfermedad que para la época estaba estigmatizada socialmente, debido a semejante mácula la madre de los Pavajeau sentenció que los dos uniformes fuesen puestos bajo custodia en un baúl para ser enviados a una de las fincas en donde posteriormente en medio de una bonanza de algodón terminaron incinerados a causa del fuego que quemó la bodega en que estos se encontraban.
Una casa de silencioso poder, distintos políticos y presidentes han desfilado por la casa de los Pavajeau. Alfonso López Michelsen o Juan Manuel Santos, amigos entrañables dentro de una relación fiable y permanente que se mantiene por encima de cualquier circunstancia de coyunturas, es un factor estético y humano el que afianza tal relación, la música de acordeón con su maderamen de pasiones crujientes.
Los juglares nunca han faltado, los grandes intérpretes del vallenato. ¿Acaso Nicolás ‘Colacho’ Mendoza en sus principios no vivió y trabajó como conductor en la casa de los Pavajeau? ¿No fueron los Pavajeau bajo la tutela de Roberto Pavajeau Monsalvo quienes también avizoraron lo que significaría para el vallenato una figura como ‘Colacho’ Mendoza.
Por eso mismo los hermanos Roberto y Darío Pavajeau Molina, decidieron sustraer una moneda de oro a su madre y comprar un acordeón nuevo para ‘Colacho’ Mendoza en una célebre tienda italiana de instrumentos musicales en Medellín, donde estudiaban junto con mi padre Evelio Vega Cuello en un colegio confesional, los hermanos Pavajeau, quienes más tarde se declararían liberales irrestrictos, leales a López ‘El Pollo’.
Llegó el mes de noviembre, con él, el primer acordeón nuevo para ‘Colacho’, el aeropuerto de Valledupar estaba colmado de los familiares y parientes de aquellos pupilos que retornaban de Medellín; el acordeón fue abierto, ‘Colacho’ tocó ‘La brasilera’ con Rafael Escalona presente, el tsunami creció.
Los patriarcas vislumbraron lo fuerte y grande que venía la música vallenata, el mismo Gabriel García Márquez identificó esas facultades en los Pavajeau, no es gratuito que el hijo del telegrafista de Aracataca, a través de un Marconi o telegrama, invitara por allá en el año sesenta y seis al señor Darío Pavajeau y al pintor Jaime Molina para que asistieran al primer Festival Vallenato de la historia que realmente fue celebrado en Aracataca y no en Valledupar, fue justo para esta coyuntura que Rafael Escalona, Darío Pavajeau Molina y otras figuras de alto vuelo, organizaron el primer Festival Vallenato de Valledupar dos años después. Bajo la riqueza de semejantes circunstancias, los Pavajeau se fueron convirtiendo en promotores y defensores de auténticos juglares, ahora casi inexistentes pues lo que ocurre en el presente es un tsunami para las nuevas generaciones, el acordeón se pronuncia pero no logra producir la cadencia vallenata del principio y del fin, los acordeoneros de hoy ejecutan el instrumento desconociendo lo que es empuñar la nota, no producen ese lloraito del acordeón que toca las almas mientras las paraliza.
Siempre que mire hacia la casa de la Plaza como auténtico vallenato que soy, sentiré orgullo porque casas como esa eligen y votan, porque casas así cuando reúnen un gran pasado y memoria señalan el futuro. La casa de los Pavajeau es un centro de tolerancia de las más diversas ideas, por ello mismo los Pavajeau son respetuosos con lo que ocurre actualmente en el vallenato, así son los patriarcas, permanecen entre el mundo de los otros, proponiendo, observando cómo el tiempo establece las formas en que será recordada cada época vivida, qué acontecimientos y cuáles de sus aristas serán las puntas de lanza, el mango sudoroso o la piedra de toque que cautiven al especialista y al desprevenido observador.
Fabián Vega Villazón
Toda corriente o género musical que se precie de ser fundante, a pesar de su propio vigor necesita defensores, damas y caballeros de estirpe, espada y letras, con un bagaje amplio en conocimiento del mundo; la historia de los grandes valores culturales es la historia de los grandes fenómenos sociales, y de las élites que […]
Toda corriente o género musical que se precie de ser fundante, a pesar de su propio vigor necesita defensores, damas y caballeros de estirpe, espada y letras, con un bagaje amplio en conocimiento del mundo; la historia de los grandes valores culturales es la historia de los grandes fenómenos sociales, y de las élites que marchan coadyuvándolos, provocándolos.
La fuerza innata y avasallante de la música vallenata en Colombia ha tenido desde sus mismos orígenes y como respaldo, a un conjunto de benefactores que como personalidades, familias o agremiaciones, lograron conocer o entender a tiempo la riqueza concentrada, en ebullición, de una música arrabalera interpretada por hombres atrevidos y soñadores. Atrevidos porque desafiaron un esquema de vida que sin la presencia de su arte y sus musas jamás habrían ingresado en un salón de alta sociedad; soñadores, porque con la hechura de su arte se han embarcado para navegar por un reino celeste y sensible. Impulsados por sus voluntades o sus sentimientos, han interpretado o definido el mundo que los rodea, desde luego que también su propio universo de introspección.
La música suena, abierto está el acordeón, obtiene el misterio y la danza de dos instrumentos inseparables para que él, solitario, impetuoso, derrame su aurora melancólica, su poder de falo horizontal. La música de acordeón conmueve, aturde o desprecia, por ello también puede encontrar rechazo o muy por el contrario una absoluta y complaciente entrega.
Los primeros oídos que escucharon la nueva belleza de la música son más afortunados que nosotros; en el entorno vulgar del presente escuchamos de forma impaciente los nuevos y estridentes sonidos del acordeón, pero ellos, los primeros en haberse deleitado con los maravillosos sonidos, como elegidos presenciaron el origen mismo de la terrible cosa, terrible por lo magnífico; escucharon el instrumento, a las almas de quienes lo ejecutaban determinando un principio y un fin. Entre esos elegidos un apellido ronda en mi cabeza, al igual que en las cabezas de hombres de por aquí o de más allá, ese apellido francés que relacionamos de inmediato con una nación capaz de entregar una Revolución Social y al mismo tiempo una corriente de Reforma, con tan buena suerte que ambos procesos le dieron al mundo occidental pies y cabezas para organizarse como sociedades progresivas. Por supuesto que Pavajeau, no hay que darle vueltas al asunto, basta con escuchar el saludo afirmativo de ‘Poncho’ Zuleta a los Pavajeau, honorables patriarcas del folclor, agricultores visionarios, amantes de la ilustración y del derroche refinado, conservadores convencidos y no obstante como descendientes de franceses que lo son, su casa matriz de la plaza en Valledupar ha sido siempre un epicentro de tolerancia, naturalmente los conservadores orgullosos que en el pasado lo fueron, de forma paulatina y haciendo honor a su origen, realizaron un periplo orgulloso hacia las ideas del liberalismo confirmando así una postura permanente de fraternidad.
Como el poder nunca les ha sido ajeno es por ello mismo que no se obsesionan con él; desde el pasado independentista ya tenía tratos con Simón Bolívar el muy recordado don Juan bautista Pavajeau, existe una anécdota bastante pintoresca en torno a dos uniformes de gala que dejó el libertador bajo cuidado de su amigo, solo que Bolívar falleció en Santa Marta y los uniformes varias décadas después con sus botones bordados en oro, fueron a parar en un carnaval en el que Roberto ‘El Turco’ Pavajeau disfrazó a uno de sus criados como victorioso burlador de imperios. Al siguiente día y cuando la orgullosa madre de los Pavajeau Molina encontró al criado durmiendo la pea en el patio, ordenó que lo bañaran al instante porque ese uniforme había pertenecido a un general que murió con tuberculosis, enfermedad que para la época estaba estigmatizada socialmente, debido a semejante mácula la madre de los Pavajeau sentenció que los dos uniformes fuesen puestos bajo custodia en un baúl para ser enviados a una de las fincas en donde posteriormente en medio de una bonanza de algodón terminaron incinerados a causa del fuego que quemó la bodega en que estos se encontraban.
Una casa de silencioso poder, distintos políticos y presidentes han desfilado por la casa de los Pavajeau. Alfonso López Michelsen o Juan Manuel Santos, amigos entrañables dentro de una relación fiable y permanente que se mantiene por encima de cualquier circunstancia de coyunturas, es un factor estético y humano el que afianza tal relación, la música de acordeón con su maderamen de pasiones crujientes.
Los juglares nunca han faltado, los grandes intérpretes del vallenato. ¿Acaso Nicolás ‘Colacho’ Mendoza en sus principios no vivió y trabajó como conductor en la casa de los Pavajeau? ¿No fueron los Pavajeau bajo la tutela de Roberto Pavajeau Monsalvo quienes también avizoraron lo que significaría para el vallenato una figura como ‘Colacho’ Mendoza.
Por eso mismo los hermanos Roberto y Darío Pavajeau Molina, decidieron sustraer una moneda de oro a su madre y comprar un acordeón nuevo para ‘Colacho’ Mendoza en una célebre tienda italiana de instrumentos musicales en Medellín, donde estudiaban junto con mi padre Evelio Vega Cuello en un colegio confesional, los hermanos Pavajeau, quienes más tarde se declararían liberales irrestrictos, leales a López ‘El Pollo’.
Llegó el mes de noviembre, con él, el primer acordeón nuevo para ‘Colacho’, el aeropuerto de Valledupar estaba colmado de los familiares y parientes de aquellos pupilos que retornaban de Medellín; el acordeón fue abierto, ‘Colacho’ tocó ‘La brasilera’ con Rafael Escalona presente, el tsunami creció.
Los patriarcas vislumbraron lo fuerte y grande que venía la música vallenata, el mismo Gabriel García Márquez identificó esas facultades en los Pavajeau, no es gratuito que el hijo del telegrafista de Aracataca, a través de un Marconi o telegrama, invitara por allá en el año sesenta y seis al señor Darío Pavajeau y al pintor Jaime Molina para que asistieran al primer Festival Vallenato de la historia que realmente fue celebrado en Aracataca y no en Valledupar, fue justo para esta coyuntura que Rafael Escalona, Darío Pavajeau Molina y otras figuras de alto vuelo, organizaron el primer Festival Vallenato de Valledupar dos años después. Bajo la riqueza de semejantes circunstancias, los Pavajeau se fueron convirtiendo en promotores y defensores de auténticos juglares, ahora casi inexistentes pues lo que ocurre en el presente es un tsunami para las nuevas generaciones, el acordeón se pronuncia pero no logra producir la cadencia vallenata del principio y del fin, los acordeoneros de hoy ejecutan el instrumento desconociendo lo que es empuñar la nota, no producen ese lloraito del acordeón que toca las almas mientras las paraliza.
Siempre que mire hacia la casa de la Plaza como auténtico vallenato que soy, sentiré orgullo porque casas como esa eligen y votan, porque casas así cuando reúnen un gran pasado y memoria señalan el futuro. La casa de los Pavajeau es un centro de tolerancia de las más diversas ideas, por ello mismo los Pavajeau son respetuosos con lo que ocurre actualmente en el vallenato, así son los patriarcas, permanecen entre el mundo de los otros, proponiendo, observando cómo el tiempo establece las formas en que será recordada cada época vivida, qué acontecimientos y cuáles de sus aristas serán las puntas de lanza, el mango sudoroso o la piedra de toque que cautiven al especialista y al desprevenido observador.
Fabián Vega Villazón