Ese pequeño país sin presidente ni monarca, incrustado entre la calle doce y quince y la carreras novena y cuarta, con nombre de flor amarilla, llora hoy al más grande de sus ciudadanos; a ese hombre que los hizo sentir importantes cuando alcanzó la Contraloría General de la Republica y llegaron a experimentar una sensación […]
Ese pequeño país sin presidente ni monarca, incrustado entre la calle doce y quince y la carreras novena y cuarta, con nombre de flor amarilla, llora hoy al más grande de sus ciudadanos; a ese hombre que los hizo sentir importantes cuando alcanzó la Contraloría General de la Republica y llegaron a experimentar una sensación paranormal sintiendo que Bogotá era un barrio del Cañaguate, que caminar por la plaza de Bolívar era lo mismo que por la plaza Alfonso López; y que ir por la carrera séptima era lo mismo que transitar por la novena o por la calle del Cesar, que la única diferencia era el frio de la “nevera” como le llamaban. Bautizó ese sentir cuando hizo nombrar a Pablo Galindo un campesino trabajador de escasa preparación académica en Caminos Vecinales dejando perplejos a los mismos lugareños, que por fin entendieron que en ese mundo todos tienen los mismos derechos, sin reparo alguno. Tiempo después llega a la Alcaldía de Valledupar y es él precisamente quien le imprime a esta tierra el sello de ciudad cuando inaugura la avenida circunvalar, y comienzan a sentir los valduparenses que al transitarla se sentían en otro lugar del planeta.
Hoy cansado de vivir descansa en paz, con el alma tranquila por todo lo que le brindó a sus coterráneos, por ese último abrazo que dio con Víctor el de Carola, y por haber sido un hombre ejemplar para los otros cañaguateros. Cuanto me hubiese gustado que Dios le regalara dos minutos para que leyera esta columna, y supiera lo mucho que lo admiro, por el simple hecho de entregarle un papelito firmado a mi abuela iniciando la década del ochenta; yo fui con ella siendo niño, y luego viajamos a Barranquilla y allá se lo entregó a un hombre alto, de entradas amplias llamado Arcadio, y de inmediato este cumplió la petición de ella; esto me marcó la primera página del alma. Se nos fue Aníbal, nombre de hombre inteligente igual que mi mejor amigo. Necesitamos los valduparenses ¡urgente! Mínimo tres Aníbal Martínez para el próximo siglo, de lo contrario estaremos perdidos como vamos, una ciudad sin rumbo, barco a la deriva pobre de capitán. Paz en su tumba.
Ese pequeño país sin presidente ni monarca, incrustado entre la calle doce y quince y la carreras novena y cuarta, con nombre de flor amarilla, llora hoy al más grande de sus ciudadanos; a ese hombre que los hizo sentir importantes cuando alcanzó la Contraloría General de la Republica y llegaron a experimentar una sensación […]
Ese pequeño país sin presidente ni monarca, incrustado entre la calle doce y quince y la carreras novena y cuarta, con nombre de flor amarilla, llora hoy al más grande de sus ciudadanos; a ese hombre que los hizo sentir importantes cuando alcanzó la Contraloría General de la Republica y llegaron a experimentar una sensación paranormal sintiendo que Bogotá era un barrio del Cañaguate, que caminar por la plaza de Bolívar era lo mismo que por la plaza Alfonso López; y que ir por la carrera séptima era lo mismo que transitar por la novena o por la calle del Cesar, que la única diferencia era el frio de la “nevera” como le llamaban. Bautizó ese sentir cuando hizo nombrar a Pablo Galindo un campesino trabajador de escasa preparación académica en Caminos Vecinales dejando perplejos a los mismos lugareños, que por fin entendieron que en ese mundo todos tienen los mismos derechos, sin reparo alguno. Tiempo después llega a la Alcaldía de Valledupar y es él precisamente quien le imprime a esta tierra el sello de ciudad cuando inaugura la avenida circunvalar, y comienzan a sentir los valduparenses que al transitarla se sentían en otro lugar del planeta.
Hoy cansado de vivir descansa en paz, con el alma tranquila por todo lo que le brindó a sus coterráneos, por ese último abrazo que dio con Víctor el de Carola, y por haber sido un hombre ejemplar para los otros cañaguateros. Cuanto me hubiese gustado que Dios le regalara dos minutos para que leyera esta columna, y supiera lo mucho que lo admiro, por el simple hecho de entregarle un papelito firmado a mi abuela iniciando la década del ochenta; yo fui con ella siendo niño, y luego viajamos a Barranquilla y allá se lo entregó a un hombre alto, de entradas amplias llamado Arcadio, y de inmediato este cumplió la petición de ella; esto me marcó la primera página del alma. Se nos fue Aníbal, nombre de hombre inteligente igual que mi mejor amigo. Necesitamos los valduparenses ¡urgente! Mínimo tres Aníbal Martínez para el próximo siglo, de lo contrario estaremos perdidos como vamos, una ciudad sin rumbo, barco a la deriva pobre de capitán. Paz en su tumba.