1. El domingo es un señor enguayabado. Pero no uno de esos en donde la desproporción de extremidades y torso han disminuido la proporción de la principal de sus cualidades viriles, sino uno de esos señores extrañamente antiedad, de ochenta kilos de peso y uno noventa de estatura, que sufre la fiebre de los excesos […]
1. El domingo es un señor enguayabado. Pero no uno de esos en donde la desproporción de extremidades y torso han disminuido la proporción de la principal de sus cualidades viriles, sino uno de esos señores extrañamente antiedad, de ochenta kilos de peso y uno noventa de estatura, que sufre la fiebre de los excesos de las bacanales de la semana anterior. Aún acostado pasado el medio día este señor está excitado, trata de dormirse pero no puede ante las ganas de seguir propagando vida, disfrutando del placer de querer hacer, mientras le va ganando el cansancio y los ojos se le van cerrando. (Este cuadro- como pintado por Castro Daza- debería ser suficiente para persuadir al lector hacia dejarse llevar por la placentera lasitud del domingo, entendido no desde la consideración burda del día de la gran resaca sino desde la perspectiva de un ser de proporciones perfectas, al que precisamente por lo anterior nada se le compara, salvo un dios enguayabado).
2. Era el domingo veintidós de junio del año dos mil catorce. Cinco de la tarde. Día del padre. – Nosotros los padres no valemos una *^**&@ – dijo Esneider, un moto taxista de veintidós años asiduo a las conversaciones informales que se producían al rededor de una sección de barras fijas y paralelas que servían como gimnasio para los visitantes de un parque de las afueras de un pueblo X del sur de La Guajira. Esneider había empezado a ir al parque con la excusa de rebajar la barriga que le estaba saliendo por tanto comer donde las tres mujeres que tenía. – El día de las madres uno afanao por levantar plata como sea y a mi hoy nadie ni me ha felicitao. Definitivamente, hoy por hoy, los padres no valemos una *^**&@ – concluyó, con las manos apoyadas sobre el tubo de unas barras paralelas, justo antes de iniciar su rutina de ejercicios. Al fondo, cerca a unos columpios, un burro amarrado a la base de la estructura metálica de una señal de transito de las ruinas de una ciclo ruta didáctica, comía de la maleza que crecía entre la red de basura que se tendía como parte del telón de fondo de la escena. Esneider se había quitado la camisa para exhibirse y sofocar, con la brisita que corría, la ola de calor que azotaba inclemente a la región en pleno veranillo de san Juan, y más con fenómeno del niño abordo.
3. En domingo muchas cosas se perdonan: horarios, pintas, actividades, dieta. El domingo todo se rompe, hasta el ayuno espiritual. Por eso me gusta ser publicado los domingos. Porque incluso los periódicos se hacen un poco literarios. Porque en domingo cualquier libro es bueno, o cualquier película. Algunos domingos se acaban rápido, otros avanzan tan lento que parecen eternos, incluso cuando pasan, desde algún lado se sigue sintiendo su presencia, intacta en su momento particular, como a la espera de turistas de tiempo en busca de placeres dominicales.
1. El domingo es un señor enguayabado. Pero no uno de esos en donde la desproporción de extremidades y torso han disminuido la proporción de la principal de sus cualidades viriles, sino uno de esos señores extrañamente antiedad, de ochenta kilos de peso y uno noventa de estatura, que sufre la fiebre de los excesos […]
1. El domingo es un señor enguayabado. Pero no uno de esos en donde la desproporción de extremidades y torso han disminuido la proporción de la principal de sus cualidades viriles, sino uno de esos señores extrañamente antiedad, de ochenta kilos de peso y uno noventa de estatura, que sufre la fiebre de los excesos de las bacanales de la semana anterior. Aún acostado pasado el medio día este señor está excitado, trata de dormirse pero no puede ante las ganas de seguir propagando vida, disfrutando del placer de querer hacer, mientras le va ganando el cansancio y los ojos se le van cerrando. (Este cuadro- como pintado por Castro Daza- debería ser suficiente para persuadir al lector hacia dejarse llevar por la placentera lasitud del domingo, entendido no desde la consideración burda del día de la gran resaca sino desde la perspectiva de un ser de proporciones perfectas, al que precisamente por lo anterior nada se le compara, salvo un dios enguayabado).
2. Era el domingo veintidós de junio del año dos mil catorce. Cinco de la tarde. Día del padre. – Nosotros los padres no valemos una *^**&@ – dijo Esneider, un moto taxista de veintidós años asiduo a las conversaciones informales que se producían al rededor de una sección de barras fijas y paralelas que servían como gimnasio para los visitantes de un parque de las afueras de un pueblo X del sur de La Guajira. Esneider había empezado a ir al parque con la excusa de rebajar la barriga que le estaba saliendo por tanto comer donde las tres mujeres que tenía. – El día de las madres uno afanao por levantar plata como sea y a mi hoy nadie ni me ha felicitao. Definitivamente, hoy por hoy, los padres no valemos una *^**&@ – concluyó, con las manos apoyadas sobre el tubo de unas barras paralelas, justo antes de iniciar su rutina de ejercicios. Al fondo, cerca a unos columpios, un burro amarrado a la base de la estructura metálica de una señal de transito de las ruinas de una ciclo ruta didáctica, comía de la maleza que crecía entre la red de basura que se tendía como parte del telón de fondo de la escena. Esneider se había quitado la camisa para exhibirse y sofocar, con la brisita que corría, la ola de calor que azotaba inclemente a la región en pleno veranillo de san Juan, y más con fenómeno del niño abordo.
3. En domingo muchas cosas se perdonan: horarios, pintas, actividades, dieta. El domingo todo se rompe, hasta el ayuno espiritual. Por eso me gusta ser publicado los domingos. Porque incluso los periódicos se hacen un poco literarios. Porque en domingo cualquier libro es bueno, o cualquier película. Algunos domingos se acaban rápido, otros avanzan tan lento que parecen eternos, incluso cuando pasan, desde algún lado se sigue sintiendo su presencia, intacta en su momento particular, como a la espera de turistas de tiempo en busca de placeres dominicales.