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Columnista - 2 junio, 2014

De la ternura al dolor

A un niño de siete años, en una escuela de Estados Unidos, le preguntó una maestra: ¿Qué es una familia? Él respondió: “Es una casa grande donde vive mucha gente y todos se quieren”. Eso lo recordé en medio de decenas de niñitos del Little Stesp Preschol, a donde me invitaron a recibir una atención. […]

Boton Wpp

A un niño de siete años, en una escuela de Estados Unidos, le preguntó una maestra: ¿Qué es una familia? Él respondió: “Es una casa grande donde vive mucha gente y todos se quieren”. Eso lo recordé en medio de decenas de niñitos del Little Stesp Preschol, a donde me invitaron a recibir una atención.

Había salido de una funeraria de dar un pésame con toda el alma, para asistir a la invitación de los pequeños. En medio de sentimientos encontrados: el desbarajuste del país enredado; Fundación sacudida por el dolor y el horror; el Valle que se nos llenó de tristeza y de pronto el encontronazo con un ramillete de ternura formado por los pequeños que, disfrazados, representaban la historia de los grandes de esta tierra, de su música, de sus lugares históricos; y al final: padres emocionados abrazándolos, risas y todos unidos en una gran familia.

Salí de allí con una amalgama de sentires extraños: el alma contrita y por ratos un retacito de esperanza, y me encerré en mi estudio, y pensé en Sildana, me la imaginé aplaudiendo a sus hijos pequeñitos en las representaciones escolares, en sus sueños de verlos grandes profesionales, en su casa en donde todos la querían y ella quería, en su hogar, lugar sagrado, hasta cuando la fuerza de la tragedia la convirtió en mártir.

De pronto me llené de furia, sentí el rechazo a la vida con sus groseras jugarretas que lleva a los seres humanos a romper el equilibrio, a dar al traste con existencias, amores, hogares, abrazos, encuentros, alegrías, logros felices de la pareja unida.

Y fue cuando sentí el deseo de gritar: ¡Basta ya! No más desatinos. No más mujeres vejadas, ni insultadas, ni maltratadas, ni empaladas, ni violadas, ni muertas. No más mujeres zaheridas, con oficios infames. No más mujeres mártires. ¡Basta ya! De noches de terror, de alientos con olor etílico, de celos absurdos, de dignidad socavada, de vientres donde nace la vida, profanados; no más quemadas con ácidos infamantes, no más lágrimas, no más miedo, no más pavor, no más muerte, no más…

Sildana, víctima de un suceso que solo los suyos saben cómo ocurrió, se convirtió en un símbolo de lo que no debe pasar, una imagen para recordar cuando se asome un primer insulto, un primer agravio, un primer golpe; sí, será siempre un símbolo de lo que no se debe aceptar: la mínima posibilidad de ofensa a la mujer y recordará por siempre que la dignidad no se debe perder.
Su recuerdo debe convocarnos a todas las mujeres y a los hombres, por supuesto, a hacer del mundo esa `casa grande en donde todos se quieren.’

Columnista
2 junio, 2014

De la ternura al dolor

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

A un niño de siete años, en una escuela de Estados Unidos, le preguntó una maestra: ¿Qué es una familia? Él respondió: “Es una casa grande donde vive mucha gente y todos se quieren”. Eso lo recordé en medio de decenas de niñitos del Little Stesp Preschol, a donde me invitaron a recibir una atención. […]


A un niño de siete años, en una escuela de Estados Unidos, le preguntó una maestra: ¿Qué es una familia? Él respondió: “Es una casa grande donde vive mucha gente y todos se quieren”. Eso lo recordé en medio de decenas de niñitos del Little Stesp Preschol, a donde me invitaron a recibir una atención.

Había salido de una funeraria de dar un pésame con toda el alma, para asistir a la invitación de los pequeños. En medio de sentimientos encontrados: el desbarajuste del país enredado; Fundación sacudida por el dolor y el horror; el Valle que se nos llenó de tristeza y de pronto el encontronazo con un ramillete de ternura formado por los pequeños que, disfrazados, representaban la historia de los grandes de esta tierra, de su música, de sus lugares históricos; y al final: padres emocionados abrazándolos, risas y todos unidos en una gran familia.

Salí de allí con una amalgama de sentires extraños: el alma contrita y por ratos un retacito de esperanza, y me encerré en mi estudio, y pensé en Sildana, me la imaginé aplaudiendo a sus hijos pequeñitos en las representaciones escolares, en sus sueños de verlos grandes profesionales, en su casa en donde todos la querían y ella quería, en su hogar, lugar sagrado, hasta cuando la fuerza de la tragedia la convirtió en mártir.

De pronto me llené de furia, sentí el rechazo a la vida con sus groseras jugarretas que lleva a los seres humanos a romper el equilibrio, a dar al traste con existencias, amores, hogares, abrazos, encuentros, alegrías, logros felices de la pareja unida.

Y fue cuando sentí el deseo de gritar: ¡Basta ya! No más desatinos. No más mujeres vejadas, ni insultadas, ni maltratadas, ni empaladas, ni violadas, ni muertas. No más mujeres zaheridas, con oficios infames. No más mujeres mártires. ¡Basta ya! De noches de terror, de alientos con olor etílico, de celos absurdos, de dignidad socavada, de vientres donde nace la vida, profanados; no más quemadas con ácidos infamantes, no más lágrimas, no más miedo, no más pavor, no más muerte, no más…

Sildana, víctima de un suceso que solo los suyos saben cómo ocurrió, se convirtió en un símbolo de lo que no debe pasar, una imagen para recordar cuando se asome un primer insulto, un primer agravio, un primer golpe; sí, será siempre un símbolo de lo que no se debe aceptar: la mínima posibilidad de ofensa a la mujer y recordará por siempre que la dignidad no se debe perder.
Su recuerdo debe convocarnos a todas las mujeres y a los hombres, por supuesto, a hacer del mundo esa `casa grande en donde todos se quieren.’