Por Carlos Guillermo Ramírez Aunque la Constitución Política (art 83) señala que las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe y que además, esta ha de presumirse en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas; en un país de tramposos, y avivatos, dicha […]
Por Carlos Guillermo Ramírez
Aunque la Constitución Política (art 83) señala que las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe y que además, esta ha de presumirse en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas; en un país de tramposos, y avivatos, dicha presunción se convierte casi es en una regla más de sospecha que de creencia.
En fin, la buena fe ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los principios fundamentales del derecho, ya sea vista por su aspecto activo, como el deber de proceder con lealtad en nuestras relaciones jurídicas, o por el aspecto pasivo, como el derecho a esperar que los demás procedan en la misma forma. Pero desafortunadamente esa buena fe hoy casi nadie la presume y por el contrario, todos los miembros de esta sociedad somos sospechosos de algo, ya que la desconfianza ha venido creciendo en todas nuestras actuaciones o actividades cotidianas. Hoy cuando pagamos con un billete de 20 o 50 mil pesos en algún establecimiento comercial, lo primero que hace la cajera es alzarlo y mirarlo contraluz o rasgarlo en su defecto, bajo la sospecha que es falso; cuando viajamos en buses interdepartamentales, luego de estar sentados en el puesto asignado, nos registran los rostros con una cámara de video, presumiendo que ahí viaja un delincuente; cuando vamos a una notaría a realizar autenticaciones en su mayoría inútiles, nos retienen la cedula y debemos probar que es nuestra, mientras el notario da fe pública que es nuestra firma; igual ocurre cuando por alguna circunstancia nos extraviamos buscando alguna dirección y pasamos más de dos veces por un mismo sitio, nos echan la policía, acusados de ser sospechosos; ni que decir, del pobre ciudadano que llega a la sala de urgencia de una clínica, indocumentado tal vez porque su padecimiento hizo olvidar su cédula, creería que lo único que le faltaría hacerle es el examen de carta dental, para verificar su identidad.
Igual ocurre en el salón de clases donde los docentes para hacer un examen lo primero que advierten a sus alumnos, es que deben de deshacerse de sus libros, apuntes o similares, sospechando que se van a copiar. Cuando se viaja al exterior, hay que probar más de una vez la autenticidad del pasaporte y el destino que indica el pasaje, mas las pesquisas de nuestras maletas, ya que las autoridades portuarias sospechan que somos microtraficantes.
Ni que decir del diligenciamiento de las hojas de vida cuando se aspira a ocupar un cargo público, hay que juramentarse de que la información es veraz y que los documentos son legales, además de manifestar que no nos encontramos incurso en una causal de inhabilidad e incompatibilidad, porque se sospecha que los títulos académicos sean falsos y que somos parientes de quienes nos va a nombrar. Pero para el servidor público las suposiciones no paran allí, pues para el imaginario de la gente siempre habrá la sospecha, de que el funcionario público es corrupto y que se aprovecha del erario público.
Mejor dicho, vivimos en una sociedad que en todo momento nos examina baja la lupa de la sospecha y lo peor de todo, es que ya nos acostumbramos a esa manera indigna de mirarnos y terminamos aceptando ser culpables de nada o mejor dicho, del delito de tentativa de sospecha.
Por Carlos Guillermo Ramírez Aunque la Constitución Política (art 83) señala que las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe y que además, esta ha de presumirse en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas; en un país de tramposos, y avivatos, dicha […]
Por Carlos Guillermo Ramírez
Aunque la Constitución Política (art 83) señala que las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe y que además, esta ha de presumirse en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas; en un país de tramposos, y avivatos, dicha presunción se convierte casi es en una regla más de sospecha que de creencia.
En fin, la buena fe ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los principios fundamentales del derecho, ya sea vista por su aspecto activo, como el deber de proceder con lealtad en nuestras relaciones jurídicas, o por el aspecto pasivo, como el derecho a esperar que los demás procedan en la misma forma. Pero desafortunadamente esa buena fe hoy casi nadie la presume y por el contrario, todos los miembros de esta sociedad somos sospechosos de algo, ya que la desconfianza ha venido creciendo en todas nuestras actuaciones o actividades cotidianas. Hoy cuando pagamos con un billete de 20 o 50 mil pesos en algún establecimiento comercial, lo primero que hace la cajera es alzarlo y mirarlo contraluz o rasgarlo en su defecto, bajo la sospecha que es falso; cuando viajamos en buses interdepartamentales, luego de estar sentados en el puesto asignado, nos registran los rostros con una cámara de video, presumiendo que ahí viaja un delincuente; cuando vamos a una notaría a realizar autenticaciones en su mayoría inútiles, nos retienen la cedula y debemos probar que es nuestra, mientras el notario da fe pública que es nuestra firma; igual ocurre cuando por alguna circunstancia nos extraviamos buscando alguna dirección y pasamos más de dos veces por un mismo sitio, nos echan la policía, acusados de ser sospechosos; ni que decir, del pobre ciudadano que llega a la sala de urgencia de una clínica, indocumentado tal vez porque su padecimiento hizo olvidar su cédula, creería que lo único que le faltaría hacerle es el examen de carta dental, para verificar su identidad.
Igual ocurre en el salón de clases donde los docentes para hacer un examen lo primero que advierten a sus alumnos, es que deben de deshacerse de sus libros, apuntes o similares, sospechando que se van a copiar. Cuando se viaja al exterior, hay que probar más de una vez la autenticidad del pasaporte y el destino que indica el pasaje, mas las pesquisas de nuestras maletas, ya que las autoridades portuarias sospechan que somos microtraficantes.
Ni que decir del diligenciamiento de las hojas de vida cuando se aspira a ocupar un cargo público, hay que juramentarse de que la información es veraz y que los documentos son legales, además de manifestar que no nos encontramos incurso en una causal de inhabilidad e incompatibilidad, porque se sospecha que los títulos académicos sean falsos y que somos parientes de quienes nos va a nombrar. Pero para el servidor público las suposiciones no paran allí, pues para el imaginario de la gente siempre habrá la sospecha, de que el funcionario público es corrupto y que se aprovecha del erario público.
Mejor dicho, vivimos en una sociedad que en todo momento nos examina baja la lupa de la sospecha y lo peor de todo, es que ya nos acostumbramos a esa manera indigna de mirarnos y terminamos aceptando ser culpables de nada o mejor dicho, del delito de tentativa de sospecha.