Mi ingreso a la moderna tecnología está salpicado de anécdotas. Una: muchos años atrás, ya no sé cuántos, estrenando celular, hice una llamada y no supe apagar el equipo. Cuando me percaté del error habían transcurrido 45 minutos. Casi consumo el plan contratado.
Por Luis Augusto González Pimienta
Mi ingreso a la moderna tecnología está salpicado de anécdotas. Una: muchos años atrás, ya no sé cuántos, estrenando celular, hice una llamada y no supe apagar el equipo. Cuando me percaté del error habían transcurrido 45 minutos. Casi consumo el plan contratado.
Con internet llegó la mensajería y la corresponsalía electrónica y prácticamente desaparecieron los manuscritos. Al principio lo percibí maravilloso, pero ya me está empezando a enfadar por el abuso del medio de comunicación.
Abro mis correos para encontrarme con información no requerida ni deseada, la que procedo a bloquear de inmediato. Sí, tengo amistades que me envían constantemente moralejas, frases célebres, videos inverosímiles, chistes buenos y malos y todo lo que creen vale la pena. Pero son mis amigos, a quienes he dado voluntariamente la dirección electrónica. La molestia surge de los corresponsales desconocidos.
Sirve al propósito de esta columna la siguiente anotación marginal. La tranquilidad del mediodía desapareció por cuenta de llamadas telefónicas de vendedoras que ofrecen desde suscripciones a revistas y toma de seguros, hasta servicios funerarios y de grúa.
Todas comienzan con el halago de que uno es un cliente especial que se ha distinguido en el manejo de las obligaciones comerciales. A partir de ese momento y hasta quince minutos después, cuando termina la perorata, el disgusto es inmenso porque no dejan hacer la siesta.
Como mi teléfono fijo es privado, solo la entidad financiera de la que soy cliente pudo pasar la información del número, amén de que es la única que sabe que soy buen cliente, como lo pregona la oferente parlanchina. Y supongo que no lo hizo en forma gratuita, lo cual es grave, pues a más de incomodarme está vendiendo información reservada.
Estoy seguro de que cuando tenga la prueba me enriqueceré con la demanda que interpondré por la vulneración del sagrado derecho a dormir la siesta.
Prosigo. Dentro de los corresponsales molestos figuran todos los supermercados que nos atosigan con las ofertas del día y las compañías de telefonía celular ofreciendo gangas, a las que les cuelgo tan pronto se identifican. El celular facilita la desconexión aduciendo mala señal. Menos mal los conjuntos musicales que interpretan balanato por vallenato se cansaron de enviarme su publicidad.
Cansado de tanta basura no pongo debajo de mis escritos el correo electrónico. Una vez cometí la torpeza de hacerlo y solo recibí insultos.
Pocos se toman un instante para dar una palmadita de aliento, pero muchos se gastan cualquier cantidad de tiempo para ofender con un lenguaje de alcantarilla.
Mi ingreso a la moderna tecnología está salpicado de anécdotas. Una: muchos años atrás, ya no sé cuántos, estrenando celular, hice una llamada y no supe apagar el equipo. Cuando me percaté del error habían transcurrido 45 minutos. Casi consumo el plan contratado.
Por Luis Augusto González Pimienta
Mi ingreso a la moderna tecnología está salpicado de anécdotas. Una: muchos años atrás, ya no sé cuántos, estrenando celular, hice una llamada y no supe apagar el equipo. Cuando me percaté del error habían transcurrido 45 minutos. Casi consumo el plan contratado.
Con internet llegó la mensajería y la corresponsalía electrónica y prácticamente desaparecieron los manuscritos. Al principio lo percibí maravilloso, pero ya me está empezando a enfadar por el abuso del medio de comunicación.
Abro mis correos para encontrarme con información no requerida ni deseada, la que procedo a bloquear de inmediato. Sí, tengo amistades que me envían constantemente moralejas, frases célebres, videos inverosímiles, chistes buenos y malos y todo lo que creen vale la pena. Pero son mis amigos, a quienes he dado voluntariamente la dirección electrónica. La molestia surge de los corresponsales desconocidos.
Sirve al propósito de esta columna la siguiente anotación marginal. La tranquilidad del mediodía desapareció por cuenta de llamadas telefónicas de vendedoras que ofrecen desde suscripciones a revistas y toma de seguros, hasta servicios funerarios y de grúa.
Todas comienzan con el halago de que uno es un cliente especial que se ha distinguido en el manejo de las obligaciones comerciales. A partir de ese momento y hasta quince minutos después, cuando termina la perorata, el disgusto es inmenso porque no dejan hacer la siesta.
Como mi teléfono fijo es privado, solo la entidad financiera de la que soy cliente pudo pasar la información del número, amén de que es la única que sabe que soy buen cliente, como lo pregona la oferente parlanchina. Y supongo que no lo hizo en forma gratuita, lo cual es grave, pues a más de incomodarme está vendiendo información reservada.
Estoy seguro de que cuando tenga la prueba me enriqueceré con la demanda que interpondré por la vulneración del sagrado derecho a dormir la siesta.
Prosigo. Dentro de los corresponsales molestos figuran todos los supermercados que nos atosigan con las ofertas del día y las compañías de telefonía celular ofreciendo gangas, a las que les cuelgo tan pronto se identifican. El celular facilita la desconexión aduciendo mala señal. Menos mal los conjuntos musicales que interpretan balanato por vallenato se cansaron de enviarme su publicidad.
Cansado de tanta basura no pongo debajo de mis escritos el correo electrónico. Una vez cometí la torpeza de hacerlo y solo recibí insultos.
Pocos se toman un instante para dar una palmadita de aliento, pero muchos se gastan cualquier cantidad de tiempo para ofender con un lenguaje de alcantarilla.