Cuando Luis XIV, el Rey Sol, quiso expresar el poder ilimitado e inapelable del monarca, dicen que dijo “El Estado soy yo”. La frase, cierta o falsa, hizo carrera y se aplica indistintamente a todo aquel que no acepta razones, que impone su voluntad a contrapelo de la evidencia, pasando por encima de cualquier argumento en contrario por lógico que resulte.
Por Luis Augusto González Pimienta
Cuando Luis XIV, el Rey Sol, quiso expresar el poder ilimitado e inapelable del monarca, dicen que dijo “El Estado soy yo”. La frase, cierta o falsa, hizo carrera y se aplica indistintamente a todo aquel que no acepta razones, que impone su voluntad a contrapelo de la evidencia, pasando por encima de cualquier argumento en contrario por lógico que resulte.
Con el correr del tiempo ese absolutismo ha tenido manifestaciones similares aunque con diferentes denominaciones: despotismo, totalitarismo, dictadura, tiranía. Quienes lo ejercen se consideran infalibles e indispensables. Asumen el manejo de las ramas del poder directamente o por medio de marionetas. Ninguna decisión se les escapa.
Se encuentra un antecedente válido del absolutismo en el imperio romano, con algunos especímenes que pasaron a la historia por sus desaciertos. El absolutismo moderno es laberíntico. Precisa de mover una ficha aquí, otra allá y otra más allá. Es una trama difícil de desenredar. Esta complejidad le da un blindaje al soberano para resguardarlo de los controladores no sometidos a su voluntad, al menos en apariencia.
El gobernante todoterreno se cree ungido del conocimiento universal, es omnímodo e irrefutable. Lo embelesa saberse caudillo. Si se lo dicen, tanto mejor. Es sofista redomado, y elude dar respuesta a lo que lo incomoda, prevalido de su condición de mandamás. No estima necesario explicar nada, basta su palabra.
Estos reyes de la actualidad tienen sus émulos más abajo en la escala jerárquica. Son los reyezuelos, personajes generalmente oscuros, de poca valía intelectual, que pontifican en su respectivo territorio o en su respectiva dependencia. Se les aplica aquello de que cada gallo canta en su gallinero. Y hay que ver cómo ejercen el mando: son nerones en su respectiva jurisdicción.
El ciudadano común encuentra reyezuelos por doquier. Los identifica por su pose altiva, que no es sino eso, pose. Saben dar respuesta asertiva al interrogante del maestro Echandía de para qué es el poder pues lo ejercen con deleite, sin hacer concesiones a la justicia. Cuando los acorralan, olímpicamente eluden la responsabilidad aduciendo que eso no les compete, sin tomarse la molestia de precisar por qué no. Todo lo de ellos es apodíctico.
Asusta la pugna moderna de aquellos reyezuelos que libran una lucha endemoniada para obtener la corona mayor, en una competencia en la que todo vale. Pobre de nosotros, Dios nos coja confesados.
Cuando Luis XIV, el Rey Sol, quiso expresar el poder ilimitado e inapelable del monarca, dicen que dijo “El Estado soy yo”. La frase, cierta o falsa, hizo carrera y se aplica indistintamente a todo aquel que no acepta razones, que impone su voluntad a contrapelo de la evidencia, pasando por encima de cualquier argumento en contrario por lógico que resulte.
Por Luis Augusto González Pimienta
Cuando Luis XIV, el Rey Sol, quiso expresar el poder ilimitado e inapelable del monarca, dicen que dijo “El Estado soy yo”. La frase, cierta o falsa, hizo carrera y se aplica indistintamente a todo aquel que no acepta razones, que impone su voluntad a contrapelo de la evidencia, pasando por encima de cualquier argumento en contrario por lógico que resulte.
Con el correr del tiempo ese absolutismo ha tenido manifestaciones similares aunque con diferentes denominaciones: despotismo, totalitarismo, dictadura, tiranía. Quienes lo ejercen se consideran infalibles e indispensables. Asumen el manejo de las ramas del poder directamente o por medio de marionetas. Ninguna decisión se les escapa.
Se encuentra un antecedente válido del absolutismo en el imperio romano, con algunos especímenes que pasaron a la historia por sus desaciertos. El absolutismo moderno es laberíntico. Precisa de mover una ficha aquí, otra allá y otra más allá. Es una trama difícil de desenredar. Esta complejidad le da un blindaje al soberano para resguardarlo de los controladores no sometidos a su voluntad, al menos en apariencia.
El gobernante todoterreno se cree ungido del conocimiento universal, es omnímodo e irrefutable. Lo embelesa saberse caudillo. Si se lo dicen, tanto mejor. Es sofista redomado, y elude dar respuesta a lo que lo incomoda, prevalido de su condición de mandamás. No estima necesario explicar nada, basta su palabra.
Estos reyes de la actualidad tienen sus émulos más abajo en la escala jerárquica. Son los reyezuelos, personajes generalmente oscuros, de poca valía intelectual, que pontifican en su respectivo territorio o en su respectiva dependencia. Se les aplica aquello de que cada gallo canta en su gallinero. Y hay que ver cómo ejercen el mando: son nerones en su respectiva jurisdicción.
El ciudadano común encuentra reyezuelos por doquier. Los identifica por su pose altiva, que no es sino eso, pose. Saben dar respuesta asertiva al interrogante del maestro Echandía de para qué es el poder pues lo ejercen con deleite, sin hacer concesiones a la justicia. Cuando los acorralan, olímpicamente eluden la responsabilidad aduciendo que eso no les compete, sin tomarse la molestia de precisar por qué no. Todo lo de ellos es apodíctico.
Asusta la pugna moderna de aquellos reyezuelos que libran una lucha endemoniada para obtener la corona mayor, en una competencia en la que todo vale. Pobre de nosotros, Dios nos coja confesados.