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Columnista - 29 junio, 2013

La justicia por la propia mano

Habían pasado casi tres años desde que aquella aventura comenzó, y en las memorias de todos se encontraba la cálida mañana de verano en la que un extraño, luego de haber propiciado la más grande de las pescas jamás vista, les invitó a dejarlo todo y a irse con él.

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Por Marlon Javier Domínguez

Habían pasado casi tres años desde que aquella aventura comenzó, y en las memorias de todos se encontraba la cálida mañana de verano en la que un extraño, luego de haber propiciado la más grande de las pescas jamás vista, les invitó a dejarlo todo y a irse con él.

Parecía una locura, era en efecto una locura, pero algo había de apasionante en las palabras del nuevo maestro, su mirada intensa, la autoridad con la que hablaba, su sinceridad, la promesa de liberación, el cambio político y religioso añorado para todo un país… La vida como hasta entonces la conocían terminó y, en el mismo instante, inició una nueva vida para aquel grupo de entusiastas que apostaron el todo por el todo al seguir a un maestro de ignorado pasado y de futuro incierto.

Con el pasar de los días fueron notando que sus expectativas no coincidían en todo con los planes de Jesús. El “ojo por ojo”, que hubiesen aplicado con gusto a los romanos invasores, cedió su lugar al “amad a vuestros enemigos”, los hurras y alabanzas al rey se tornaban en voces cada vez más hostiles, que terminarían gritando ¡Crucifícale! Las esperanzas de un trono glorioso, de una corona dorada y de un cetro con piedras preciosas, mutaban lentamente y acabarían por convertirse en una cruz, una corona de espinas, un par de clavos y muchos insultos. Pese a ello, y aunque muchos habían decidido abandonar aquel “absurdo”, otros muchos persistían en llegar hasta el final. Tal vez desconocían el desenlace de todo aquello, tal vez querían desconocerlo, tal vez abrigaban la esperanza de que, aunque fuese en el último momento, la actitud “ilógica” de “poner la otra mejilla” diera lugar al gesto racional de abofetear al enemigo.

Se dirigían a Jerusalén, capital religiosa y política de todo el país, centro de comercio, de poder, de fe, de tensiones y también de hipocresías, confabulaciones y mentiras. Era necesario atravesar de norte a sur todo el territorio. Había que caminar desde Galilea hasta Judea y para ello era preciso pasar por Samaría. La gente de cada una de estas regiones tenía características muy particulares: Los habitantes de Judea se creían los únicos judíos puros y se jactaban de tener en su territorio el templo en el que “moraba” Dios; ello les hacía despreciar a los galileos (judíos menos apegados a la ley y un poco más laxos en cuanto a su comportamiento), y también odiar con toda el alma a los samaritanos(judíos que emparentaron con naciones vecinas y que, en muchos casos llegaron incluso a adoptar nuevas divinidades). Hay que decirlo, el desprecio era recíproco.

Jesús va de Galilea a Judea, debe pasar por Samaría pero, como los samaritanos saben hacia dónde se dirige, se niegan a recibirlo en su territorio. Alguien que trate con nuestro enemigo es también enemigo nuestro. Los impetuosos discípulos quisieron entonces dar una lección a aquella gente insensata, de actitud hostil y carente de cortesía: “Maestro, ¿mandamos que baje fuego del cielo y que los devore?” La sangre les hervía en las venas, en la mente un mismo pensamiento y en el corazón un único deseo: ¡Que diga que sí! Pero Jesús les arruinó el show de piromanía con una fuerte reprimenda y una lección que jamás iban a olvidar: No se debe tomar la justicia por la propia mano. ¿Necesitamos nosotros recordar también eso?

 

Columnista
29 junio, 2013

La justicia por la propia mano

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Habían pasado casi tres años desde que aquella aventura comenzó, y en las memorias de todos se encontraba la cálida mañana de verano en la que un extraño, luego de haber propiciado la más grande de las pescas jamás vista, les invitó a dejarlo todo y a irse con él.


Por Marlon Javier Domínguez

Habían pasado casi tres años desde que aquella aventura comenzó, y en las memorias de todos se encontraba la cálida mañana de verano en la que un extraño, luego de haber propiciado la más grande de las pescas jamás vista, les invitó a dejarlo todo y a irse con él.

Parecía una locura, era en efecto una locura, pero algo había de apasionante en las palabras del nuevo maestro, su mirada intensa, la autoridad con la que hablaba, su sinceridad, la promesa de liberación, el cambio político y religioso añorado para todo un país… La vida como hasta entonces la conocían terminó y, en el mismo instante, inició una nueva vida para aquel grupo de entusiastas que apostaron el todo por el todo al seguir a un maestro de ignorado pasado y de futuro incierto.

Con el pasar de los días fueron notando que sus expectativas no coincidían en todo con los planes de Jesús. El “ojo por ojo”, que hubiesen aplicado con gusto a los romanos invasores, cedió su lugar al “amad a vuestros enemigos”, los hurras y alabanzas al rey se tornaban en voces cada vez más hostiles, que terminarían gritando ¡Crucifícale! Las esperanzas de un trono glorioso, de una corona dorada y de un cetro con piedras preciosas, mutaban lentamente y acabarían por convertirse en una cruz, una corona de espinas, un par de clavos y muchos insultos. Pese a ello, y aunque muchos habían decidido abandonar aquel “absurdo”, otros muchos persistían en llegar hasta el final. Tal vez desconocían el desenlace de todo aquello, tal vez querían desconocerlo, tal vez abrigaban la esperanza de que, aunque fuese en el último momento, la actitud “ilógica” de “poner la otra mejilla” diera lugar al gesto racional de abofetear al enemigo.

Se dirigían a Jerusalén, capital religiosa y política de todo el país, centro de comercio, de poder, de fe, de tensiones y también de hipocresías, confabulaciones y mentiras. Era necesario atravesar de norte a sur todo el territorio. Había que caminar desde Galilea hasta Judea y para ello era preciso pasar por Samaría. La gente de cada una de estas regiones tenía características muy particulares: Los habitantes de Judea se creían los únicos judíos puros y se jactaban de tener en su territorio el templo en el que “moraba” Dios; ello les hacía despreciar a los galileos (judíos menos apegados a la ley y un poco más laxos en cuanto a su comportamiento), y también odiar con toda el alma a los samaritanos(judíos que emparentaron con naciones vecinas y que, en muchos casos llegaron incluso a adoptar nuevas divinidades). Hay que decirlo, el desprecio era recíproco.

Jesús va de Galilea a Judea, debe pasar por Samaría pero, como los samaritanos saben hacia dónde se dirige, se niegan a recibirlo en su territorio. Alguien que trate con nuestro enemigo es también enemigo nuestro. Los impetuosos discípulos quisieron entonces dar una lección a aquella gente insensata, de actitud hostil y carente de cortesía: “Maestro, ¿mandamos que baje fuego del cielo y que los devore?” La sangre les hervía en las venas, en la mente un mismo pensamiento y en el corazón un único deseo: ¡Que diga que sí! Pero Jesús les arruinó el show de piromanía con una fuerte reprimenda y una lección que jamás iban a olvidar: No se debe tomar la justicia por la propia mano. ¿Necesitamos nosotros recordar también eso?