MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta Arcesio era un chico de quince años apocado e inexpresivo. Sus compañeros no lo invitaban a participar en sus juegos pero jamás se perdía de ninguno, pues, por extraña coincidencia, siempre servía para completar el número de competidores requerido. Nunca se quejaba y tampoco demostraba alegría. Era como si […]
MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Arcesio era un chico de quince años apocado e inexpresivo.
Sus compañeros no lo invitaban a participar en sus juegos pero jamás se perdía de ninguno, pues, por extraña coincidencia, siempre servía para completar el número de competidores requerido. Nunca se quejaba y tampoco demostraba alegría. Era como si no existiera.
Llegaba y se marchaba sin preguntar ni referir nada. Sus amigos apenas sabían su nombre y su edad, aunque desconocían su residencia.
La mansedumbre de que hacía gala les venía bien a los líderes del grupo que no querían que nadie les hiciera sombra. No obstante, sus silencios y el desconocimiento de su personalidad y de sus habilidades les producían desasosiego.
El aura de misterio que lo envolvía causaba recelo entre sus conocidos. -Algo oculta-, musitaban algunos. -No es de fiar-, susurraban otros.
Se aproximaba la Navidad y con ella se aceleraban los preparativos para festejarla. En los hogares de la añosa comarca se levantaba el pesebre con cuanto elemento o residuo de juguete se hallara.
Los espejos rotos se usaban para semejar el agua de un lago. Compartían espacio camellos, caballos, ovejas, gallinas y toda especie animal, así no fuera representativa de la Judea.
Los imprescindibles José, María y los Tres Reyes Magos eran los únicos con dimensiones coincidentes. En cambio, un perro podía ser más grande que un caballo.
Licencias de la precariedad que en nada menguaban el espíritu navideño.
Una de las ceremonias que concitaban la devoción cristiana era la Misa de Gallo que aún se oficia a partir de la medianoche de Navidad, y que parte de una antigua historia según la cual el primer ser vivo que presenció el nacimiento del niño Jesús en la cueva de Belén y lo comunicó al mundo fue un gallo, debido a su potente voz y a su función diaria de notificar a los humanos el amanecer.
Los inquietos amigos de Arcesio tambiénse preparaban para la Navidad, pero a su manera.
Urdieron un plan para emborracharlo y soltarlo después en la iglesia, en frente de todas las damas de alto coturno de la incipiente sociedad aldeana. En realidad, ocultaban un doble propósito: exhibirlo y conocerlo, ya sin inhibiciones.
Con engañifas lograron su propósito. No fue fácil porque el discreto joven se resistía a probar ‘el jugo’ que con desusada insistencia le ofrecían sus amigos. Cedió ante el pedido de una linda muchacha que le fue puesta como carnada.
Su caballerosidad y buenas maneras se impusieron al temor de lo desconocido. Los compinches lo acompañaron en el consumo de licor para disimular el engaño.
Llegada la hora de la Misa de Gallo marcharon a la iglesia que tenía un “mezzanine” o piso intermedio en la alta estructura que servía de recinto al coro compuesto por las mejores voces de la localidad. Allí subieron a Arcesio y lo dejaron abandonado a la espera de un espectáculo bochornoso.
La sorpresa de los concurrentes fue mayúscula cuando escucharon extasiados la interpretación que los coristas hicieron del Ave María de Shubert en donde sobresalía una voz fresca, juvenil, arrobadora.
Era la voz de Arcesio, el muchacho del que nadie sabía nada, quien desde ese momento se convirtió en la voz líder del coro y en foco de atención de chicos y chicas.
Mientras tanto, los compañeros de andanzas no salían de su asombro por lo que acababan de presenciar. Contritos, hicieron de Arcesio su mejor amigo y corrieron a inscribirse en el coro de la iglesia parroquial.
MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta Arcesio era un chico de quince años apocado e inexpresivo. Sus compañeros no lo invitaban a participar en sus juegos pero jamás se perdía de ninguno, pues, por extraña coincidencia, siempre servía para completar el número de competidores requerido. Nunca se quejaba y tampoco demostraba alegría. Era como si […]
MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Arcesio era un chico de quince años apocado e inexpresivo.
Sus compañeros no lo invitaban a participar en sus juegos pero jamás se perdía de ninguno, pues, por extraña coincidencia, siempre servía para completar el número de competidores requerido. Nunca se quejaba y tampoco demostraba alegría. Era como si no existiera.
Llegaba y se marchaba sin preguntar ni referir nada. Sus amigos apenas sabían su nombre y su edad, aunque desconocían su residencia.
La mansedumbre de que hacía gala les venía bien a los líderes del grupo que no querían que nadie les hiciera sombra. No obstante, sus silencios y el desconocimiento de su personalidad y de sus habilidades les producían desasosiego.
El aura de misterio que lo envolvía causaba recelo entre sus conocidos. -Algo oculta-, musitaban algunos. -No es de fiar-, susurraban otros.
Se aproximaba la Navidad y con ella se aceleraban los preparativos para festejarla. En los hogares de la añosa comarca se levantaba el pesebre con cuanto elemento o residuo de juguete se hallara.
Los espejos rotos se usaban para semejar el agua de un lago. Compartían espacio camellos, caballos, ovejas, gallinas y toda especie animal, así no fuera representativa de la Judea.
Los imprescindibles José, María y los Tres Reyes Magos eran los únicos con dimensiones coincidentes. En cambio, un perro podía ser más grande que un caballo.
Licencias de la precariedad que en nada menguaban el espíritu navideño.
Una de las ceremonias que concitaban la devoción cristiana era la Misa de Gallo que aún se oficia a partir de la medianoche de Navidad, y que parte de una antigua historia según la cual el primer ser vivo que presenció el nacimiento del niño Jesús en la cueva de Belén y lo comunicó al mundo fue un gallo, debido a su potente voz y a su función diaria de notificar a los humanos el amanecer.
Los inquietos amigos de Arcesio tambiénse preparaban para la Navidad, pero a su manera.
Urdieron un plan para emborracharlo y soltarlo después en la iglesia, en frente de todas las damas de alto coturno de la incipiente sociedad aldeana. En realidad, ocultaban un doble propósito: exhibirlo y conocerlo, ya sin inhibiciones.
Con engañifas lograron su propósito. No fue fácil porque el discreto joven se resistía a probar ‘el jugo’ que con desusada insistencia le ofrecían sus amigos. Cedió ante el pedido de una linda muchacha que le fue puesta como carnada.
Su caballerosidad y buenas maneras se impusieron al temor de lo desconocido. Los compinches lo acompañaron en el consumo de licor para disimular el engaño.
Llegada la hora de la Misa de Gallo marcharon a la iglesia que tenía un “mezzanine” o piso intermedio en la alta estructura que servía de recinto al coro compuesto por las mejores voces de la localidad. Allí subieron a Arcesio y lo dejaron abandonado a la espera de un espectáculo bochornoso.
La sorpresa de los concurrentes fue mayúscula cuando escucharon extasiados la interpretación que los coristas hicieron del Ave María de Shubert en donde sobresalía una voz fresca, juvenil, arrobadora.
Era la voz de Arcesio, el muchacho del que nadie sabía nada, quien desde ese momento se convirtió en la voz líder del coro y en foco de atención de chicos y chicas.
Mientras tanto, los compañeros de andanzas no salían de su asombro por lo que acababan de presenciar. Contritos, hicieron de Arcesio su mejor amigo y corrieron a inscribirse en el coro de la iglesia parroquial.